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Detrás del velo ruso: cómo el propio Kremlin sembró la oportunidad de la asonada Wagner
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Putin muestra debilidad

Detrás del velo ruso: cómo el propio Kremlin sembró la oportunidad de la asonada Wagner

Los inesperados acontecimientos de las últimas horas se han zanjado con un acuerdo mediado por el dictador bielorruso, Aleksandr Lukashenko

Foto: Los combatientes de Wagner salen de Rostov. (Reuters/Stringer)
Los combatientes de Wagner salen de Rostov. (Reuters/Stringer)
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El motín del grupo de mercenarios rusos Wagner PMC, liderado por Yevgueni Prigozhin, parece haberse esfumado tan deprisa como había empezado. Un aparente final que deja en el aire numerosas incógnitas y que ha supuesto un golpe a la línea de flotación del poder de Vladímir Putin: un líder que, como todos los autócratas, basa su legitimidad no en el voto popular, sino en su capacidad de proyectar fuerza y de erigirse como garante supremo de la estabilidad en Rusia. Dos presupuestos gravemente magullados a la vista de las columnas rebeldes que tomaron Rostov y Voronezh y que amagaron con marchar sobre Moscú. El propio Putin fue forzado a dirigirse a la nación y a referenciar una de las fechas fatídicas de la historia de Rusia, 1917. El presidente dijo que evitaría lo que pasó entonces: la disolución del Estado.

Los inesperados y vertiginosos acontecimientos de las últimas horas, zanjados con un acuerdo mediado por el dictador bielorruso, Aleksandr Lukashenko, por el que Prigozhin se vuelve a sus bases a cambio del cese del liderazgo —por confirmar— en el Ministerio de Defensa, han recordado dos cosas: que Rusia tiene una historia de episodios similares y que las autocracias tienden a ser, por la forma en que operan, una caja de sorpresas muchas veces traumáticas.

Foto: Mercenarios del grupo Wagner. (EFE/Stringer)

El consenso general entre los expertos sigue siendo que nadie conocía el alcance real de la rebelión, ni si era desesperada o planificada, ni el grado de apoyo a Wagner entre los oficiales y soldados rusos. Y es lógico. En las autocracias la información no fluye de manera libre y transparente, de manera que resulta difícil conocer el clima real de la opinión pública y cuáles son los verdaderos equilibrios de poder. El margen para sorpresas como esta, por tanto, es mayor. El viernes por la tarde era difícil imaginar a Moscú blindándose para librar una guerra civil en sus calles. El sábado por la mañana, este parecía un escenario lógico y previsible.

Otra consecuencia de este clima es que la información que sí le llega a la gente en Rusia, incluida su élite, es de mala calidad. Esto explica parcialmente por qué pensaban los líderes rusos que invadir Ucrania con fuerzas tan relativamente escasas sería un paseo militar, o por qué los mercenarios sublevados, muchos de ellos criminales convictos liberados a cambio de servir en la guerra, fueron recibidos con agua y comida por muchos habitantes de Rostov. ¿En qué estaban pensando?

Las autocracias, además, adolecen de la llamada "selección inversa". Se supone que para gestionar un gobierno hacen falta personas inteligentes y competentes. En una autocracia no. Dado que en una autocracia el líder gobierna con la espada, teme que algún día sea él a quien pasen por la espalda, por eso tiende a rodearse de personas débiles y manipulables que no le hagan sombra. Lo cual explicaría en parte por qué se toman malas decisiones y por qué el líder, a veces, parece tan apartado de la realidad: porque los acólitos que ha contratado solo le dicen lo que quiere oír.

Foto: El presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, junto con el presidente ruso, Vladimir Putin. (Reuters)

Este no es el primer motín o golpe de la historia de Rusia. Pedro I se enfrentó a la revuelta de Streltsy (1698) y Nicolás I a la de los decembristas (1825). Las dos fueron sofocadas. Nicolas II, en cambio, no tuvo tanta suerte. La revolución de febrero de 1917 y el golpe bolchevique del octubre siguiente acabaron con más de 300 siglos de reinado de los Romanov. Vladímir Putin se ha referido muchas veces a esa fecha como el mayor pecado que puede cometer un líder ruso, perder el poder y el país.

Pero quizás sea más útil centrarnos en el último siglo. La académica especialista en historia del KGB Amy Knight describía los respectivos golpes contra los jefes soviéticos Lavrenti Beria (1953) y Nikita Jrushchov (1964) en un artículo del año pasado, y elucubraba, con nombres y apellidos, sobre cómo podría darse una operación similar contra Putin. Según Knight, la clave de un golpe exitoso siempre ha sido el apoyo de los siloviki (fuerzas armadas y servicios de seguridad). En el caso de la Rusia actual, las fuerzas armadas, el FSB y la Guardia Nacional (Rosgvardiya).

Dada la importancia de estos departamentos para la estabilidad del Gobierno ruso, los tres están dirigidos por personas muy cercanas a Putin. El ministro de Defensa es Serguéi Shoigu, lleva más de 10 años en el cargo y se va de vacaciones con el presidente; el jefe del FSB, Aleksandr Bortnikov, es miembro del clan de Putin de los años de San Petersburgo, y el jefe de la Rosgvardiya, Viktor Zolotov, empezó siendo guardaespaldas del actual presidente en los años noventa y se lo considera uno de sus lugartenientes más leales.

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin, en un momento del discurso. (Kremlin)

Incluso los golpes fracasados son importantes. Cuando buena parte de las fuerzas armadas y de los servicios de seguridad soviéticos, representantes de la ortodoxia comunista, se sublevaron contra Mijaíl Gorbachov en 1991, su iniciativa fue sofocada. Pero se formó un vacío de poder. ¿Qué tipo de líder deja que sus subordinados lo aíslen en su dacha de Crimea y pongan a rodar los tanques por la capital? Cuando Gorbachov, liberado, retornó a Moscú, parecía un cadáver andante. Sabía que el volante del poder se le había deslizado de las manos. Solo duró unos meses más en el cargo. En diciembre de ese año anunció su renuncia, y, con ella, la disolución de la Unión Soviética.

La caída de la URSS continúa siendo uno de esos capítulos históricos que prácticamente nadie esperaba. En la década de los ochenta, los más eméritos observadores decían que el comunismo era el sistema político más sólido del mundo. ¿Cómo no iba a serlo? Su jerarquía y su grado de control político e ideológico eran extraordinarios. Luego llegó la perestroika y el sistema duró cinco años.

Ahora Vladímir Putin, el macho alfa de Rusia, el exagente del KGB que ha pasado los últimos veinte años cementando su poder y que en febrero del año pasado se lanzó a expandir las tierras de Rusia a costa de Ucrania, no está hoy en una situación demasiado distinta. Ese contrato social tácito con el pueblo decía lo siguiente: os doy prosperidad y estabilidad a cambio de que no os preocupéis por la política. Quizás Putin siga meses, o años, en el poder. Pero, hoy, ese acuerdo parece hecho pedazos.

El motín del grupo de mercenarios rusos Wagner PMC, liderado por Yevgueni Prigozhin, parece haberse esfumado tan deprisa como había empezado. Un aparente final que deja en el aire numerosas incógnitas y que ha supuesto un golpe a la línea de flotación del poder de Vladímir Putin: un líder que, como todos los autócratas, basa su legitimidad no en el voto popular, sino en su capacidad de proyectar fuerza y de erigirse como garante supremo de la estabilidad en Rusia. Dos presupuestos gravemente magullados a la vista de las columnas rebeldes que tomaron Rostov y Voronezh y que amagaron con marchar sobre Moscú. El propio Putin fue forzado a dirigirse a la nación y a referenciar una de las fechas fatídicas de la historia de Rusia, 1917. El presidente dijo que evitaría lo que pasó entonces: la disolución del Estado.

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