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Parálisis, calles vacías y loas a Fidel: así vive Cuba el primer día sin su Comandante
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Parálisis, calles vacías y loas a Fidel: así vive Cuba el primer día sin su Comandante

Bajo un cielo plomizo que solo de tiempo en tiempo deja ver un amago de sol sobre las calles casi desiertas de sus ciudades. Así vive Cuba este primer día sin Fidel Castro.

Foto: Cubanas se lamentan tras anunciarse la muerte de Fidel Castro, en La Habana, el 26 de noviembre de 2016 (Reuters).
Cubanas se lamentan tras anunciarse la muerte de Fidel Castro, en La Habana, el 26 de noviembre de 2016 (Reuters).

En los catorce años que llevamos compartiendo vecindad, nunca antes le escuché hablar bien de Fidel. Todo lo contrario; hasta esta mañana, cuando bien temprano me lo encontré saliendo hacia su trabajo, Miguel Ángel se empeñaba en recordarme que “El Caballo” era el culpable de todos los males de Cuba... y en buena medida, del mundo.

“El es el tipo que tiene 'trabado' esto, con su buena vida y su afán de mando. Después de coger el poder hizo lo que todos los políticos: se aferró y no dejó a más nadie opinar ni decidir. Deja que se muera, para que tú veas cómo va avanzar este país”, me decía, como en una letanía, cada vez que pasaba frente a la cochera de su casa. Allí se gana la vida reparando coches de cualquier marca, año y modelo, inventando con mil y una piezas de inimaginables orígenes para hacer posible lo que en principio pareciera inalcanzable: que sigan andando.

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Pero el Miguel Ángel de hoy no es el mismo. Cuando nos cruzamos por la mañana, solo pudo recibirme con un escueto “¡Del carajo!”, en el que pude palpar todo el peso del suceso que desde anoche estremece a Cuba. Miguel Ángel, sentado en su inseparable banco bajo, no trabajaba, solo dejaba pasar el tiempo cargando sobre sí todo el peso de la resignación. “Está así desde anoche”, me aclaró en un susurro su esposa. “Incluso le colgó a un tío que lo llamó tardísimo desde Miami para festejar con él porque se había muerto Fidel. Ni a los clientes ha querido atenderlos. Me dijo bien claro que al que viniera lo mandara a regresar cualquier otro día”.

Cuando me marcho, Miguel Ángel, mi vecino, mira hacia parte, mientras rebusca en una de sus cajas de herramientas. Tal vez me equivoque, pero creo que adivinar que el enrojecimiento de sus ojos tiene muy poco que ver con alguna limalla. Creo que sufre.

Un poco más allá está República, la calle del comercio. Allí se intercalan pequeños puestos privados con tiendas estatales en divisa y en moneda nacional. A los primeros acudo siempre que necesito algún artículo que seguramente no encontraré en las segundas. Puede ser ropa o artículos de aseo personal o materiales de construcción. Muchos proceden de las mismas tiendas con las que comparten acera, o son robados de almacenes de empresas o traídos desde Ecuador, Panamá y Haití. Se trata de un “acuerdo” con el que toda la vida he convivido: las ofertas del mercado legal son insuficientes para asumir la demanda y dejan la puerta abierta a los acaparadores, quienes luego revenden el mismo producto en el doble o el triple de su precio.

Lo sabe todo el mundo y todo el mundo lo tolera. Solo de vez en cuando algún operativo de la Policía desmonta varios puestos y reparte su correspondiente ración de multas. Son solo uno o dos días de conmoción cada varios meses; después, todo vuelve a la normalidad.

En República la normalidad significa mucho público, muchos clientes, mucho dinero pasando de mano en mano. Hoy no. Cuento con la vista los concurrentes a lo largo de cuatro cuadras; no llegan a trescientos. A mi paso no encuentro la animación con que transcurre allí cualquier día de la semana. Tampoco hay música en las cafeterías y los bares, ni los vendedores gritan de acera a acera arrebatándose clientes. Incluso los pocos niños que veo de la mano de sus padres no tienen su semblante habitual de los fines de semana. Este sábado, República languidece al agónico ritmo de su paseo peatonal, como si con la falta de público se hubiera perdido también su sabia vital.

Es un día malo también para Vladimir, quien a la puerta de una Cadeca (casa de cambio) duda sobre si dejar sus negocios para otro día. Con él es posible comprar y vender dólares a mejores precios que los de la entidad estatal; también adquirir otras monedas, que consigue de extranjeros y cubanos llegados desde otros países. “Conmigo es mejor que con esa gente allá adentro”.

A ojos de la Policía, Vladimir es un delincuente. Un “elemento” dedicado al tráfico de divisas, que lucra al margen de la ley y sin pagar impuestos. Vladimir opina lo contrario; “yo nada más lucho por lo mío, sin meterme con nadie”, me dice. Su ropa, toda de marca, y sus dientes y cadena de oro hablan a las claras que el negocio marcha bien. De un hombre como él, sería el último de quien uno esperaría encontrar una opinión favorable sobre Fidel, pero su opinión surge cortante como el filo de la navaja que se enorgullece de cargar siempre en sus jornadas difíciles de mulato guapo. “¡Fíjate bien, ese fue y será siempre el Caballo! ¿Tú sabes por qué? Porque fue el tipo con más cojones de este país, él único que en todo el mundo se atrevió a ponerle el pecho a los americanos. ¡Óyeme lo que te digo!”

En sus tres años largos como 'autónomo' Amarilys Rodríguez ha aprendido infinidad de cosas. Pero entre todas, ninguna supera esa verdad sencilla que en Cuba pareciera haber sido olvidada hace muchos años: “el cliente siempre tiene la razón”. Buscando convertirla en su divisa, un día decidió ampliar su cafetería y dar espacio a quienes deseaban mantenerse al tanto de lo último en materia deportiva. Para lograrlo no se le ocurrió mejor idea que darles la posibilidad de seguir en vivo los partidos del fútbol internacional. En Cuba, decirlo no resulta tan sencillo como conseguirlo. Sobre todo por el hecho de que en la Isla están prohibidas las antenas parabólicas y toda conexión directa a canales extranjeros, salvo en hoteles u otras instalaciones turísticas.

Pero un poco de dinero, algunas relaciones y la proximidad de varios hoteles pueden allanar incluso los más tortuosos caminos. Así, Amarilys consiguió hacerse con la señal directa de ESPN y, tras instalar un gigantesco televisor en el medio de la sala de su casa, abrió una especie de informal bar deportivo, que opera bajo cuerda y con una licencia que nada tiene que ver con la labor que en realidad oficia.

Gracias a tal inversión ha vivido durante los últimos años, compró una casa para su hijo menor y comenzó a guardar para el “retiro”. “Ese televisor ha estado hablando de deportes desde enero de 2015. Todos los días, porque este es un negocio que no descansa. Todos los días hasta hoy”.

A sus 55 años, tras dos divorcios y con su hijo mayor viviendo en Estados Unidos, Amarilys no cree en cuentos. “Aquí se han cometido muchos errores, pero como te digo una cosa te digo la otra. Fidel era distinto. No hay forma de que Cuba pueda volver a tener un hombre como él. Por eso mandé a quitar los deportes y poner la revista especial de la televisión. El cliente que llegue y no le convenga, que se vaya por donde mismo vino”.

Fuera de su negocio las calles siguen casi desiertas bajo el mismo cielo plomizo con que amaneció este 26 de noviembre. De vez en cuando pasa un auto o algún camión, o un ómnibus prácticamente vacío (imagen nada habitual en este país). Todavía no hay periódicos; “a lo mejor por la tarde, dicen que están terminando de imprimir la edición de este día”, me responde con complicidad un vendedor sentado a la salida de una rotonda en medio de la cual ondea a media asta una gigantesca bandera.

El país, al menos por hoy, está detenido.

En los catorce años que llevamos compartiendo vecindad, nunca antes le escuché hablar bien de Fidel. Todo lo contrario; hasta esta mañana, cuando bien temprano me lo encontré saliendo hacia su trabajo, Miguel Ángel se empeñaba en recordarme que “El Caballo” era el culpable de todos los males de Cuba... y en buena medida, del mundo.

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