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Aquí no hay quien viva contra Juego de tronos: llega el derbi más esperado de todos
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PRIMER GRAN PARTIDO DEL AÑO

Aquí no hay quien viva contra Juego de tronos: llega el derbi más esperado de todos

Los blancos y los colchoneros se enfrentan en el Cívitas Metropolitano, donde los locales esperan mejorar los resultados de los dos últimos partidos frente a Valencia y Lazio

Foto: Simeone y Ancelotti, en uno de los últimos derbis. (Reuters/Violeta Santos)
Simeone y Ancelotti, en uno de los últimos derbis. (Reuters/Violeta Santos)

Es el último minuto de un partido entre el Lazio y el Atlético de Madrid. Los rojiblancos ganan por un gol, pero están alerta. En los finales de los partidos nunca es Navidad para el Atleti y ellos lo saben. La Lazio es un club que hace de la chulería viril una ideología poética: son fascistas italianos y lo exhiben con orgullo. No tienen los títulos ni el amor de la calle del Atlético, pero sí su fuerza arrabalera y el hiperrealismo de quien ama la violencia. Es el último espasmo del encuentro y allá va el portero italiano a rematar un córner. Esas epopeyas masculinas con las que mueren los partidos y a veces las naciones. Hay un centro venenoso y el cancerbero rasga la defensa atlética con esa facilidad que solo se da en los sueños. Es gol. Un gol fantástico que vuelve locos a los tifosi y devuelve a los atléticos a su condición de víctimas del destino.

Al día siguiente, el Madrid enfrenta un inofensivo equipo alemán en su propio campo. El partido no tiene vuelo. Los alemanes se encierran y el Real ataca por erosión, sin ángel y sin suerte. Llega el último minuto y todo el Bernabéu confía en la victoria. Cualquier madridista en cualquier parte del mundo sabe que el último espasmo va a ser el definitivo. Hay un córner, como manda la narrativa del fútbol, y hay un disparo cruel de Valverde que rebota en la mitad de los jugadores del área visitante. Ese balón suelto del final del poema, ese que parece un conejo asustado, se queda en una tierra de nadie muy cerca de la raya de la portería. Todo el Madrid se abalanza sobre la pelota, el Bernabéu grita enfervorizado y por supuesto, es gol. Es Bellingham, el ungido de este mes, el que sonríe y abre los brazos ante el mundo. Si el Atleti es víctima del destino, el Madrid es justo eso: el destino.

El destino rojiblanco

Y para los rojiblancos, un destino fatal. ¿Pero quiénes son los rojiblancos? ¿Qué es el Atlético de Madrid? Estamos en Madrid. Un poblachón en medio de la nada que no tiene más remedio que darse a sus clubs de fútbol para adquirir identidad.

El club rojiblanco tenía una interesante historia cuando el Real Madrid de Bernabéu le pisó el sitio a partir de 1953. En aquel momento, el Atlético superaba al Real en Ligas, Copas y fervor de la afición madrileña.

Santiago Bernabéu se trajo a Di Stéfano de Argentina y formó el primer gran equipo de la era moderna. Todo lo de alrededor quedó viejo repentinamente. El Real se montó en una ola gigante y ganó las cinco primeras ediciones de la Copa de Europa. En una España acomplejada y mísera, eso elevó al club blanco a la altura de gran mito nacional. A partir de entonces y hasta que el Estado de las autonomías la tomó con el centralismo, nadie osó tocar al equipo blanco. Sus jugadores eran mejores, inmaculados y perfectos, y las decisiones del estamento arbitral caían mágicamente de su lado.

placeholder Vinícius regatea a Griezmann. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Vinícius regatea a Griezmann. (EFE/Rodrigo Jiménez)

La simpatía del Atleti

Todo club que se enfrentara al Madrid jugaba en campo contrario. España entera, excepto País Vasco y Cataluña, era madridista. El Atleti se resignó a tener una posición subalterna en el mapa del fútbol, y convirtió su rabia en un humor vitriólico donde el Real (el mal absoluto) era el centro de su relato religioso. En Madrid, el Atlético siempre ha reinado, si no en número, sí en presencia en las calles, en extraversión y en capacidad de provocar la simpatía general.

La camiseta blanca, inmaculada, del Real, provoca en los rivales un miedo tenebroso. El del Ángel Caído. Los grandes momentos merengues dan la impresión de venir de algo previo al fútbol; todo carácter, clase y convicción. Una crueldad castiza que tiene diferentes encarnaciones a lo largo del tiempo: de Alfredo Di Stéfano a Raúl, de Zidane a Cristiano Ronaldo, de Sergio Ramos a Karim Benzema.

Los atléticos tienen una equipación de rayas rojas y blancas. Quizá los colores que más se dan en el fútbol europeo. Son gente que se reconocen en cualquier parte. Suelen respirar a la contra, y su gracejo les salva de la obviedad del triunfo. Amargan la vida a los madridistas en la batalla diaria. Los bares y las oficinas son suyos. Maestros de la humorada, no respetan ni un gramo de la historia blanca, lo que saca de quicio a los aficionados merengues, más rígidos y graves, como si tuvieran conciencia de su misión salvadora.

La etapa de Mourinho

Desde que está el Cholo en el banquillo rojiblanco han cambiado ligeramente las tornas. El aficionado atlético se ha disciplinado y mira el futuro con aires de prócer. Simeone los ha convencido de que las grandes gestas pueden comenzar cada día con el sonido del despertador.

Los madridistas, después de que Mourinho pusiera patas arriba el club, de que Guardiola reinara en España y se vieran por primera vez como enemigos de la Selección, han desarrollado un sentido del humor paródico y un sentimiento de pertenencia más intenso por verse atacados desde tantos frentes. El Madrid gana para no perder, para ir acumulando victorias y estadísticas que le ofrezcan algo parecido a la inmortalidad. No hay razón más allá de la victoria, algo que se entiende en cualquier parte del mundo, especialmente por aquellos que solo han conocido la derrota.

En muchos momentos, el Madrid se ha vestido hasta el final en el relato de lucha de clases que el Atleti deja siempre sobre la mesilla de noche para provocar. Aquellos Cristiano, Bale y Benzema, por ejemplo. Belleza, aristocracia y tiranía contra la guerrilla tribal que propugna el Cholo y el desprecio por lo ineficaz propio de las clases trabajadoras. Nunca, siempre, victoria, derrota, leyenda y mito. Palabras tan grandes que son agotadoras. Como el blanco de la camiseta: la nada o lo absoluto. Esa es la apuesta del equipo merengue.

Foto: Fran García celebra un gol a la Real Sociedad. (Reuters/Isabel Infantes)

El Atlético es un club de andar por casa. Sus presidentes llevan la campechanía por bandera y no ocultan su sinvergonzonería o su corrupción: son humanos. La afición sufre y llora, canta alegre en las victorias y se abraza emocionada en las derrotas. Insulta a su club de vez en cuando, es brutal y con gracejo, alejada de cualquier beatería, quiere ganar, pero sobre todo está encantada con ser. La amplia clase media-baja que transita Madrid de punta a cabo (taxistas, camareros, profesiones manuales) es del Atlético, y lo es de una forma más profunda que la del madridista. Nadie se va del estadio hasta que suenan las campanas, incluso sabiendo que ese último minuto hiere como si lo manejara Florentino Pérez desde su alto tribunal.

Los hinchas del Atleti son muy dados a la superioridad moral. Ellos son la verdad de la calle contra la verdad de los bancos, que al parecer representa el Real Madrid. Pero esa ley de la calle, el Atleti no la hizo suya hasta el momento en que le empezaron a faltar los títulos. Ese apelativo cariñoso (excepto sus ultras, todo en el Atleti es cariñoso) El Pupas, nació en la década de los 70, cuando los rojiblancos perdieron su primera final de Copa de Europa. Fue contra el demoníaco Bayern de Múnich, con un trallazo absurdo desde medio kilómetro que empató un partido que los atléticos creían ganado. Luego hubo desempate: los alemanes los masacraron. La espina quedó ahí infectada, había nacido un fatum que años después un listo publicista convirtió en un melodrama navideño.

Foto: Provedel, héroe de los locales. (Reuters/Alberto Lingria)

En el 2014, los rojiblancos, ya sometidos a la mecanización emocional del Cholo, llegaron a una final contra el Real. Iker salió a por uvas en un córner y Godín, el uruguayo que cobra las cuentas, metió un gol lento y mordido que entró en la portería con la ambigüedad exasperante de una pesadilla. Todo el partido fue un remar cuesta arriba del Real, contra un Atlético feliz en su zona de resistencia. Más allá del minuto noventa hubo un córner. Apenas faltaba un minuto y medio para el final. Ramos, el jugador que enlaza al madridismo con su pasado más autoritario, se elevó sobre cada espectador y cabeceó un balón que solo podía salvar al mundo o destruirlo. El Real llegó vivo a la prórroga, donde arrasó al Atlético.

Dos años después, se repetía la historia. Otra final dramática y una tanda de penaltis donde Juanfran, un exmadridista que nació con el destino pintado en la cara, tiró el balón al palo y le dio otra Champions a su enemigo más odiado.

"El Atleti se lo merece", decían los incautos. "El fútbol le debe una", exclamaba la buena gente. Pero el fútbol es ciego como la naturaleza e injusto como los niños en el patio. Para los madridistas, el Atleti es el equipo de la calle mal iluminada y con las aceras llenas de basura; al Cholo lo entrenó la CIA en un campamento en el Salvador y el Mono Burgos está de embajador de la paz en Crimea. Para los hinchas colchoneros, el Madrid es como los grandes imperios donde la alienación es fotogénica. Convierten la tristeza de su afición y el vacío de su estadio en una plasticidad descomunal.

Son una de las rivalidades más puras de la historia del fútbol. Afortunadamente, nunca llegarán a entenderse.

Es el último minuto de un partido entre el Lazio y el Atlético de Madrid. Los rojiblancos ganan por un gol, pero están alerta. En los finales de los partidos nunca es Navidad para el Atleti y ellos lo saben. La Lazio es un club que hace de la chulería viril una ideología poética: son fascistas italianos y lo exhiben con orgullo. No tienen los títulos ni el amor de la calle del Atlético, pero sí su fuerza arrabalera y el hiperrealismo de quien ama la violencia. Es el último espasmo del encuentro y allá va el portero italiano a rematar un córner. Esas epopeyas masculinas con las que mueren los partidos y a veces las naciones. Hay un centro venenoso y el cancerbero rasga la defensa atlética con esa facilidad que solo se da en los sueños. Es gol. Un gol fantástico que vuelve locos a los tifosi y devuelve a los atléticos a su condición de víctimas del destino.

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