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El 'Amazon' de la resistencia ucraniana que entrega comida y medicinas tras las líneas enemigas
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Comandos de 'ayuda' entre bombardeos

El 'Amazon' de la resistencia ucraniana que entrega comida y medicinas tras las líneas enemigas

Todo comienza en una pequeña sala con dos mujeres manejando varios ordenadores. Es el ‘call center’, donde los vecinos -a veces ya tras las líneas enemigas- pueden llamar para solicitar ayuda

Foto: Una de las voluntarias que gestiona la ingente ayuda en Járkov (K.A.P.)
Una de las voluntarias que gestiona la ingente ayuda en Járkov (K.A.P.)
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En los sótanos del edificio administrativo en el que nos encontramos, en una localización que no especificaremos en el centro de Járkov, un enjambre de voluntarios se mueve entre pequeños cuartos a reventar de paquetes, sacos y cajas como accionados por un mecanismo invisible. Si uno se detiene a observar con atención, comienza a ver patrones en este tráfico, a primera vista aleatorio, de gente que entra y sale llevando productos de almacén en almacén y moviendo empaques de estantería a bolsas y de bolsas a estanterías. Estamos dentro del ‘Amazon’ de la resistencia ucraniana, un improvisado sistema de entrega de ayuda humanitaria organizado por los propios vecinos de la ciudad para sus compatriotas que han quedado tras las líneas enemigas.

Un furgón blanco repleto de cajas llega a las puertas del complejo. Viene directo de recorrer los mil kilómetros que hay desde la frontera polaca y cuando termine, cambiará de conductor y volverá a partir de inmediato. Media docena de voluntarios acuden a la descarga en un movimiento sincronizado, repetido tantas veces las últimas semanas. No hay voces, ni gritos. No está claro quién está al mando o coordinando el trabajo. Todo sucede muy rápido. En unos minutos, las cajas están apiladas en el patio en una primera selección de brocha gorda: la ropa a un lado, alimentos a otro, electrodomésticos, medicamentos, agua. Y de nuevo se repetirá la operación con el traslado del cargamento dentro de los depósitos del sótano, donde será meticulosamente clasificado, inventariado y almacenado.

placeholder Descargando las cajas del camión (K.A.P.)
Descargando las cajas del camión (K.A.P.)

El espacio es laberíntico y está repartido en varias salas. Las tenues luces fluorescentes y los techos bajos aumentan la sensación claustrofóbica. Algunas partes están prácticamente a oscuras. Según la estancia, huele a cerrado, a comida o a humanidad. A veces, todo junto. Un puñado de voluntarios, cuyas casas han resultado destruidas o dañadas, viven aquí de forma permanente. Hay hombres y mujeres desde los veinte hasta bien entrados los sesenta. Tienen una cocina, varios cuartos compartidos y una mesa para comer.

placeholder Una voluntaria, en los almacenes de ayuda (K.A.P.)
Una voluntaria, en los almacenes de ayuda (K.A.P.)

“Trabajamos 15 personas todo el día, pero en total, aquí colaboran hasta doscientos cincuenta voluntarios”, explica Sergeei, el abogado que coordina la operación. “Este es uno de los centros de ayuda más grandes”, agrega.

Pero no es el único.

Lo asombroso de estos grupos de distribución de ayuda es su formidable capilaridad. Hemos visto a voluntarios organizando envíos para civiles, soldados y hospitales en estudios de yoga, talleres, tiendas, cocheras, mercados y polígonos industriales. No hay ningún soporte ni ayuda oficial. Una estructura completamente ciudadana, descentralizada y autónoma que consigue llegar a los sitios más recónditos del frente con comida o medicinas para los que no pueden, no saben o no quieren huir. Hay ancianos, enfermos, familias con niños, personas con discapacidades o problemas mentales. Algunos sin luz, ni agua. Escasea la comida. Los más mayores no se atreven a salir de su casa por miedo a los bombardeos o a los invasores. Es entonces cuando, desesperados, piden auxilio.

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Todo comienza en una pequeña sala con dos mujeres manejando varios ordenadores. Es el ‘call center’, donde los vecinos pueden llamar para solicitar ayuda y explicar sus necesidades. En los dos primeros meses de la invasión han procesado más de 5.000 llamadas. Marina es una de las encargadas de responder al teléfono y los mensajes. La gente muchas veces llama en shock, con pánico.

“Acaban de bombardear y necesitan hablar con alguien. Tratamos de tranquilizarlos y que nos hagan saber sus necesidades. ¿Necesita agua? ¿Comida? ¿Qué tiene para cocinar? ¿Necesita alguna medicina? Si hace falta un doctor, también podemos movilizarlos”, asegura la joven.

placeholder Gestionando el Excel con la información de las necesidades de los vecinos (K.A.P.)
Gestionando el Excel con la información de las necesidades de los vecinos (K.A.P.)

Toda esa información es recopilada en unas tablas de Excel que completarán en la siguiente sala, donde dos jóvenes procesan la información y agregan a la base de datos otras solicitudes que llegan escritas a mano desde el terreno. Un de ellos -Pavel, estudiante de informática- cuenta que hay mucha gente enferma o anciana que no se puede mover. Otros no tienen dónde ni cómo. Los menos, directamente, se resisten. En realidad, aquí no hacen esas preguntas. Todos los pedidos acabarán en unos formularios impresos e identificados con un código QR, explica.

placeholder Las bolsas con los códigos QR para cada vecino (K.A.P.)
Las bolsas con los códigos QR para cada vecino (K.A.P.)

La cantidad de ayuda que llega es ingente. Desafortunadamente, no se puede pedir, no todo lo que llega es útil o necesario o está en condiciones. La ropa, por ejemplo, no está resultando útil. Es pesada, ocupa mucho espacio y no hay una necesidad inmediata. La gente ya tenía su ropa. El problema son los fármacos, especialmente los cardíacos -se reportan muchos ataques al corazón- y para afecciones más infrecuentes. Pero algunos llegan caducados o son inservibles. Se agradece comida para bebés y pañales, el pienso para mascotas y útiles de primera necesidad, como botiquines de primeros auxilios, baterías o linternas. “Pero todo es bienvenido y lo agradecemos mucho”, apostilla rápidamente el muchacho.

Ahora llega el turno de los clasificadores, que en las siguientes salas procesan lo que se recibe y elaboran un registro detallado. En una enorme mesa, dos señoras se afanan en leer los prospectos de los fármacos que luego organizan en estantes. Y cuando llega un pedido, buscan en sus reservas y lo guardan en bolsas de plástico con su código correspondiente. En la sala contigua, una joven organiza pañales por tallas siguiendo el mismo procedimiento. Y así con los alimentos, ropas, equipo médico y enseres de todo tipo que llegan desde el extranjero.

placeholder Gestionando los fármacos (K.A.P.)
Gestionando los fármacos (K.A.P.)

En un último paso, los pedidos son revisados, embolsados y etiquetados con la dirección y su correspondiente QR listos para su entrega. Agrupados por sector, el equipo de reparto escaneará el código -o buscará en el callejero, si es de la vieja escuela- y se encargará de entregar los paquetes en la misma puerta de las casas.

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Estamos haciendo un reparto de alimentos frescos en Saltivka, una de las áreas más castigadas por el fuego de artillería ruso. El barrio, que se extiende varios kilómetros fuera del término municipal, tiene más de medio millón de habitantes. Pero sus colosales bloques de viviendas están prácticamente abandonados y apenas quedan unas docenas de familias. Las calles están sumidas en un silencio extraño resquebrajado por el cercano tronar de los cañones, que hace vibrar casas y cuerpos. Aquí, el enemigo está a apenas dos kilómetros. Y se hace notar.

Llegan varios voluntarios en distintos coches. Roman, Slava, Igor. Son comerciantes que han utilizado sus conexiones de negocios en el oeste para llevar comida y donaciones a la gente que no puede salir. Una vecina de la zona, que se coordina con la asociación Corazones de Familia -otro grupo espontáneo creado ex profeso para la emergencia- les indica los pisos donde hacer las entregas.

Los últimos de Saltivka son personas muy mayores, acompañadas de sus hijos. También hay familias con niños como Kamila, de diez años, quien aprovecha para practicar su inglés con los saludos de rigor para los extranjeros. Las escaleras de los edificios están completamente dejadas, algunas con los cristales reventados por la vibración de los obuses tirados por el suelo. En otros portales, un intenso olor a orín y oquedad. La estampa dentro de esos apartamentos es descorazonadora.

placeholder Unos vecinos, refugiándose (K.A.P.)
Unos vecinos, refugiándose (K.A.P.)

Una madre que cuida a su hija que, tras llegar a graduarse en la universidad, una enfermedad cerebral degenerativa la ha ido dejando medio paralizada. La falta de medicinas hace que el cuerpo de la mujer tiemble. Su madre le pide por favor que vuelva a acostarse, mientras le acaricia el pelo. En otro piso, una mujer con pies y piernas hinchados e incapaz de moverse agradece entre balbuceos las bolsas de comida que le ofrece el voluntario. Está enferma, no puede ni bajar las escaleras y, aunque pudiera, no tiene dónde ir. Otra señora ni siquiera puede incorporarse cuando entran los desconocidos a su casa.

“Volveremos por ti para que vengas a celebrar con nosotros el día de la victoria”, le dice para animarla unos de los ‘repartidores’.

placeholder Una de las últimas vecinas de Saltivka (K.A.P.)
Una de las últimas vecinas de Saltivka (K.A.P.)

Algunos residentes dejaron los apartamentos para trasladarse a los refugios antiaéreos. En el subsuelo de este bloque vive media docena de personas; algunos mayores, algunos jóvenes y varias mascotas. Unos sacos de arpillera conforman una pequeña barricada a la entrada del angosto sótano, que tiene el suelo está cubierto de arena. Lydya, de 55 años, lleva aquí casi desde el inicio de la invasión. Solo sale un rato por las mañanas cuando, dice, el bombardeo es menos intenso. Es viuda y no tiene con dónde ni con quién ir. Su familia son ahora sus vecinos.

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Las guerras ofrecen instantáneas absurdas. Como esta pila de chalecos antibalas amontonados en un centro de yoga. No menos inverosímil es la colección de personajes que operan este pequeño ‘comando’ de resistencia civil, bautizado Amanecer Ucrania -porque el momento más oscuro de la noche es justo antes del amanecer-. Abogados, comerciantes, conductores, jueces y empresarios pasan ahora gran parte de sus días moviendo cajas en depósitos o entregando bolsas de alimentos en los barrios más afectados por la guerra.

placeholder Valery Baginsk, profesor de Derecho y voluntario (K.A.P.)
Valery Baginsk, profesor de Derecho y voluntario (K.A.P.)

Al frente de esta singular sociedad está Valery Baginsky, un letrado, profesor universitario y doctor en Derecho de 53 años. Enhebrado en su traje de camuflaje, el hombre vive estos días pegado al teléfono, recabando información y haciendo contactos para su organización desde el estudio de yoga de su mujer, ahora repleto de alimentos, medicinas, productos de higiene, mantas. Hay un cubo con al menos dos docenas de muletas, varios aparatos médicos y un cargamento de raciones de combate.

“Todos los días recibimos ayuda humanitaria con la que apoyamos a las Fuerzas Armadas, a la Defensa Territorial, hospitales y familias. Entregamos en mano lo que recibimos en nuestra fundación a aquellos que lo necesitan, nuestros soldados y civiles en la región de Járkov y Poltava, incluyendo a gente que abandonó sus casas, a los residentes de la ‘zona gris’, los discapacitados y familias que cuidan ancianos o niños pequeños y que se encuentran en circunstancias terribles”, asegura el jurista.

A veces, la misión exige llegar hasta las áreas que están bajo control del invasor. En unas cocheras a las afueras de la ciudad, en otro de los almacenes de la resistencia que nos piden no ubicar, otro grupo de voluntarios descarga una furgoneta con sacos de harina, que luego será dividida en porciones más pequeñas. Hay mucha comida deshidratada y latas de conserva. En paralelo, otro coche se está preparando con una carga para llevar a zonas ocupadas.

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“El viaje es muy peligroso”, comenta Sergeii, señalando varios impactos de bala que perforan la chapa del vehículo.“Hay que atravesar la ‘zona gris’ y a veces pueden disparar”, comenta. Una vez allí, deben pasar los controles rusos, que les piden pasaportes en su propio país y revisan exhaustivamente la carga.

La propia casa de Valery está en una de las áreas a las afueras que cayó bajo ocupación rusa y que ahora el Ejército trata de reconquistar. No sabe si todavía está en pie. Durante un instante se le nota la preocupación en el rostro, antes de que vuelva su gesto de determinación. La determinación de llevar ayuda a cuarteles, barracones y hospitales. Su misión, dice, es decirles a los soldados que no están solos. Que toda Ucrania los apoya. “Los rusos no están luchando contra un Ejército, están luchando contra todo un país”, sentencia.

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A su vera está Dmytro Konstantinov, un juez criminal y civil de una corte regional. Él fue uno de los miles de magistrados cuyos puestos quedaron en el limbo con la enquistada reforma judicial de 2015, lanzada tras la revolución del Euromaidán para tratar de despolitizar la justicia y elevar los estándares judiciales hacia niveles europeos. Tras su victoria en 2019, el presidente Volodímir Zelenski se había comprometido a desbloquear y darle un nuevo impulso al proceso. Pero eso ahora, sentados a la mesa donde comparten café, té y pastas que preside una gran bandera de Ucrania, poco se habla de lo que pudo ser y no fue. Hoy, como ayer, se habla de la guerra.

placeholder Dmytro Konstantinov, juez (K.A.P.)
Dmytro Konstantinov, juez (K.A.P.)

“Intento ayudar como puedo a nuestros doctores. Tengo amigos en Alemania que nos mandan medicinas y equipos, y los distribuimos en los hospitales que los necesitan, aquí en Járkov, pero también hemos llegado a Dnipro y Zaporiyia (en el sur)”, comenta el magistrado, de 45 años. “Creo que Ucrania será libre. No queremos ser esclavos o zombis de los rusos. Quiero prensa libre sin censura, quiero un gobierno democrático y una justifica independiente”, agrega.

La invasión parece haber atemperado las pasiones políticas y unido a los vecinos, que ahora comparten un objetivo común. Ahora conversan sobre el flaco favor que le ha hecho Putin a los rusófonos como ellos y cómo tendrán que acostumbrarse al ucraniano, porque “nadie querrá escuchar hablar ruso por la calle”. Muchos de estos hombres ni se conocían hasta hace dos meses. Ahora pasan las horas juntos, ya que sus familias se han refugiado en el oeste o han salido al extranjero, como es el caso de la esposa y las hijas pequeñas de Dmytro, que están en Alemania.

“Muchas veces, después de llamarlas, necesito tomarme un tiempo para tranquilizarme. Es muy duro estar lejos. Es muy dura la incertidumbre”, asegura, con los ojos aguados y la mandíbula tensa, tragando saliva.

Foto: Niños en el metro. (Chris McGrath/Getty Images)

No hay mucho tiempo para lamentarse. El equipo se pone en marcha para hacer una entrega de dispositivos médicos a un hospital de la ciudad. Los enfermeros salen con una camilla y ayudan a descargar el auto, mientras un grupo de doctores agradece a los voluntarios. Se toman fotos de toda la operación, que luego colgarán en los grupos de Facebook y pasará por mensajes de Telegram y correos electrónicos para que los donantes puedan comprobar el destino de su caridad. El ulular de la alarma antiaérea no saldrá en las instantáneas.

¿Y si pudieras juzgar a Vladímir Putin? Dmytro suelta una carcajada. “Como juez tengo que ser objetivo. Así que creo que investigaría todas las pruebas, sus declaraciones y decisiones. Estudiaría todo lo que ha hecho antes de emitir un veredicto”, asegura. “No es lo que querría. Pero la ley está por encima de mí”.

En los sótanos del edificio administrativo en el que nos encontramos, en una localización que no especificaremos en el centro de Járkov, un enjambre de voluntarios se mueve entre pequeños cuartos a reventar de paquetes, sacos y cajas como accionados por un mecanismo invisible. Si uno se detiene a observar con atención, comienza a ver patrones en este tráfico, a primera vista aleatorio, de gente que entra y sale llevando productos de almacén en almacén y moviendo empaques de estantería a bolsas y de bolsas a estanterías. Estamos dentro del ‘Amazon’ de la resistencia ucraniana, un improvisado sistema de entrega de ayuda humanitaria organizado por los propios vecinos de la ciudad para sus compatriotas que han quedado tras las líneas enemigas.

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