Es noticia
Un papado sin fuerzas para emprender la reforma que abandera su sucesor Francisco
  1. Mundo
El guardián vencido por los lobos

Un papado sin fuerzas para emprender la reforma que abandera su sucesor Francisco

Brillante teólogo que ayudó en los trabajos del Concilio Vaticano II, se convirtió en el soporte doctrinal del pontificado de Juan Pablo II

Foto: El papa Benedicto XVI en 2012. (EFE EPA/Maruizio Brambatti)
El papa Benedicto XVI en 2012. (EFE EPA/Maruizio Brambatti)

Brillante teólogo que ayudó en los trabajos del Concilio Vaticano II, se convirtió en el soporte doctrinal del pontificado de Juan Pablo II. Azote de teólogos de la liberación y moralistas, finalmente descubrió que el mayor mal para la Iglesia era el de quienes, en su nombre, cometían todo tipo de abusos. Intentó combatirlos, pero, abrumado, renunció para propiciar una reforma para la que le faltaban las fuerzas.

Un espíritu sensible, tímido, agudamente inteligente, a quien quisieron denigrar como un miembro devoto de las juventudes hitlerianas. Pudo quedarse, efectivamente, en el rottweiler de Dios, como lo calificó la prensa de su país cuando fue elegido papa en 2005, pero lo mejor de la aportación del alemán Joseph Ratzinger a la historia de la Iglesia católica estaba aún por venir.

Foto: Benedicto XVI en su inauguración, el 9 de abril de 2005. (EFE/Georgi Licovski)

Sin Benedicto XVI no habría existido el papa Francisco, a quien —aunque el primer papa argentino de la historia no era su candidato para sucederle— puso en la senda de una impostergable etapa reformista que él no tuvo fuerzas para acometer, "rodeado de lobos" como se encontraba.

Su histórica renuncia al papado el 11 de febrero de 2013 —además de abrir una puerta que Jorge Mario Bergoglio ya ha dicho que piensa cruzar también él para hacerse a un lado sin tener que morir "abrazado a la cruz", como Juan Pablo II— le reconcilió con no pocos de sus críticos en la Iglesia, que vieron en aquel gesto trazas del joven teólogo reformista que brilló con luz propia durante las sesiones del Concilio Vaticano II, aquella también histórica asamblea mundial de obispos que pretendía acompasar la Iglesia a los signos de los tiempos.

Era la década de los sesenta, el hombre se lanzaba a buscar otros mundos y la Iglesia no quería perder la frescura del Evangélico en este. Ratzinger, como asistente del cardenal Frings, hacía aportaciones destinadas a quitar las adherencias de la tradición mundana al mensaje de aquel Jesús que en su tiempo había roto los esquemas sociales y religiosos.

placeholder Joseph Ratzinger de niño, de joven y como arzobispo de Múnich. (EFE/Phillip Guelland)
Joseph Ratzinger de niño, de joven y como arzobispo de Múnich. (EFE/Phillip Guelland)

Un teólogo 'progre' en el Concilio

Le ayudaban en aquella tarea de aggiornamento, con el mismo ímpetu y entusiasmo, otros jóvenes y talentosos teólogos como Karl Rahner o Hans Küng, al que, sin embargo, Ratzinger acabaría persiguiendo ya como el Gran Inquisidor en que se convertiría desde 1981 y hasta su elección como pontífice.

Esa evolución en el pensamiento de quien sería llamado el Panzerkardinal se produjo también en aquella década, a raíz de un mayo de finales de los sesenta, cuando la juventud de París, pero no solo, se lanzó a las calles a reclamar otro mundo distinto al de sus mayores. A Ratzinger, todo orden, método y armonía, aquello le pilló dando clases de teología en Tubinga y lo que detectó que el mayo francés hacía en el ambiente estudiantil alemán, en sus clases abarrotadas por más de 400 alumnos, le asustó.

Comenzaba el giro de un teólogo reformista hacia posiciones más conservadoras que le acabarían aupando a prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el organismo vaticano encargado de velar por el cumplimiento de la doctrina y el magisterio. Le nombró el entonces enérgico Juan Pablo II, el papa polaco que se empeñó en combatir el comunismo, cuyos efectos conocía de primera mano. Mientras este daba varias veces la vuelta al mundo en sus viajes apostólicos, que se traducían en auténticos baños de multitudes, convirtiéndolo en una personalidad ineludible con la que contar en el concierto internacional, Ratzinger mantenía la casa limpia de heterodoxia, siendo látigo de teólogos de la liberación en América Latina y de moralistas en Europa, entre ellos algún español al que causó profundos sufrimientos y que no encontró mayor consuelo, tras los interrogatorios pertinentes en el dicasterio vaticano, que miccionar su venganza en uno de los muros del edificio.

placeholder Joseph Ratzinger junto a su predecesor, Juan Pablo II. (EFE/Osservatore Romano/Handout)
Joseph Ratzinger junto a su predecesor, Juan Pablo II. (EFE/Osservatore Romano/Handout)

La armazón teológica de Wojtyla

Ratzinger ofrecía, así, la armazón teológica al pontificado de Karol Wojtyla, a la vez que ambos congelaban el sueño del Vaticano II, que veían más pegado a la tierra que al cielo. Mientras, comenzaban a aparecer denuncias de abusos sexuales por parte de clérigos, algunos de ellos muy destacados, como el caso de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, y protegido por Juan Pablo II. Parece increíble que, desde su atalaya, Ratzinger no fuese conocedor de al menos los más sonados. Consta que advirtió al papa polaco sobre el pederasta mexicano, pero solo pudo tomar medidas concretas contra él una vez que Ratzinger se convirtió en el 265.º papa de la Iglesia católica, en abril de 2005.

Tan solo unas semanas antes, durante el vía crucis de la Semana Santa en el Coliseo romano, lanzó aquella exclamación que le valdría la elección como Pontífice: "¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! La traición de los discípulos es el mayor dolor de Jesús!". Y ya sabía bien hasta dónde llegaba la podredumbre dentro de casa cuando, en la misa de su entronización como papa, pidió "rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos".

Y no fue por miedo, sino porque "mis fuerzas, dada mi avanzada edad, ya no se corresponden con las de un adecuado ejercicio del ministerio petrino", lo que le llevó a una renuncia llamada a dar paso a la reforma que él, con 85 años, y rodado de lobos en una Curia reticente a perder privilegios, ya no podía acometer.

El ¡basta ya! de un anciano decepcionado

Ya había saltado el escándalo de los abusos en los Estados Unidos destapados por el Boston Globe, Maciel había sido retirado de sus funciones y obligado a vivir en un monasterio, la católica Irlanda vivía conmocionada por los incontables casos de abusos, lo que motivó una dolorida carta a los fieles de aquel país, en la que se observa la profunda decepción del anciano papa, así como su falta de energía para meter el bisturí a fondo y extirpar de raíz aquel tumor maligno. Era marzo de 2010 y ya sabía que él no podría ir mucho más lejos. Incluso comenzaba a ser visto con cierta reticencia por los grupos católicos más fundamentalistas, aquellos mismos que le jaleaban siendo el prefecto de Doctrina de la Fe, y que no daban crédito a la justificación, vertida en el libro Luz del mundo, del uso del preservativo "en algunos casos".

Foto: Benedicto XVI, en una imagen de archivo. (Getty)

Hasta que dijo basta. Renunciaba para que otro pudiese continuar con la reforma de la Iglesia y la lucha contra la lacra de los abusos sexuales. Según su estilo, se necesitaría determinación, pero dentro de un orden. Por eso creía que su sucesor sería el cardenal de Milán, Angelo Scola, adscrito al movimiento conservador Comunión y Liberación. Pero "del fin del mundo", como dijo él mismo, salió Jorge Mario Bergoglio, a quien no le tembló la mano en la lucha contra los abusos, a pesar de las fuertes reticencias y tensiones que esto sigue generando en la Iglesia.

De hecho, a pesar de que Benedicto XVI había dicho que viviría "oculto al mundo" en el monasterio Mater Ecclesiae, cercano a la residencia del propio Francisco, en el Vaticano, algunos de los cardenales críticos con el papa argentino trataron de aprovecharse de la insólita circunstancia de convivencia entre dos papas para acercarse al emérito en busca de apoyo para sus causas, en este caso, relativas tanto a la reforma de la liturgia como a determinadas manifestaciones sobre el celibato o el papel de la mujer en la Iglesia y su acceso al sacerdocio, cuestión esta a la que Ratzinger siempre se opuso alegando que no era "voluntad de Dios".

Ahora, un papa jesuita y reformista a la fuerza, cuando ya estaba en tiempo de jubilación y era impensable que pudiese ser la máxima autoridad de la Iglesia católica en el mundo, despide a un papa teólogo que deja tras de sí un importante legado doctrinal, tanto a través de sus libros, como de sus encíclicas, las propias o las que preparó para Juan Pablo II. Pero que fue incapaz de atajar el mal por el que se desangra la credibilidad de la Iglesia del siglo XXI, capaz de opacar su ingente tarea: un acendrado clericalismo bajo el que germina una cultura de abusos, y no solo sexuales, sino también de poder y de conciencia. Y frente a esto, ambos papas siempre han ido de la mano. Por eso, aun siendo perfiles muy diferentes, Francisco no hubiese acontecido sin Benedicto XVI, cuyo "coraje" siempre alabó el argentino.

Brillante teólogo que ayudó en los trabajos del Concilio Vaticano II, se convirtió en el soporte doctrinal del pontificado de Juan Pablo II. Azote de teólogos de la liberación y moralistas, finalmente descubrió que el mayor mal para la Iglesia era el de quienes, en su nombre, cometían todo tipo de abusos. Intentó combatirlos, pero, abrumado, renunció para propiciar una reforma para la que le faltaban las fuerzas.

Papa Benedicto XVI
El redactor recomienda