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En el nombre del padre, del hijo y del torero: el beso
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En el nombre del padre, del hijo y del torero: el beso

La trastienda de la feria de San Isidro traslada la imagen de Ginés Marín herido y 'recibido' por Guillermo, su progenitor, en un gesto de respeto y de cariño pudoroso

Foto: El torero Ginés Marín. (Alfredo Arévalo)
El torero Ginés Marín. (Alfredo Arévalo)

La fotografía es de Alfredo Arévalo. Conviene destacarla no en los créditos, sino en la noticia. Porque la imagen traslada el acontecimiento de una escena conmovedora. No por la sangre que mana del muslo, sino por la sensibilidad y el pudor con que el padre de Ginés Marín besa al torero la mejilla. Se diría que no pretende perturbar el trayecto a la enfermería. Ni alarmarlo. Se acerca y se aleja a la vez. Porque es su hijo, en primer lugar. Y porque el parentesco no contradice la noción de la jerarquía. Maestro.

Lo demuestra la solemnidad con que Guillermo Marín, ex guardia civil, sujeta el castoreño —el sombrero del picador— con las dos manos detrás de la espalda. Es una reverencia que Ginés Marín recibe o percibe con la mirada ausente, como un Cristo en el regazo de la Pietà. Y como si ni el hijo ni el padre quisieran reparar en el boquete oscuro del muslo derecho.

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Llevaba una cornada fuerte San Ginés. Se la había propinado el puñal de un ejemplar de El Parralejo, pero ni la voltereta ni las carnes abiertas le disuadieron de terminar la faena. Ni un gesto de victimismo ni de vanagloria. El diestro jerezano se levantaba de la arena como si hubiera sufrido un tropezón. Supimos después que la cornada había desarrollado una trayectoria de 25 centímetros y otra de 20, pero Ginés Marín se abstuvo de cualquier derecho al dolor, a la demagogia y a las lágrimas.

Ni siquiera aceptó que lo condujeran en volandas a la enfermería. Quiso alcanzarla por su propio pie, como un soldado al que apremia antes el valor que el dolor. Le aplaudían los espectadores. Se cuadraban los areneros y los mulilleros. Y solo su padre se atrevió a intervenir en la escena. No para hablar con él ni para acompañarlo, sino para darle un beso. El beso.

Foto: El torero mexicano Joselito Adame este martes. (EFE/Lizón)
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La imagen es poderosa y entrañable. No por la sangre del toro que desluce el cuello de la camisa, ni por la hemorragia expresionista de Ginés: el rojo oscuro que se mixtifica con la seda y el oro del vestido. Lo es por toda la iconografía eucarística. Y por la devoción del padre al torero. Y porque Ginés Marín levita más que camina, como un paso de Semana Santa.

La fotografía es de Alfredo Arévalo. Conviene destacarla no en los créditos, sino en la noticia. Porque la imagen traslada el acontecimiento de una escena conmovedora. No por la sangre que mana del muslo, sino por la sensibilidad y el pudor con que el padre de Ginés Marín besa al torero la mejilla. Se diría que no pretende perturbar el trayecto a la enfermería. Ni alarmarlo. Se acerca y se aleja a la vez. Porque es su hijo, en primer lugar. Y porque el parentesco no contradice la noción de la jerarquía. Maestro.

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