Es noticia
Una historia europea: la “Jerusalén” lituana que el gran enemigo soviético hizo posible
  1. Mundo
VILNA, CAPITAL DE LITUANIA

Una historia europea: la “Jerusalén” lituana que el gran enemigo soviético hizo posible

Lituania necesitaba recuperar Vilna y contar con una élite intelectual. La Unión Soviética, la gran enemiga lituana, le dio ambas cosas.

Foto: Marcha por el aniversario de la independencia de Lituania. (EFE)
Marcha por el aniversario de la independencia de Lituania. (EFE)

A primera hora de la mañana la silueta de la torre de Gediminas, que se alza sobre una colina justo detrás de la catedral, domina por completo Vilna, la capital de Lituania. La torre de color cobrizo asoma al doblar una esquina cada pocas calles, las mismas que reivindican el pedigrí de Europa Central de la ciudad. Esta edificación, originalmente parte de un castillo levantado en el siglo XIV, es una auténtica Meca hacia la que miró el nacionalismo lituano de finales de XIX, y se convirtió definitivamente en una obsesión durante el período de independencia de Lituania en las entreguerras.

Las calles de Vilna han estado tomadas los últimos días por los jefes de estado y de Gobierno de la OTAN, que se han reunido en la capital lituana, engalanada con banderas ucranianas en cada esquina, enviando un mensaje claro a Rusia. Para muchos en Europa occidental es difícil entender las posturas tan duras que adoptan polacos y bálticos hacia Moscú. Pero mirar esta torre de Gediminas ayuda a entender la complejidad de Lituania y los grises de su relación con el gran enemigo ruso.

Cuando el país consigue la independencia en 1918 se ve arrastrado a toda una serie de conflictos que hicieron que Vilna cambiara de manos de forma continua entre lituanos, polacos y soviéticos. En 1920, el general polaco Lucjan Zeligowski ocupó definitivamente la ciudad y dio así comienzo a la obsesión lituana con Vilna. Durante aquellos años la llamada “cuestión de Vilna” articuló todo el pensamiento nacional, coordinado con la reaparición de la figura del Gran Duque Vytautas como una especie de “padre de la nación” y la glorificación del pasado medieval de Lituania.

Foto: Un soldado ruso alza la bandera de la URSS en el Reichstag de Berlín. (EFE/Evgenij Chaldej)

La torre de Gediminas era el símbolo de esa obsesión, un elemento central. No había ningún otro rastro visible en Vilna de ese pasado con el que se intentaba justificar la existencia de una nación todavía frágil. Aparecía en postales, en poemas que se aprendían en las escuelas, en canciones que los niños de entreguerras memorizaban: "A Vilna, a Vilna, a nuestra amada tierra, allí en el montículo de Gediminas, para estar entre nuestros hermanos". El poeta lituano Motiejus Gustaitis la calificó de la “Jerusalén de nuestras almas”.

Lamentablemente hay pocas señales en Vilna del papel fundamental que antes de la ocupación soviética jugaron los judíos lituanos en la construcción de una identidad nacional o incluso en la “cuestión de Vilna”. La identificación de “Jerusalén de nuestras almas” acuñada por Gustaitis quizás sea la más famosa, pero Vilna era un centro neurálgico del mundo judío y de hecho era conocida popularmente en hebreo como ‘Yerushalayim de Lita’, la Jerusalén de Lituania. Cuando los polacos ocupan Vilna el grupo de milicianos que sale de Kaunas hacia la capital emocional de Lituania incluía a más judíos que lituanos. Su papel ha caído sin embargo prácticamente en el olvido.

La Lituania de hoy tiene clara cuál es su enemiga, como ha demostrado durante la cumbre de la OTAN. Pero en aquellos años de entreguerras el gran rival era Polonia. Como cuenta Violeta Davoliūtė en su imponente “The Making and Breaking of Soviet Lithuania” (Routledge, 2013) los pasaportes lituanos se emitían con un claro mensaje: “Válido para entrada en todos los países salvo en Polonia”. Las experiencias que ambos países vivirían a partir de la Segunda Guerra Mundial bajo el yugo soviético les uniría respecto a un enemigo común, Moscú, que estructura toda su política exterior y sus intereses de seguridad nacional. Pero por entonces todo lo que importaba era que los polacos habían robado su amada capital a Lituania, que se tenía que conformar ahora con que su capital a efectos prácticos fuera Kaunas.

placeholder Torre de Gediminas, en Vilna. (iStock)
Torre de Gediminas, en Vilna. (iStock)

El shock inicial

La realidad es que muy pocos lituanos vivían en Vilna, y desde luego muy pocos lituanos habían estado alguna vez en ella. Lituania era un país eminentemente rural, en el que las ciudades estaban habitadas fundamentalmente por polacos y judíos. Solamente a partir del renacimiento nacional de la década de 1860 la intelligentsia empezó a hacer hincapié en la necesidad de que los lituanos salieran de los campos y acudieran a las ciudades, sin demasiado éxito. La incipiente élite intelectual de una nación todavía bajo el imperio ruso sabía que no podía construirse un país desde el campo.

Pero en el periodo de entreguerras Vilna era tan idolatrada como desconocida. En 1939 el pacto Molotov-Ribbentrop hizo que los soviéticos y nazis se repartieran Polonia, y el 10 de octubre Moscú transfirió la ciudad a Lituania. La Unión Soviética le regaló a Lituania la “Jerusalén de sus almas”. Cuando empezaron a llegar los primeros representantes del Gobierno lituano se encontraron con una ciudad de provincias polaca. “Los funcionarios lituanos descubrieron asombrados que nadie hablaba lituano y tenían que hablar con la población en francés y alemán”, escribe Davoliūtė. En un censo de 1931 se mostraba que el 66% de los habitantes de Vilna eran polacos, el 28% judíos, el 4% rusos y menos de un 1% eran lituanos.

Foto: Mijaíl Gorbachov, junto a Margaret Thatcher. (Getty)

El sueño duró poco. En junio de 1940 el país fue anexionado por la URSS y sufrió después la ocupación nazi para acabar volviendo a manos de Moscú. La Segunda Guerra Mundial, el exterminio de los judíos, que habían sido tan importantes en el tejido social, y la ocupación soviética, con la represión y las brutales deportaciones que le acompañaron, hicieron lo que el nacionalismo lituano no había conseguido desde su independencia en 1918: lituanizar Vilna y, en general, las ciudades. La población urbana cayó un 50%, y una de las primeras medidas de los soviéticos tras la guerra fue proceder con el traslado forzoso de ciudadanos polacos hacia Polonia. Ese vacío fue el que ocuparon los lituanos en las ciudades. También en Vilna.

Pero no fue fácil que lo hicieran. No muchos lituanos querían dejar el campo y viajar a la ciudad. Primero, porque la guerra había dejado la capital devastada; segundo, porque no era propiamente dicho una ciudad lituana; y tercero porque la resistencia, la insurgencia de los bosques contra la ocupación soviética, tomaba represalias contra los que decidían trasladarse a las urbes, controladas por completo por la URSS. Además, el argumento fundamental en contra de trasladarse a la capital es que muchísimos lituanos nunca habían salido de su pueblo, del campo que rodeaba sus casas. En los años cincuenta uno de los principales activistas de la cuestión de Vilna escribía en sus memorias que “en el otoño de 1939 la mayoría de los lituanos miraban a las nuevas puertas abiertas de Vilna como si fueran las puertas del infierno”. Y así las seguían mirando al terminar la guerra.

placeholder Vilna, capital de Lituania. (Reuters)
Vilna, capital de Lituania. (Reuters)

Una obra soviética

La colectivización hizo el campo, el hábitat natural de la inmensa mayoría de los lituanos, un lugar imposible. Fueron el hambre, el terror y las deportaciones lo que hicieron posible la urbanización de Lituania. No había otra vía de escape que las ciudades. En 1945 solamente el 15% de la población vivía en ciudades. En 1970 era el 50%. Como cuenta Davoliūtė en su libro, el hecho de que tantos lituanos se vieran forzados a vivir en las ciudades marcó una enorme diferencia entre Lituania y los otros países bálticos: las urbes no se rusificaron tanto. “Paradójicamente, el relativo bajo nivel de urbanización de Lituania antes de la Segunda Guerra Mundial significó que la necesidad de mano de obra se podía cubrir con el superávit de lituanos étnicos que vivían alrededor de las ciudades, reduciendo la necesidad de trabajadores extranjeros” traídos desde Rusia, señala Davoliūtė.

Eso ayuda a explicar que los soviéticos no intentaran ahogar el nacionalismo lituano, sino que tuvieran en cierto modo que apoyarse en él para construir una legitimidad. En 1945 ya se identificó la reconstrucción de la torre de Gediminas, el gran símbolo de la “cuestión de Vilna”, como una prioridad. Pero la muerte de Stalin fue el verdadero punto de inflexión, tras la cual se permitió la republicación de textos del movimiento nacional del siglo XIX que hasta ese momento estaban prohibidos. La propaganda soviética vinculaba el pasado medieval glorificado durante la entreguerra con el futuro socialista.

Foto: La Puerta de Alcalá durante un homenaje a la Unión Soviética. (Archivo)

En esa necesidad de construir una legitimidad, la URSS necesitaba no solamente la historia, no solamente la propaganda, también la cultura. Pero la alta ruralización de la población antes de la Segunda Guerra Mundial, el conflicto y las deportaciones masivas de la URSS tras la guerra dejaban pocos autores que utilizar para justificar el régimen. Así fue como toda una generación de lituanos nacidos en la década de 1930 y que se habían trasladado a las ciudades, especialmente a Vilna, pasaron a dominar la literatura nacional. Usando la maquinaria cultural soviética, Lituania tuvo a su primera generación de autores brillantes, que vivieron un ambiente de optimismo especialmente conectado con la ciudad de Vilna.

Tras morir Stalin otros autores importantes volvieron del exilio en Siberia. “A cambio de demostraciones de lealtad y la membresía del partido comunista, se daba libertad a los intelectuales para preservar y avanzar la cultura lituana”, escribe Davoliūtė. En los años sesenta la sensación era de que los Bálticos eran una región de relativa libertad y juventud, al menos para los que decidían no oponerse al régimen. El escritor ruso Andréi Voznesenski le regaló al autor lituano Algimantas Baltakis un libro con una dedicatoria en este sentido: “A Algimantas, el primer cubano que he conocido jamás”. En una entrevista con Davoliūtė Baltakis le expresó su sensación en ese momento: “Sentíamos que estábamos en el centro de Europa”.

A todo esto también contribuyó que los comunistas lituanos, liderados por Antanas Sniečkus hasta 1972, fueron capaces de “lituanizar” los rangos del Partido Comunista de Lituania buscando distintas técnicas, como por ejemplo la obligación de hablar lituano. Para 1959, año del Discurso Secreto de Nikita Jrushchov, la inmensa mayoría del Gobierno en Lituania estaba controlado por menores de 40 años nacidos en el país. Eso no significa que Sniečkus fuera un líder más benévolo que los que podían encontrarse en Moscú: por ejemplo estaba abiertamente en contra de la liberación de deportados a los gulags y su administración hizo todo posible para que los retornados de Siberia tuvieran las máximas dificultades posibles para reintegrarse en la sociedad lituana.

placeholder Avenida de Gediminas, en Vilna. (Reuters)
Avenida de Gediminas, en Vilna. (Reuters)

Pero el sueño de Vilna, de la ciudad y de contar por fin con una élite intelectual, construido en parte por la ocupación soviética, se volvió en su contra. Detrás de esa construcción estaba el trauma colectivo de la colectivización, de los desplazamientos y de las deportaciones. Los ciudadanos soviéticos, no solamente los lituanos, fueron literalmente arrancados del campo y reubicados en las ciudades. Y a partir de los años sesenta y setenta ocurrió lo que Davoliūtė denomina “el giro rústico” que acabaría por convertirse en el “la revolución rústica”: muchos autores que habían florecido bajo el paraguas soviético comenzaron a escribir sobre la nostalgia del hábitat perdido, sobre el trauma de la pérdida de una identidad estrechamente vinculada al campo. La vuelta de la literatura al pueblo y a la naturaleza fue un “retorno de la memoria” que fue clave en el movimiento de Sąjūdis que marcó el final de la era soviética en Lituania.

La ocupación soviética hizo la Lituania de hoy, tanto con sus crímenes como permitiendo los elementos que facilitaron un renacimiento nacional lituano. La obra de Davoliūtė es un intento de luchar contra una tendencia cada vez más extendida en Lituania: la de considerar los 50 años soviéticos como un abismo, como un tiempo en el que Lituania sencillamente durmió y de la que despertó, intacta, pura y original en 1990, cuando fue la primera república soviética en declarar su independencia.

A primera hora de la mañana la silueta de la torre de Gediminas, que se alza sobre una colina justo detrás de la catedral, domina por completo Vilna, la capital de Lituania. La torre de color cobrizo asoma al doblar una esquina cada pocas calles, las mismas que reivindican el pedigrí de Europa Central de la ciudad. Esta edificación, originalmente parte de un castillo levantado en el siglo XIV, es una auténtica Meca hacia la que miró el nacionalismo lituano de finales de XIX, y se convirtió definitivamente en una obsesión durante el período de independencia de Lituania en las entreguerras.

Lituania Unión Soviética (URSS) Unión Europea
El redactor recomienda