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Arde París (otra vez): ¿podría pasar en España?
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Violencia en la 'banlieue'

Arde París (otra vez): ¿podría pasar en España?

Tras una semana de disturbios en Francia por la muerte de Nahel, el joven argelino de 17 años, se han lanzado muchos comentarios sobre posibles réplicas en otros puntos de Europa

Foto: Agentes montan guardia durante los disturbios tras la muerte de Nahel. (Reuters/Nacho Doce)
Agentes montan guardia durante los disturbios tras la muerte de Nahel. (Reuters/Nacho Doce)

Esta es la historia de un hombre que se cae de un edificio de 50 pisos. Mientras va cayendo, viendo pasar hacia arriba los balcones en la fachada, cuatro, diez, 20, intenta tranquilizarse, repitiéndose: Hasta ahora, todo va bien. Hasta ahora, todo va bien...

Pero lo importante no es la caída. Es el aterrizaje.

Con esta frase en voz en off empieza el filme La haine (El odio), una de las interpretaciones artísticas más conocidas de lo que es la vida y la violencia en la banlieue, este inmenso cinturón de barriadas en la periferia de París y otras grandes ciudades de Francia, formadas por décadas de marginación de familias sobre todo inmigrantes, que estos días han vuelto a estar en primera plana de las noticias por la muerte de Nahel M, un adolescente al que la policía mató de un disparo en un control de carretera el martes de la semana pasada.

Foto: Protestas en Francia. (Reuters/Juan Medina)

No es algo nuevo: ya vimos estas imágenes hace 12 años, en 2011, cuando la violencia se apoderó de estas mismas barriadas, en París y en toda Francia, tras la muerte de dos adolescentes que se electrocutaron accidentalmente al intentar esconderse de la policía. Y ni entonces era nuevo: La haine se filmó en 1995, pero se inspiró en unas revueltas ocurridas en 1993, después de que la policía matara de un disparo a un joven africano detenido en la comisaría.

Han pasado treinta años desde entonces y estamos en las mismas. O en peores, porque según la prensa francesa, en estos cinco días transcurridos desde la muerte de Nahel ha habido más destrozos, más coches quemados, más autobuses incendiados que en las tres semanas de las revueltas de 2011. Y si algo se puede predecir es que la próxima vez que ocurra va a ser peor.

Si las barbas de tu vecino ves pelar, pon las tuyas a remojar, dicen. Cabe preguntarse si la próxima vez puede ocurrir en España. Si veremos incendiado Lavapiés, si arderán coches en el Raval. Y sobre todo cabe preguntarse cómo remojar la yesca antes de que prenda la chispa. En Francia está claro que no tienen la receta. Lo que propuso el entonces presidente Nicolas Sarkozy en 2011, limpiar la "chusma" de las calles a golpe de agua a presión, no es una vía factible. Y no parece que Macron, aunque menos dado a titulares de mano dura, tenga otra propuesta.

Foto: Personas corren seguidas por agentes de policía durante los disturbios tras la muerte de Nahel. (Reuters/Nacho Doce)

Antes de que alguien salga con la proclama: ¡Pues que se deporten todos a sus países! Aclaremos que el país de todos esos jóvenes revoltosos que incendian coches, rompen escaparates y destrozan servicios públicos es Francia. Ellos han nacido ahí, y la gran mayoría de sus padres también. No conocen otro país que Francia, ni otro idioma que el francés; son ciudadanos de toda la vida. Sobre el papel. Eso sí, se siguen llamando Mohamed, Said, Bouna. Y para muchos, demasiados, no son franceses de verdad. Son los otros, la chusma.

El origen del problema es el racismo de la sociedad francesa contra los inmigrantes de sus antiguas colonias, que a partir de los años cincuenta vinieron en gran número, no en patera sino en vapor, con los papeles en regla e invitados por las autoridades, para ayudar a reconstruir un país falto de mano de obra tras la II Guerra Mundial. Lo mismo pasó en toda Europa; en Alemania eran sobre todo ciudadanos turcos invitados como gastarbeiter, obreros huésped, bajo la errónea premisa que luego se irían de nuevo a su país. En Francia era bastante más obvio que iban a quedarse: su tierra, Argelia, había sido oficialmente territorio francés; hablaban francés desde el colegio, para los intelectuales magrebíes, París era la Cité des Lumières, la ciudad, luz y faro de una cultura que consideraban universal y a la que aspiraban asemejarse. Que Francia perdiera la oportunidad en los años sesenta de forjar una sociedad mestiza, francófona, hermanada en una conciencia mediterránea, y en lugar de eso trasladara a su propio territorio la segregación entre blancos e indígenas instaurada por la Administración colonial en Argelia ha sido una tragedia no solo para Francia sino para toda Europa y para todo el Magreb.

Otorgada la ciudadanía a los hijos de inmigrantes, la segregación ya no venía en la ley, pero ha seguido formando parte de los parámetros de la sociedad. Reforzada por un urbanismo que ha llevado a la concentración de estas familias inmigrantes, y de todos los que se fueron sumando en las décadas posteriores, en inmensas barriadas periféricas, las de la citada banlieue. Y periférica se ha quedado su pertenencia a la sociedad de su país.

La religión es solo uno de los muchos factores que componen el fenómeno social de la banlieue, y no es ni mucho menos el principal. Porque si bien a todos los hijos de familias magrebíes se les supone la condición de musulmán, esta sociedad periférica formada al margen de Francia integra también a subsaharianos de países mayoritariamente cristianos, así como caribeños. De entrada, no consta que esto marque una diferencia a la hora de la revuelta. Los adolescentes que incendian autobuses y tiran piedras y petardos contra la policía no son yihadistas, no defienden una causa religiosa. Pero la religión se les ha quedado pegada como una segunda piel, mejor dicho se la han ido pegando, desde las salas de rezos, los talleres locales dirigidos por imames y, sobre todo, desde las cadenas por satélite financiadas con petrodólares desde Arabia Saudí y Qatar. Hasta el punto de que ser musulmán —serlo, no practicar la fe, ni siquiera creérsela demasiado— se ha convertido en parte del pegamento que une a estos chicos de diversas procedencias. Hay jóvenes de Europa del Este que para integrarse en las pandillas de la banlieue se cambian el nombre por uno árabe para no desentonar, observa el activista y estudioso francés Alberto Arricruz, el mismo hijo de la inmigración, pero de una que ya no existe como fenómeno social: la republicana española.

Foto: Disturbios en Francia tras el tiroteo policial mortal contra un adolescente. (EFE/Mohammed Badra) Opinión

También, añade Arricruz, los barrios habitados mayoritariamente por familias de origen indochino y vietnamita, igual de marginados que los de los africanos y magrebíes, no se han dejado llevar por la oleada de destrucción estos días. Faltan estudios para convertir esta observación en un parámetro, pero a una conclusión provisional podemos llegar: no es una diferencia cultural la que separa los revoltosos de la banlieue del resto de Francia, sino una conciencia de no pertenecer al país e, incluso, de pertenecer a otra nación distinta. Los Indígenas de la República, se llamaba el movimiento, luego partido político, de la activista francesa Houria Bouteldja, que resumió así su condición: "Yo pertenezco a mi familia, a mi clan, a mi barrio, a mi raza, a Argelia, al islam". Y aunque esta frase resume un rito patriarcal argelino, la activista ha trasladado a los jóvenes franceses este sentido de la pertenencia a otra nación distinta, una religiosa y tribal y, sobre todo, machista. Bouteldja lo tiene claro: exige a sus "hermanos" no comportarse de manera respetuosa con las mujeres porque quienes lo hacen, asegura, "están abdicando de su virilidad para caer mejor a los blancos".

Ya en Argelia, el hecho de ser clasificado como indígena se basaba exclusivamente en el factor religioso —a los judíos argelinos, tan "árabes" o tan poco árabes como sus vecinos musulmanes, París les otorgó en bloque la nacionalidad en 1870—, y ahora esta condición heredada es una marca de diferencia que coloca en el bloque de "los otros" también a aquellos hijos e hijas de magrebíes que por el color de la piel podrían perfectamente pasar por europeos. Los movimientos islamistas modernos se han dedicado a exacerbar esa diferencia, insistiendo en que las chicas deben además marcar su condición heredada con el velo: deben exhibir públicamente su condición de no ser parte de la sociedad francesa laica, deben llevar en la cabeza la bandera de lo que los imames llaman nación musulmana. Y sobre todo, eso viene de antes, pero también ha sido llevado al extremo por ese islamismo de nuevo cuño, no deben nunca casarse con cristianos: lo prohíbe la religión. Por supuesto, también lo prohíbe la religión cristiana, pero sí en el caso de los y las francesas, el rechazo a un matrimonio mixto (en realidad francés-francés) se puede agotar en un cúmulo de malos rollos familiares, es difícil describir con qué rigor, con qué avalancha de insultos, amenazas y violencia física se está imponiendo esta norma de división sexual religiosa en gran parte de la sociedad europea que se categoriza como musulmana. También en España. Especialmente en España. Ellos, por supuesto, se pueden follar a todas las blancas que quieran (y que se dejen); ellas deben reservarse vírgenes para un marido musulmán.

Foto: Imágenes de la noche del 1 de julio en París. (EFE/Mohammed Badra)

Sin embargo, el incendio está aún lejos en España. En primer lugar, el fenómeno de una inmigración norteafricana masiva, casi exclusivamente marroquí, llegó en los noventa, una generación más tarde que en Francia. Nos queda este margen de tiempo, cabe concluir. En segundo lugar, no se han formado —o por el momento no se han formado— los guetos que componen la banlieue en Francia. Dos de los barrios inmigrantes más emblemáticos, Lavapiés en Madrid y el Raval en Barcelona, se hallan en pleno centro urbano, nunca pueden adquirir la condición de periferia, de distanciamiento del resto de la sociedad, que caracteriza la banlieue francesa. El único gueto magrebí que conozco en España es Salt, un distrito de Girona, y llamarlo periférico es casi de chiste: dista diez minutos andando del centro de la ciudad. Clichy-sous-Bois, donde prendieron las revueltas de 2005, está a 15 kilómetros del centro de París.

La distancia no lo es todo. Una sociedad aislada, encerrada en sí misma, miserable y violenta se puede desarrollar a pocos pasos de una población mayoritaria que simplemente le da la espalda. Pero es más improbable en el centro por el afán urbanístico de rentabilizar la zona mediante ofertas de ocio, hostelería y oferta cultural, como ha ocurrido en Lavapiés, todo un ejemplo de que una alta densidad de población inmigrante no tiene por qué ser un problema en absoluto, todo lo contrario (la mala fama que el barrio tuvo en los noventa era falsa; la única delincuencia que abundaba era la venta de hachís al por menor).

La distancia y el aislamiento en términos de transporte público y servicios sociales son el caldo de cultivo en Francia, pero el fenómeno que se alimenta de este caldo es la delincuencia, a menudo entendido como modo de vida, incluso ideología de "resistencia al Estado", en el que la policía nunca puede tener otra función que la de oprimir. Las llamaradas que hemos visto estos días son solo una deflagración más de un incendio de baja intensidad que lleva mucho tiempo chamuscando en algunas zonas, convertidas en territorio de bandas y de pequeñas mafias locales que no solo se aprovechan de la ausencia de la policía, sino que activamente fomentan el enfrentamiento con los agentes como diversión juvenil, quizás para mantener la policía siempre alejada.

Foto: La policía francesa, durante los disturbios en Francia por la muerte de Nahel (REUTERS/Gonzalo Fuentes)

Estos días, subraya Arricruz, se han quemado, aparte de numerosos coches particulares, sobre todo autobuses, centros sociales, bibliotecas. Es decir: los incendiarios han reducido aún más los ya escasos servicios públicos de sus barrios, han ahondado en el aislamiento y la incomunicación, han reforzado su marginación. ¿Una simple expresión de rabia, como la de un adolescente que se hace un corte en el propio brazo como forma de protesta? ¿O un paso hacia un modelo territorial en el que ellos, los incendiarios, adquieren una posición social y, finalmente, política, que les otorga poder sobre los habitantes de estas barriadas, todas estas familias a las que nadie pregunta nunca si realmente les conviene que sus propios hijos les quemen los coches?

Esta incomunicación y ausencia policial también les otorga a las bandas de chicos poder, no hay que olvidarlo, sobre las mujeres del barrio. Tampoco a ellas nadie las pregunta nunca cómo es vivir bajo la cotidiana amenaza de sus hermanos. No, lo que hace la intelectualidad de izquierdas de Francia, incluida la premio Nobel Annie Ernaux, es firmar manifiestos de apoyo a Houria Bouteldja y su campaña a favor del machismo sin tapujos y el marcaje de las mujeres indígenas como propiedad privada de sus hombres, rehenes en una guerra sin cuartel con los blancos.

Foto: Un bombero junto a un vehículo incendiado durante las protestas en Francia. (Reuters/Stephanie Lecocq)

España tiene sus propias Bouteldja académicas, y sus propias Ernaux firmantes: todas las que discurren sobre el "empoderamiento" que el velo islamista otorga a la mujer, las que tildan la lucha por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres de "feminismo hegemónico blanco", las que afirman que trabajar por la integración de los inmigrantes es "neocolonialismo" y reivindican en su lugar, la "diversidad", previa "deconstrucción" de la sociedad blanca y enaltecimiento de los "racializados". Un rosario de conceptos con las que abrillantar tesis académicas, pero que sabotean lo único que puede salvar a la sociedad europea de una deconstrucción a golpe de incendios y sirenas policiales: un compromiso absoluto, incondicional, con la igualdad de todos los ciudadanos y, sobre todo las ciudadanas, un frente común y firme ante todo intento de segregación, ya sea la división entre "blancos" y "racializados" que proponen Bouteldja y sus acólitos, ya sea la separación entre mujeres y hombres que practican en la calle, en las calles en las que ya ostentan el poder.

En España, hasta ahora, todo va bien. Apenas hemos caído por los primeros dos o tres balcones de nuestro edificio de cincuenta pisos. Hasta ahora todo va bien. Pero hay que aprender a volar, si queremos evitar el aterrizaje.

Esta es la historia de un hombre que se cae de un edificio de 50 pisos. Mientras va cayendo, viendo pasar hacia arriba los balcones en la fachada, cuatro, diez, 20, intenta tranquilizarse, repitiéndose: Hasta ahora, todo va bien. Hasta ahora, todo va bien...

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