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Nachtwey, el hombre que fotografió el infierno
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LA LEYENDA VIVA DEL PERIODISMO GRÁFICO PARTICIPA EN EL FESTIVAL 'OJO DE PEZ-PHOTOMEETING'

Nachtwey, el hombre que fotografió el infierno

El fotógrafo de guerra James Nachtwey (Siracusa, 1948) no habla de sus sueños. Siempre que le preguntan qué imágenes aparecen cuando cierra los ojos, esta

Foto: Nachtwey, el hombre que fotografió el infierno
Nachtwey, el hombre que fotografió el infierno

El fotógrafo de guerra James Nachtwey (Siracusa, 1948) no habla de sus sueños. Siempre que le preguntan qué imágenes aparecen cuando cierra los ojos, esta leyenda viva del periodismo gráfico declina dar una respuesta. Se guarda para sí el único negativo intransferible que podría resumir todo lo que ha experimentado a lo largo de tres décadas de profesión por Ruanda, los Balcanes, Chechenia o Afganistán.

La pesadilla bélica produce monstruos. Ha estado en el infierno, lo ha visto y encuadrado con su cámara, y ha venido a contarlo a Barcelona con motivo de la tercera edición del encuentro profesional Ojo de pez - Photomeeting, dedicada este año a los conflictos bélicos, coincidiendo con el décimo aniversario de la revista homónima, publicada por La Fábrica.

Con la misma parsimonia reverencial con la que se desliza, cámara en mano, entre fosas comunes, bombardeos o campos de refugiados, Nachtwey camina entre las sillas todavía vacías de la sala de prensa de la Virreina. La camisa blanca impecablemente planchada, el afeitado perfecto, el cabello cano con la raya a la derecha. Sin llegar al extremo de Guy Talese, cuyo traje y corbata son las credenciales de su consideración hacia los entrevistados, sí que parece compartir algo de esa misma filosofía.

En su caso, es también la manera de conservar la entereza de alguien habituado a lidiar con circunstancias en las que los derechos humanos han huido en desbandada. Cuida su aspecto, habla con voz pausada y suave, no hace gestos bruscos: una nota de civilización en medio de la barbarie.

Respeto por la desolación

Transmitir ese respeto, explica al público que acude a su conferencia de la tarde, es el único medio para conseguir que lo acojan. El auditorio lo escucha en silencio, sólo se oyen sus palabras y el ventilador del proyector. «No es posible fotografiar la desolación a no ser que te den permiso, que quieran que estés ahí. A esas personas las han vuelto invisibles, pero cuando llega un fotógrafo lo que hacen es abrirse, porque saben que su dolor puede transmitir algo al mundo».

Lo dice el fotorreportero de guerra vivo más importante, por impacto mediático y por premios en su haber, y, pese a las muchas veces que ha visto peligrar su pellejo, aún puede contarlo. Hace diez años, en Irak, una granada casi se lo llevó por delante. En el mismo ataque, Michael Weisskopf, su compañero de la revista TIME, perdió la mano derecha. «Compartimos algo más que el miedo o el aburrimiento de los soldados, también el dolor». Es el riesgo que se corre al estar lo más cerca posible para obtener la buena fotografía, como aconsejaba Capa

La guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles en EEUU, entonces en plena efervescencia, fueron, para el entonces estudiante de Historia del Arte y Ciencias Políticas en la universidad de Darmouth, el detonante para decidir que su vida estaría pegada a una cámara. Los políticos decían una cosa, pero los fotógrafos demostraban otra. Prefirió creer a gente como Don McCullin, Eddie Adams o Larry Burrows.

«Nunca antes las imágenes en la prensa habían logrado tener tanta fuerza. Nos mostraban lo que sucedía en el terreno, más allá de la retórica de la política, consiguieron alterar el curso de la historia, ésa es la certidumbre que me motivó, y aún me motiva, a seguir haciendo lo que hago». La fotografía no detiene una guerra, pero ayuda a alcanzar ese punto crítico donde la sociedad y la política dicen basta. «No impongo a la realidad lo que ya sé, la fotografía sólo es un medio de exploración, un par de ojos y una mente que avanzan por el espacio en tiempo real».

Del lado de las bajas

Aprendió los rudimentos del oficio en un pequeño periódico de Alburquerque. «Pasé diez años formándome con cámaras prestadas, en cuartos oscuros ajenos, conducía un camión y trabajaba por las noches en un almacén para ahorrar dinero. Cuando aprendí lo suficiente, me marché a NY y me presenté a los editores».

Como suele decir, siempre trata de fastidiarle el día al espectador. Es la «paradoja Nachtwey»: fotografías que nadie quiere ver y, sin embargo, son necesarias. Algunos critican su esteticismo, que no deja de ser una gramática para hacer comprensible el mensaje. Otros le agradecen su trabajo. No olvida algo que le confesó el jefe de la Cruz Roja en Mogadiscio: sus fotografías sobre la hambruna en aquel rincón olvidado del mundo, publicadas en la portada del The New York Times, salvaron un millón y medio de vidas.

Mientras habla sus imágenes se suceden en la pantalla, pulverizando la abstracción de la guerra y las catástrofes humanitarias. El viaje visual continúa de las primeras elecciones democráticas en Sudáfrica al genocidio de Ruanda. «De vivir lo mejor que la humanidad puede dar, la igualdad y el respeto, bajé directamente al infierno».

Allí, en el país centroafricano, tomó una de sus instantáneas más conocidas, merecedora en 1994 del World Press Photo, el rostro mutilado de un joven hutu sospechoso de simpatizar con los tutsi. «Él no podía hablar, pero captó lo que estaba haciendo y se giró incluso hacia la luz para que la fotografía quedara mejor, como si comprendiera que sus cicatrices podían comunicar algo al resto del mundo».

Después del desastre de la intervención en Somalia ningún gobierno quería llamar a las cosas por su nombre para evitar así la obligación de una intervención armada. «Recuerdo que me obsesioné con que los políticos aceptaran que la palabra apropiada para lo que había sucedido era genocidio». Las consecuencias forman parte de uno de los episodios más negros de la historia. 

El fotógrafo y el hambre

La capacidad de sufrimiento del hombre parece infinita, su fuerza de voluntad cuando, aun perdido todo, consigue levantarse y sigue andando. «Quiero hacer justicia con la experiencia de estas personas. ¿Cómo se puede hablar de ‘fatiga de la compasión’? Si ellos siguen luchando por vivir, ¿cómo podemos nosotros perder la fe?», pregunta a los presentes señalando una fotografía de un varón somalí que se arrastra, solo huesos, por la tierra seca.

«El hambre, como arma de destrucción masiva, es primitiva y eficaz». El tiempo congelado de la fotografía concede el tiempo necesario para detenernos ante la mirada de las víctimas, de una manera muy diferente a lo que hace la televisión. «Son momentos individuales, nada más, pero juntos forman una narrativa fragmentada, un mosaico con el que intento comprender lo que está sucediendo».

El mosaico cobró sentido el 11 de septiembre de 2001. Dio la causalidad de que aquel día estaba en su apartamento de Nueva York, cerca de las Torres Gemelas. «Con el impacto del segundo avión fui consciente de que aquello era obra de Bin Laden y de que EEUU invadiría Afganistán. Llevaba años tomando fotografías en el mundo islámico pensando que eran conflictos diferentes, pero en Nueva York entendí que todo estaba conectado: todo son capítulos de una misma historia».

Lágrimas en la lluvia

Y la historia no tiene fin, a tenor del flujo ininterrumpido de imágenes, cuyas historias va desgranando una a una. Se detiene con los orfelinatos y asilos de la época de Ceaucescu, donde descubrió «un gulag para niños y ancianos, creía que lo peor lo había visto en la guerra».

Las fotografías, afirma sin atisbo de duda, son fundamentales para que las organizaciones humanitarias puedan movilizar la ayuda y salvar vidas. Habla de la guerra en los Balcanes y Chechenia, «donde la tragedia era ya algo rutinario de lo que no se podía escapar». Luego Irak, uno de los tantos fracasos sonados de la política exterior. Del estruendo de los bombardeos indiscriminados en Bagdad al silencio de la sala donde se ejecutó a Sadam Husein.

Son distintos los lugares, los años, los nombres. Pero el objetivo de Nachtwey sigue encuadrando la misma historia. Y, la estampa del público barcelonés con mirada atónita recuerda la secuencia final de Blade Runner, las palabras del replicante antes de morir: «He visto cosas que no creeríais, pero todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia».  Con la salvedad de que el fotógrafo americano no ha estado en otras galaxias, sino en este jodido planeta y que gracias a su trabajo esos momentos no se esfumarán. La batalla del fotoperiodista está justamente en contar esas lágrimas.

El fotógrafo de guerra James Nachtwey (Siracusa, 1948) no habla de sus sueños. Siempre que le preguntan qué imágenes aparecen cuando cierra los ojos, esta leyenda viva del periodismo gráfico declina dar una respuesta. Se guarda para sí el único negativo intransferible que podría resumir todo lo que ha experimentado a lo largo de tres décadas de profesión por Ruanda, los Balcanes, Chechenia o Afganistán.