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TOROS

Feria de San Isidro | Apurarse

Lleno de no hay billetes en tarde primaveral, agradable y calurosa en los tendidos, con viento molesto para los toreros. Gran expectación como siempre en este evento

Foto: El diestro Morante de la Puebla da un pase a un toro durante la corrida de la Beneficencia de la Feria de San Isidro, presidida por Felipe VI. (EFE/Rodrigo Jiménez)
El diestro Morante de la Puebla da un pase a un toro durante la corrida de la Beneficencia de la Feria de San Isidro, presidida por Felipe VI. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Plaza Monumental de Las Ventas, 1 de junio de 2022

25ª de la Feria de San Isidro.

Corrida de la Beneficencia.

Lleno de no hay billetes en tarde primaveral, agradable y calurosa en la estrechez de los tendidos, con viento molesto para los toreros toda la tarde. Gran expectación como siempre en este evento.

Presidió desde el palco real Su Majestad Felipe VI, que fue muy ovacionado a su entrada tras interpretarse el himno nacional y al que le brindaron los tres actuantes su primer toro.

Seis toros de Alcurrucén de entre 543 y 590 kilos. Bien presentados, lejos de las exageraciones de otras tardes, con apariencia de ligeros de carnes, aunque no lo fueran debido a sus grandes cajas, variados de pinta, preciosos de lámina, astifinos y serios sin estridencias. Algunos pitados reclamando un remate y unos kilos que no necesita este encaste. Faltos de fondo, sosos y sin clase en general. Se movió el segundo que escondía más dificultades de las que aparentaba. El tercero embistió noble, pero le faltó transmisión y se paró al final. El cuarto, muy a más, acabó aplaudido en el arrastre.

Morante de la Puebla, de grana y oro, silencio y oreja tras dos descabellos.

El Juli, que sustituía a Emilio de Justo, al que brindó su segundo toro, de gris nazareno y oro, ovación tras aviso y silencio.

Ginés Marín, de gris plomo y oro, ovación y ovación tras dos avisos.

Llegué hoy con margen a la plaza. La prudencia quería anticiparse a la Beneficencia. Lo hizo con tal efectividad que me planté enfrente de la Puerta Grande y aún no era posible el público acceso con entrada numerada. Los nervios preliminares y mi genética impaciencia se impusieron en el antepenúltimo semáforo de mi trayecto, casi en Manuel Becerra. Uniéndose a la picaresca de querer ahorrarse unos céntimos, abandoné al taxista en la manga de embarcar en la que se convierte la calle de Alcalá los días de más expectación de la cuenta. Inicié paseo abajo y reconocí a mi taxista cuando me adelantó veloz camino de la M-30, 200 o 300 metros antes de llegar a la plaza. Hubiera llegado antes, hubiera sudado menos, y no hubiera desairado al autónomo transportista, de haberme dejado llevar por él en vez de por mi reprochable actitud cicatera y presentista.

Aun así me sobró tiempo. Me uní a las estatuas de la explanada de la plaza en imitadora, bronceada y estática actitud. Diez minutos de contar banderas, que estaban por todos lados, me amodorraron al punto de no saludar a un amigo que pasaba por mi vera. Su golpe seco en mi espalda y mi reconocible nombre destacando por volumen sobre el alboroto circundante, me devolvió a nuestro mundo. Hecho presente a su lado y, presentadas las excusas, le acompañé sin reticencias a un evento muy curioso que aglutinaba a señores, todos parecían importantes, todos poco aficionados y todos con malos humos. No me refiero a su carácter, me refiero simplemente al que producían sus puros.

Un espacio reducido, una ventilación ausente, una niebla londinense de dióxido de carbono, un aroma de colonias —de las que perdimos con Cuba—, un oxígeno en retirada por combustión consumido, un porque aquí se puede, me llevaron al tendido con media hora de margen. Nunca me senté tan pronto y nunca más apurado, ni tan cerca de la hipoxia. Ese cielo de las Ventas, tres partes azul, una blanca, la brisa sobre mi cabeza, localidades alrededor todavía despejadas y mis pulmones centrados en reciclar sus adentros, devolvieron poco a poco mi relación con la atmósfera, la sensación de mamífero y cierta tranquilidad de no morir asfixiado. Respondió mi hemoglobina cuando más necesitaba y estuvieron a la altura todos mis hematíes. Respiré con ganas y con alivio. Nunca la plaza me pareció tan amplia, ni tan ventilada, ni tan oxigenada, ni tan bonita… ni tan abanderada. Y seguí contando banderas, ya a bulto y en metros lineales, primero, luego cuadrados. Tal era la escala de la presencia de nuestra identitaria enseña. Siempre recuerdan, bien hacen, con su despliegue de rojo y gualda el carácter nacional de la fiesta y de la plaza, pero cuando viene el jefe, y hoy presidió la corrida desde el palco familiar, literalmente empapelan palcos, gradas y andanadas. Barandillas y bocanas. Y cualquier metro cuadrado que no tape localidad o perjudique una entrada.

Apurado triunfó Morante en su último suspiro. Y hoy no le vi con puro ni en la calesa, ni antes del paseíllo. Apurado porque era el último de su encuentro con Madrid. Un toro encajado tanto en el tipo de los Nuñez que lo pitaron de inicio. Despistado en los capotes, ausente en las banderillas, se centró bajo el comando de la técnica y la experiencia que parece que no quepa en el sublime y artístico desempeño de Morante de La Puebla. Veintitantos pases sin pausa para iniciar la faena amoldaron la embestida del precioso colorado. Fue a más el cinqueño y a más baja la muleta de este torero inspirado y con ganas de dar fiesta. Fueron cuajando las tandas y bordándose los de pecho. Colofones que el sevillano brinda como obras de arte que se hicieran al momento. Ahí va uno, ahí dejo este, toma que tengo otro... Broches que elevan las tandas y van cosiendo la faena. El público poco a poco embriagándose de los encuentros ajustados del torero y celebrando los desencuentros que suponían los remates. También por abajo, también con desprecio. La estocada atracándose de ese pitón caramelo cayó tendida y a un lado y no finiquitó el trasteo. Rodilla en tierra falló el intento, que se tornaría en acierto al segundo descabello. Una oreja con tal muerte da dimensión de lo hecho, cierto premio a la trayectoria y comprensión del presidente. Premio justo que valora lo profundo del trasteo, las ganas del de La Puebla y la conexión con el público. Me alegro.

Ginés Marín desplegó un catálogo de virtudes contra la lógica en su primero y a favor de querencia en su último. Amoldándose al variopinto comportamiento de su lote, tan distinto por fuera como por dentro. Tanto torero y tan poco toro podría ser titular de su paso por la feria. La cornada del primer día, su osadía de aguantarla hasta el final de la faena, su esfuerzo de pronta vuelta y el órdago de hoy de enfrentarse a dos vampiros tan sedientos, deberían darle crédito para desarrollar el resto de temporada todo lo que lleva dentro. Que es mucho y es diferente, Madrid eso ya lo sabe. Ojalá lo sepa el resto.

Julián en sorprendente repuesto cubrió la baja de Justo. No discutiré la justicia de que quisiera anunciarse. Ni el talento de la empresa para poder contratarle. Salta a la vista el gesto de rematar esta feria que su imprecisa espada le hizo quedarse en buena. De matar bien a los toros hubiera sido de época. Hoy ni toros ni musas compensaron sus esfuerzos. Habrá también quien opine que era un hueco delicioso para algún torero nuevo, de los que ganaron a pulso verse entre este público de hoy, de joyas, corbatas y puros.

Plaza Monumental de Las Ventas, 1 de junio de 2022

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