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El gran engaño: una nueva visión cambia todo lo que creías saber de la Segunda Guerra Mundial
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El gran engaño: una nueva visión cambia todo lo que creías saber de la Segunda Guerra Mundial

El historiador estadounidense Sean McMeekin publica 'La guerra de Stalin' (Ciudadela), un libro que altera de manera radical la interpretación tradicional de la contienda

Foto: Un soldado ruso alza la bandera de la URSS en el Reichstag de Berlín. (EFE/Evgenij Chaldej)
Un soldado ruso alza la bandera de la URSS en el Reichstag de Berlín. (EFE/Evgenij Chaldej)

Iósif Vissariónovich Dzhugashvili lució una vez más aquella noche del 5 de mayo de 1941 su excepcional capacidad oratoria ante los dos mil graduados de la academia militar que escuchaban atentos en el salón Andreevski en el Krémlin de Moscú. El secretario general Stalin, como se le conocía desde su aguerrida militancia juvenil bolchevique, peroró sin mirar un papel durante 45 minutos irradiando una fuerza y confianza avasalladoras, cantó a la superioridad imbatible de un Ejército Rojo aumentado y dotado con las más modernas e innovadoras armas y propuso un brindis a la salud de las tropas soviéticas antes de dejar paso al teniente general M.S. Jozin. Pero nada más coger el testigo, el director de la academia cometió un error catastrófico. Comenzaba el pobre hombre a elogiar la "política de pacificación" cuando Stalin le interrumpió abruptamente: aquella era una política anticuada propia de "burgueses o estúpidos" con la que no ganarían "ni un palmo más de territorio". Era urgente pasar a la ofensiva, no habría paz para los nazis... ni para los capitalistas. "Habrá guerra", concluyó.

En Occidente, el conflicto global que va de 1939 a 1945 ha quedado fijado en la memoria colectiva como la guerra de Adolf Hitler. El cabo austriaco y frustrado pintor de cuadros se alza como el gran villano de la conflagración, el que la inició con la invasión alemana de Polonia el 1 de septiembre de 1939, el que movilizó los ejércitos de medio mundo para vencerle y los nazis son los enemigos siempre presentes en la cultura popular, de Casablanca a Malditos bastardos, sin olvidar Indiana Jones. Pero esta visión cojea si observamos los acontecimientos con atención, algo nos falta. En el este de Europa, en la inmensidad de Asia, la huella del Führer es casi residual si la comparamos con la del georgiano bajito y extraordinariamente tenaz que debe ser ya reconocido como el verdadero protagonista de la lucha, el que engañó a todos, el vencedor indubitable, el camarada Stalin. Hay otra visión que cambia todo lo que creíamos saber de aquellos años, según defiende el historiador estadounidense Sean McMeekin en un libro tan espectacular como rompedor: La guerra de Stalin. Una nueva historia de la Segunda Guerra Mundial (Ciudadela, 2022).

placeholder 'La guerra de Stalin', de Sean McMeekin. (Ciudadela)
'La guerra de Stalin', de Sean McMeekin. (Ciudadela)

"La guerra europea que estalló en septiembre de 1939", asegura McMeekin, "congregando a Inglaterra, a Francia y a Polonia contra Alemania, mientras la URSS proclamaba su neutralidad, no convocó a los combatientes que había planeado y deseado Hitler, quien creyó sinceramente que Francia e Inglaterra retrocederían, tal y como habían hecho cuando los desafió en Checoslovaquia. Esta guerra tampoco aportó nada a los verdaderos intereses de Francia e Inglaterra, algo que quedó claro en su postura dilatoria antes de entrar en combate, y que dejó a Polonia sola en el campo de batalla en 1939; lo mismo ocurrió en el recuento final, seis años después, que se saldó con la ruina para ambos imperios, y con Polonia bajo la dominación soviética. Pero esa fue, precisamente, la guerra que quiso Stalin".

La guerra que quiso Stalin

Sean McMeekin ya dio un golpe sobre la mesa con su anterior e innovadora historia de la Revolución Rusa, ahora prosigue en su búsqueda de informaciones hasta ahora desconocidas en archivos apenas hollados por los historiadores occidentales como los rusos recientemente disponibles sobre la guerra en Europa y Asia o los polacos y balcánicos, amén de formular nuevas preguntas —y obtener nuevas respuestas— a las fuentes occidentales más utilizadas, y de toda esta acumulación ingente de material emerge una interpretación innovadora, sorprendente y bien poco edificante de la II Guerra Mundial con algunos rasgos especialmente destacables que hasta ahora habían quedado opacados y que resumimos a continuación.

Los soviéticos fueron los primeros en prepararse para la guerra desde los años treinta

La obsesión germanocéntrica habría constituido el gran engaño. Los soviéticos fueron los primeros en prepararse para la guerra desde principios de los años treinta, con su argucia por la seguridad colectiva que les permitió lavar su imagen diplomática tras la revolución y conseguir grandes préstamos de EEUU para acelerar la industrialización del país enfocada principalmente a la producción armamentística. Tras horrorizar al mundo con el inesperado Pacto Ribbentrop-Mólotov entre el paraíso comunista y el Tercer Reich, Rusia manipuló a Francia e Inglaterra tras la invasión germana de Polonia para quedarse después con medio país en conchaveo con Alemania y se lanzó a una orgía criminal que le llevó a invadir siete países en el Este entre 1939 y 1941 mientras el mundo solo tenía ojos para las conquistas hitlerianas en el Oeste. Lo hizo por cierto de manera alocada y negligente, hasta el punto que la pequeña y valiente Finlandia fue capaz de resistir tres interminables meses el embate del gigante en la célebre guerra de Invierno.

Foto: Finlandeses en 1940 durante la Guerra de Invierno contra la URSS. (Cedida)

Cuando finalmente Hitler se lanzó a la conquista de la URSS en la Operación Barbarroja en junio de 1942, Stalin quedó bastante menos sorprendido de lo que nos han contado y, aunque durante los primeros seis meses el ejército Rojo fue barrido por la Wehrmacht, Stalin recuperó la iniciativa estratégica contra Berlín y Tokio en 1943 gracias a una inteligente y sibilina sucesión de golpes diplomáticos y al papel jugado por los espías soviéticos a la hora de empujar a EEUU a la guerra contra Japón a la vez que convencía al presidente Roosevelt de combatir primero a Alemania, algo que convenía mucho menos a los estadounidenses que a los rusos. Por último, ha sido obviado también el inesperado y fundamental papel jugado de la ayuda en forma de préstamo-arriendo que los Aliados proporcionaron a la URSS mediante el suministro de armamento, combustible y transporte con el que lograron sus victorias definitivas en Europa y Asia y, al acabar la guerra, alzarse como el gran imperio vencedor dispuesto a esclavizar a cientos de millones de personas.

El precio de la victoria

Recordamos el 9 de mayo de 1945 selectivamente como el Día de la Victoria en el que los soldados americanos repartían cigarrillos y chicles en París mientras le robaban besos a las chicas más guapas, pero en Europa del Este y el norte de Asia el terror acababa de empezar. Una sucesión de guerras civiles y matanzas que acabó proporcionando al imperio esclavista de Stalin una oleada colosal de expansión comunista en el este de Europa y en el norte de Asia, en Manchuria, y de millones de prisioneros-trabajadores ante la inacción pusilánime y vergonzante de Occidente. Serían Roosevelt y Churchill quienes tomaron las decisiones críticas que transformaron el conflicto en la guerra de Stalin, comenzando por su compromiso inquebrantable con el abastecimiento material y bélico de la URSS después de Barbarroja.

placeholder Stalin, Roosvelt y Churchill en la conferencia de Yalta en febrero de 1945. (Cedida)
Stalin, Roosvelt y Churchill en la conferencia de Yalta en febrero de 1945. (Cedida)

"El precio último de la victoria", concluye McMeekin, "lo pagaron las decenas de millones de súbditos involuntarios de Stalin y de sus regímenes satélite en Europa y Asia, incluyendo la China de Mao, los millones de disidentes soviéticos convertidos en prisioneros de guerra y los prisioneros de guerra de verdad, que atestaron los campos del Gulag, desde las minas de oro del Ártico y las de platino de Vorkutá hasta las de uranio a cielo abierto de Stávropol y Siberia. La guerra de Stalin no terminó en 1945. Quedaban décadas de opresión y nuevas formas de terror".

Iósif Vissariónovich Dzhugashvili lució una vez más aquella noche del 5 de mayo de 1941 su excepcional capacidad oratoria ante los dos mil graduados de la academia militar que escuchaban atentos en el salón Andreevski en el Krémlin de Moscú. El secretario general Stalin, como se le conocía desde su aguerrida militancia juvenil bolchevique, peroró sin mirar un papel durante 45 minutos irradiando una fuerza y confianza avasalladoras, cantó a la superioridad imbatible de un Ejército Rojo aumentado y dotado con las más modernas e innovadoras armas y propuso un brindis a la salud de las tropas soviéticas antes de dejar paso al teniente general M.S. Jozin. Pero nada más coger el testigo, el director de la academia cometió un error catastrófico. Comenzaba el pobre hombre a elogiar la "política de pacificación" cuando Stalin le interrumpió abruptamente: aquella era una política anticuada propia de "burgueses o estúpidos" con la que no ganarían "ni un palmo más de territorio". Era urgente pasar a la ofensiva, no habría paz para los nazis... ni para los capitalistas. "Habrá guerra", concluyó.

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