Es noticia
La princesa de Gales y los graves errores de la familia Windsor
  1. Mundo
  2. Europa
José Antonio Zarzalejos

Por

La princesa de Gales y los graves errores de la familia Windsor

Una pésima gestión de la transparencia ha llevado a la familiar real británica a una crisis en la que la sombra de Isabel II adquiere toda su significación. Han fallado las alarmas de los Windsor en el caso de la princesa de Gales

Foto: Una imagen de Kate Middleton en el vídeo de su comunicado. (BBC)
Una imagen de Kate Middleton en el vídeo de su comunicado. (BBC)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

La Corona es en toda monarquía constitucional y parlamentaria una institución familiar, porque se transmite por fallecimiento o por renuncia o abdicación de su titular, bien en línea descendente, bien colateral. En lo que va de siglo se han producido las abdicaciones, por diferentes razones, del gran duque Juan de Luxemburgo (2000) sucedido por su hijo Henri, de la reina Beatriz de los Países Bajos (2013) que dejó la jefatura del Estado en manos de su hijo Guillermo, del rey de los belgas, Alberto II (2013) reinando ahora su primogénito, Felipe, del rey Juan Carlos de España (2014) que abdicó en Felipe VI y en diciembre del pasado año de la reina Margarita de Dinamarca que renunció para que reinase su hijo Federico.

La irrepetible Isabel II

El fallecimiento el 8 de septiembre de 2022 de la reina Isabel de Inglaterra desató la automática previsión sucesoria y el trono pasó a su hijo mayor, el actual Carlos III y marcó un antes y un después en las monarquías europeas que se reflejaron tanto en la soberana británica como en las teorizaciones políticas de la Corona que tuvieron en los ensayos victorianos de Walter Bagehot una referencia general y, en particular, el publicado en 1867 bajo el título de La Constitución inglesa, un texto aún con vigencia.

La familia Windsor, ahora reinante, trae causa, no de una línea descendente sino colateral, ya que el abuelo del actual rey Carlos III, Jorge VI, era hermano del rey Eduardo VIII, que abdicó en 1936 para contraer matrimonio con Wallis Simpson, que, al estar divorciada implicaba una unión que contravenía las normas de la Iglesia Anglicana de Inglaterra, de la que el monarca era cabeza y defensor. Tampoco el actual rey de los belgas, Felipe, viene de línea descendiente, sino colateral, ya que su padre, Alberto II, era hermano del rey Balduino, que falleció sin que la reina, la española Fabiola, tuviera hijos. Y, en fin, habría también que señalar que el abuelo de nuestro rey, don Juan de Borbón, no fue el primogénito de Alfonso XIII, sino el tercero de los varones que el monarca destronado en 1931 tuvo en su matrimonio con Victoria Eugenia de Battenberg.

La pésima gestión de la comunicación

Esa es la razón por la que todo lo que afecta a los miembros de familias reales de casas reinantes en las monarquías constitucionales y parlamentarias tiene una relevancia que va mucho más allá de la noticia inmediata y dispone de un potencial impacto institucional. La monarquía, además, es una instancia simbólica y representativa y, en consecuencia, con una gran energía emocional. Podría afirmarse sin errar en el diagnóstico que el factor emotivo en la adhesión a la Corona, junto a su funcionalidad en la contribución a la neutralidad y la estabilidad en el vértice del Estado, es tan importante como la racionalización de su multisecular mantenimiento en democracias tan sólidas y de tanta calidad como las europeas y la japonesa. La incorporación de consortes, ellos y ellas, a las familias reales —especialmente cuando son amplias, como la británica— introduce variables adicionales de interés social y de escrutinio popular. Los matrimonios entre iguales ya no son canónicos en ninguna casa real que han estandarizado las uniones antes llamadas desiguales.

Es en ese contexto en el que hay que entender la repercusión que están teniendo los avatares de la familia del rey Carlos III de Inglaterra. La enfermedad cancerígena que ayer confesó en un vídeo la princesa de Gales, Catherine (Kate) Middleton, ha sido la culminación de una pésima gestión comunicativa de la Corona británica. Este asunto merecía una transparencia que ha brillado por su ausencia. Más aún, se ha percibido un intento de ocultamiento cuando era compatible el conocimiento público del estado de salud de la futura reina consorte con el amparo a su privacidad. Los errores perpetrados en esta crisis han sido graves: falso compromiso de aparición pública de la princesa tras la Semana Santa, mutismo posterior, señuelos después (una foto trucada), un par de apariciones fugitivas, con su madre y con su esposo el príncipe William, rumores de desavenencias matrimoniales, noticias inconexas de un presunto hackeo a su historial médico y, en definitiva, una aparente incompetencia en resolver una situación que se ha complicado por la enfermedad, también cancerígena, del rey Carlos III.

Tanto el monarca como su nuera fueron intervenidos quirúrgicamente el pasado mes de enero. El palacio de Buckingham reaccionó con prontitud, aunque sin desvelar los detalles del diagnóstico del rey, pero el de Kensington emitió cortinas de humo incompatibles con la seriedad de la situación que parece ha repercutido en el Príncipe de Gales, visiblemente desmejorado, ausente en algunos actos y ofreciendo sensación de fragilidad. Mientras, la reina consorte, Camila, se declaraba exhausta y se tomó una semana de vacaciones en plena crisis en la que el príncipe Harry y su esposa orbitaban en la periferia de la familia, ostentado todavía el título de duques de Sussex, sin tratamiento y fuera de la lista civil del monarca. El príncipe Andrés, apartado por el escándalo Epstein, está amortizado por completo.

Una comparecencia emotiva, pero en soledad

No es seguro que el conmovedor video de la Princesa de Gales detenga la ola de críticas a la gestión de la comunicación de la crisis. Su aparición solitaria —¿no debió estar junto a ella el heredero de la Corona, su marido?— un lenguaje gestual decaído, disonante con el verbal, y una total ausencia de referencias a su rol en la familia real, en un escenario demasiado neutro, son aspecto de la fugaz aparición que dejan demasiados cabos sueltos. En las próximas semanas, el rey tendrá que unificar los mensajes y seguir los pasos de su madre que, con una gran humildad, resolvió episodios muy críticos: su filtrada mala relación con la premier Margaret Thatcher entre 1979 y 1990, el annus horribilis de 1992 que la propia Isabel II denominó así por las rupturas matrimoniales de sus hijos Carlos y Andrés y por el voraz incendio del castillo de Windsor y el fallecimiento de Diana Spencer, primera esposa de Carlos III y madre de los príncipes William y Harry.

La familia Windsor ha sido y sigue siendo muy problemática. Su gran acierto ha consistido en su capacidad de rectificación siempre a tiempo o antes de que la coyuntura se le fuera de las manos. Divorcios, engaños, conductas inapropiadas o infamantes —como la del príncipe Andrés, hermano del rey— y excentricidades. El gran problema es que se trata de una familia que suele repetir cansinamente los yerros similares a los que en la actualidad ha cometido. La monarquía británica es litúrgica, voluntariamente anacrónica y, en muchas ocasiones, pragmática. Pero los tiempos cambian y Carlos III no es Isabel II.

La transparencia y la ejemplaridad

La soberana soportó la Corona con una entrega casi sobrehumana, pero aguas abajo no pudo —en ocasiones, tampoco quiso— cortar de raíz las derivas familiares que fueron pasto de los tabloides, primero, y de la prensa convencional, después. Permitir que la enfermedad de la Princesa de Gales se haya convertido en un culebrón, es una grave equivocación que enlaza con la dilución de la figura del heredero. Sus tíos, la princesa Ana y el príncipe Eduardo, duque de Edimburgo tras el fallecimiento de su padre, ofician de consejeros reales por protocolo de la Corona acordado con el Gobierno. En defecto de normas, la monarquía británica se rige por usos constitucionales que, hasta el momento, han dado la pauta de actuación. En esta crisis de opacidad, sin embargo, han fallado.

La transparencia y la ejemplaridad son los fundamentos, no solo del carisma de la Corona, sino, sobre todo, de la garantía de su permanencia. Para proteger estos intangibles las casas reales han ido reduciendo el número de sus miembros (la mayoría pasan a ser meramente familiares del rey o de la reina), recortando la lista de perceptores de fondos distribuidos por el rey o la reina y sometiéndose progresivamente a controles presupuestarios y evaluaciones de gestión.

Queda pendiente una cuestión: hasta dónde alcanza el derecho a saber de los miembros de la familia real y hasta dónde llega el amparo a su privacidad. La delimitación es clara: decir la verdad sin descender a detalles, ofrecer explicaciones veraces y suficientes y proyectar pronósticos realistas y revisables. Podría ser que, al fallar en esta ocasión los mecanismos de la familia Windsor, adquiera toda su definitiva importancia la desaparición de Isabel II. Las capacidades personalísimas de los monarcas son intangibles que no se heredan.

La Corona es en toda monarquía constitucional y parlamentaria una institución familiar, porque se transmite por fallecimiento o por renuncia o abdicación de su titular, bien en línea descendente, bien colateral. En lo que va de siglo se han producido las abdicaciones, por diferentes razones, del gran duque Juan de Luxemburgo (2000) sucedido por su hijo Henri, de la reina Beatriz de los Países Bajos (2013) que dejó la jefatura del Estado en manos de su hijo Guillermo, del rey de los belgas, Alberto II (2013) reinando ahora su primogénito, Felipe, del rey Juan Carlos de España (2014) que abdicó en Felipe VI y en diciembre del pasado año de la reina Margarita de Dinamarca que renunció para que reinase su hijo Federico.

Kate Middleton Reino Unido
El redactor recomienda