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Día del juicio para las universidades de EEUU: con Israel no se juega
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La gran línea roja

Día del juicio para las universidades de EEUU: con Israel no se juega

El dogma identitario lleva un lustro largo campando a sus anchas en los campus de EEUU, hasta que se ha topado con Israel y las sensibilidades sobre el antisemitismo

Foto: Manifestación pro-palestina en el campus de la Universidad de California. (EFE/Caroline Brehman)
Manifestación pro-palestina en el campus de la Universidad de California. (EFE/Caroline Brehman)
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El día del juicio ha llegado a los campus de élite de Estados Unidos. Las respuestas de las presidentas de Harvard, Penn y MIT durante una audiencia parlamentaria sobre las acusaciones de antisemitismo en estas universidades fueron ampliamente consideradas, por decirlo con suavidad, insatisfactorias. Desde entonces una de estas presidentas ha dimitido y una cascada de donantes, empresarios, políticos de ambos partidos y periodistas han atacado unas instituciones a las que acusan de ser carcasas, caricaturas, malas copias de lo que un día fueron. Un espacio en el que el dogma identitario lleva un lustro largo campando a sus anchas, hasta que se ha topado con una de las líneas rojas más brillantes de Estados Unidos: Israel y las sensibilidades sobre el antisemitismo.

Si se hubieran dado en un vacío, las ambiguas respuestas de las presidentas de estas tres universidades no habrían causado mayor revuelo. Las tres se intentaron abrigar en el manto de la libertad de expresión y destacaron la necesidad de poner en contexto todas esas llamadas a la Intifada o a la creación de un Estado palestino “desde el río hasta el mar”. Lo que propició la reacción, más allá de las intencionales preguntas de la congresista trumpista Elise Stefanik, fue, precisamente, el contexto de estas respuestas. Las tres presidentas invocaron la misma libertad de expresión que sus instituciones llevan años sacrificando en aras de la ideología y de la adulación a sus alumnos, hasta el punto de fulminar carreras por cosas bastante menos graves que acorralar a estudiantes judíos en una biblioteca o difundir panfletos con la imagen de un miliciano de Hamás en parapente con una metralleta.

La fundación FIRE, que vigila desde 1999 el respeto a la libertad de expresión y a la libertad de cátedra en las universidades estadounidenses, colocó a Harvard en el último puesto del ranking. Su puntuación, en base a criterios como la tolerancia hacia los ponentes progresistas y conservadores, la defensa administrativa del derecho a disentir o la respuesta a comportamientos represivos como los escraches, fue de cero. Por detrás de las otras 247 universidades incluidas en la lista.

Según el estudio, el 70% de los estudiantes de Harvard considera en alguna medida aceptable “acallar a gritos a los conferenciantes” para que no hablen en el campus, el 53% se autocensura al menos dos veces al mes y el 58% teme estropear su reputación por un movimiento equivocado. En los tres años que se analizan, desde 2020 a 2023, FIRE no registró ni un solo caso en el que los administradores de Harvard defendiesen activamente la libertad de expresión de alguno de los alumnos.

Como explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro La transformación de la mente americana (Deusto), las universidades, en su cruzada por llevar la diversidad étnica al campus, se han olvidado de cultivar también la diversidad intelectual. Un sondeo de The Harvard Crimson de 2022 reflejaba que solo un 1,46% de los profesores de esta universidad se describían como “conservadores”. Haidt y Lukianoff mencionan en su libro, citando a sociólogos como Émile Durkheim, cómo las atmósferas ideológicamente uniformes acaban degenerando en una especie de puritanismo jalonado por el terror, como indican las nuevas cazas de brujas.

En 2021, por ejemplo, una profesora de Biología Evolutiva de Harvard llamada Carole Hooven dijo en el canal Fox News que había dos sexos, masculino y femenino, “designados por los gametos que producimos”. Hooven aclaró que este hecho no contradecía la obligación de tratar a todo el mundo con respeto: reconociendo la identidad de género de cada persona y usando los pronombres preferidos por esta.

Una estudiante de máster, a la sazón jefa del comité DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) del departamento en el que trabajaba la docente, calificó estos comentarios de “transfóbicos y dañinos”. Hooven, que escribió un libro sobre la función de la testosterona y que daba clase sobre el rol de las hormonas en el comportamiento de ambos sexos, fue repetidamente acosada por algunos de sus estudiantes, sus compañeros la dejaron de hablar y el departamento se desentendió del asunto. La profesora se dio de baja y a continuación abandonó la universidad.

Foto: Manifestaciones en apoyo a Palestina en la Universidad de Columbia. (Reuters/Jeenah Moon)

La base de datos de FIRE dice que, desde 2014, casos como el de Hooven se han multiplicado. Desde entonces se han registrado en torno a 1.000 iniciativas de censura contra profesores por motivos ideológicos. Denuncias y procesos internos por cosas como sugerir en un email que Halloween es Halloween, y que es recomendable no andar analizando si tal o cual disfraz puede resultar de alguna manera ofensivo, o por una broma, o por pronunciar una expresión china de uso común que puede sonar, en inglés, a una palabra de mal gusto. En cerca de una cuarta parte de casos como estos, el profesor o profesora acabó en la calle.

Ejemplos como el de Hooven han ido transpirando poco a poco en los medios de comunicación y en las experiencias personales de los estadounidenses. A pesar de que los republicanos los han instrumentalizado una y otra vez para sus fines políticos, retratando a toda la izquierda como si fuera una inmensa turba woke, la suma de estas continuas muestras de intolerancia en las universidades y más allá preparó el terreno para el ajuste de cuentas de estos días.

Para entender cómo hemos llegado hasta aquí sería útil identificar tres tendencias, o tres fuerzas, que han coincidido en el tiempo y han contribuido a crear este paisaje. La primera fuerza es el hecho obvio de que las universidades estadounidenses son una empresa privada, un negocio, y eso las hace tratar de determinada manera a sus alumnos, que son quienes ponen el dinero; la segunda es el aumento disparado, desde 2014, de los casos de ansiedad y otras condiciones mentales entre las nuevas generaciones —causado, según Haidt y Lukianoff, por una combinación de “paternidad helicóptero”, la caída de los juegos infantiles físicos de toda la vida y la popularización del teléfono móvil—; la tercera fuerza es el cóctel ideológico nacido de la mezcla, en las universidades de EEUU, de las corrientes neomarxistas y posmodernistas.

El hecho de que Harvard o Yale o Cornell sean empresas privadas se nota, por ejemplo, en la evolución del precio de la matrícula. Entre 1980 y 2020, el precio medio de la educación superior ha crecido tres veces más rápido que la inflación. Así, un año de máster en una universidad de élite se acerca ahora a los 90.000 dólares. Bastante más que el ingreso mediano de una familia estadounidenses, que ronda los 71.000 dólares. La razón fundamental es que Harvard, Yale, Cornell o Stanford son marcas prémium y la gente talentosa, y rica, de todo el planeta, quiere acudir. Es la ley de la oferta y la demanda. Aunque Harvard tenga un capital amasado de 53.000 millones de dólares con el que podría sufragar todas estas matrículas.

Uno de los secretos de una empresa exitosa es que sus clientes, en este caso los estudiantes, estén contentos, lo cual se refleja en el mimo y la adulación. Por ejemplo, la nota media de los estudiantes de Harvard ha ido creciendo y creciendo hasta alcanzar la matrícula de honor. En 2022 la nota media de Harvard (GPA) había subido a un 3,8 de un máximo de cuatro puntos. ¿Cómo es posible que todos los alumnos acaben los estudios tan brillantemente? Puede ser que su talento y su capacidad de trabajo sean extraordinarios en el 95% de los casos. Pero ¿cómo se explica que la nota media, en el año 1950, fuera de 2,55 sobre 4? A esto se le llama grade inflation (inflación de las notas). En Yale, la nota media es una A. La máxima.

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Como decía a The New York Times un profesor retirado de la Universidad de Duke, las notas son “un tipo de divisa”. Con ellas se compran alumnos, lo cual frustra a los profesores que probablemente serían puestos en la picota de la ira de los estudiantes (de los clientes) si empezaran a ser honestos en sus calificaciones.

Esta tendencia a contentar a los alumnos a cualquier precio se habría vuelto más nítida en los últimos años, dado que los clientes de hoy son más exigentes. Aunque la regla general es que cada generación crea que la que viene después es blanda, cobarde, líquida, “de cristal”, sin valores, etcétera, etcétera, Haidt y Lukianoff ponen encima de la mesa una serie de datos que separan claramente a la generación Z de las anteriores. Por ejemplo: el transtorno de ansiedad entre los estudiantes de licenciatura en Estados Unidos ha crecido un 134% desde 2010; la depresión, un 106%; la anorexia, un 100%. No es que estos parámetros se midan más hoy que hace 10 o 15 años; es que están, simplemente, desatados.

Foto: Ilustración: EC Diseño.

Entre las múltiples causas que explican este cambio o deterioro tan pronunciado destaca la caída en el tiempo de juego independiente con otros niños, que ya no tienen tantas oportunidades de aprender por su cuenta y de llegar a casa con las rodillas raspadas; la cultura de proteger y premiar a todos en todo momento y la popularización de las redes sociales, que somete a los menores (sobre todo a las niñas) a una feroz y continua competición de popularidad. Unas condiciones que habrían configurado una percepción del mundo como un lugar peligroso en el que tenemos que estar continuamente vigilados y protegidos con paños calientes.

El tercer elemento quizás sea el que requiera más explicaciones: la ideología identitaria, o woke, es un híbrido de neomarxismo y posmodernismo. El neomarxismo percibe el mundo como una lucha dialéctica entre el opresor y el oprimido: el burgués y el proletario, el blanco y el negro, el hombre y la mujer. Y el posmodernismo se basa, fundamentalmente, en el cuestionamiento de todo, en la deconstrucción de las estructuras sociales, de las identidades, incluso del género. El sistema te dice que naciste hombre, pero en realidad se trata de una construcción social. Uno puede elegir el género que quiera porque todo se puede construir y deconstruir.

El atractivo de este marco mental es que resulta fácil de entender, lo explica todo y ofrece grandes oportunidades para acumular un virtuoso capital social. Algunos departamentos universitarios de ciencias sociales habrían encontrado aquí una gallina de los huevos de oro para ramificarse y defender unos intereses creados, siempre en nombre de la defensa del oprimido. Otro detalle interesante es que las capas burocráticas que gestionan los campus se han vuelto más poderosas. En Yale, por ejemplo, el número de administradores ha crecido un 44,7% desde 2003, el triple de rápido que el número de estudiantes de licenciatura.

Foto: Montaje: Irene de Pablo.
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Argemino Barro. Nueva York Ilustración: Irene de Pablo

En esta manera de ver el mundo basada en el color de la piel y en las dinámicas de colonización de unos pueblos sobre otros, la cuestión de Israel-Palestina se resuelve con la idea de que los palestinos están oprimidos y por lo tanto su resistencia está justificada. Nada que no difiera mucho de la opinión común, por ejemplo, en España. Pero una de las características del wokismo es la estridencia. No habían pasado ni dos días del 7 de octubre cuando empezaron a verse en los campus y en las redes sociales justificaciones explícitas de la masacre perpetrada por Hamás, llamadas al final del Estado judío y casos de intimidación a los alumnos de este credo.

La diferencia entre este comportamiento y el de los últimos años es que ahora los guerreros de la justicia social se han atrevido a tocar uno de los grandes tótems de la política estadounidense: el cuidadosamente cementado apoyo a Israel. Poco después de que las élites políticas de ambos partidos, los medios de comunicación afines y, sobre todo, los acaudalados donantes de estas universidades, reaccionaran a estas manifestaciones, muchos de los estudiantes ya estaban desdiciéndose y recogiendo cable. Habían comprendido que, esta vez, iban a pagar un precio por sus gestos ideológicos.

La fundación FIRE aclara que la “llamada al genocidio”, en la mayoría de los casos, es una expresión protegida por la ley. Pero, si todo depende del contexto, como argumentaron las presidentas de Harvard, MIT y UPenn la semana pasada ante la Cámara de Representantes, en este caso el contexto sugiere que lo que trataban de hacer era no contradecir a sus clientes (el alumnado). Y con ello han atraído sobre sus instituciones una tormenta sociopolítica y han abierto la veda para criticar, más allá de la derecha, los excesos de esta ideología identitaria.

Ahora que hasta los referentes de la CNN se suman a las críticas a la cerrazón política de las universidades y piden una reforma, el profesor Peter Boghossian, que dimitió de Portland State University en 2021 por motivos de conciencia, se pregunta por qué han tardado tanto. “A la gente nueva que está denunciado la DEI, ahora que oponerse a ello no entraña un coste, ¿dónde estabais hace tres años? ¿Dónde estabais cuando estos racistas lunáticos estaban destruyendo nuestras instituciones y lanzando redomadas cazas de brujas contra sus enemigos ideológicos?”.

El día del juicio ha llegado a los campus de élite de Estados Unidos. Las respuestas de las presidentas de Harvard, Penn y MIT durante una audiencia parlamentaria sobre las acusaciones de antisemitismo en estas universidades fueron ampliamente consideradas, por decirlo con suavidad, insatisfactorias. Desde entonces una de estas presidentas ha dimitido y una cascada de donantes, empresarios, políticos de ambos partidos y periodistas han atacado unas instituciones a las que acusan de ser carcasas, caricaturas, malas copias de lo que un día fueron. Un espacio en el que el dogma identitario lleva un lustro largo campando a sus anchas, hasta que se ha topado con una de las líneas rojas más brillantes de Estados Unidos: Israel y las sensibilidades sobre el antisemitismo.

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