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'Nina': consentimiento y venganza en un 'western' sin caballos
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ESTRENOS DE CINE

'Nina': consentimiento y venganza en un 'western' sin caballos

Seis años después de 'Ana de día', Andrea Jaurrieta filma una película tan incómoda y sugerente sobre el trauma y el abuso

Foto: Patricia López Arnaiz es Nina, una mujer que regresa a su pueblo. (BTeam)
Patricia López Arnaiz es Nina, una mujer que regresa a su pueblo. (BTeam)

El punto de partida de Nina, el segundo largometraje de la cineasta pamplonesa Andrea Jaurrieta, es el de un western crepuscular: un antihéroe misterioso y poco dado a las palabras llega -más bien regresa- al poblado para ajustar cuentas con el cacique, fusil en mano. Pero, a partir de ahí, la directora conjuga elementos del melodrama, planos hitchcockianos -esa bajada por las escaleras del hostal a imagen y semejanza de Rebeca (1940)- y una revisitación del subgénero rape and revenge -violación y venganza- a la que, por si era poco, añade un costumbrismo norteño, da igual si real o inventado, en el que las trompetas que acompañan la procesión de los iconos religiosos replican las de Morricone en los spaghetti western.

Esta vez es la banda sonora de Zeltia Montes, vibrante precisamente por ir a contracorriente -como la propia Jaurrieta-, la que musica este pantxineta western con mar y sin caballos -más allá de los que forman parte del tiovivo-, y con la siempre elegante e imponente Patricia López Arnaiz en un papel entre forajido y justiciero. Porque víctimas y verdugos pueden intercambiarse a los ojos del tiempo.

Uno de los grandes aciertos de Nina -que tiene muchos y muy variados- es un montaje lleno de espejos y de espejismos. Arrancamos con el personaje de López Arnaiz, en una noche tormentosa -como buen melodrama, como buen noir-, enfundada en su gabardina roja, resbalando por una pendiente y transportando una bolsa de viaje de la que saca un rifle, que monta con torpeza, para después apuntar a un hombre del que no conocemos nada. Podría ser el principio, pero también podría ser el final. No existe explicación más simple, visual y directa de los deseos de la protagonista. Sin parrafadas ni divagaciones: al lío. Todos los misterios se plantean enseguida: "¿quién es esa mujer?", "¿quién es ese hombre?" y "¿por qué quiere matarlo?".

placeholder La protagonista, Nina, contempla la playa de su infancia. (BTeam)
La protagonista, Nina, contempla la playa de su infancia. (BTeam)

En Nina es el rojo (pasión, muerte, menstrual) el color sobre el que pivota la película, en representación del personaje. Nina es una pieza desplazada de su lugar, que no acaba de encajar y a la que, de alguna manera, todos en el pueblo temen. López Arnaiz construye una antiheroína taciturna, que al principio se deja llevar por la inercia, y que escena a escena va echando leña a su iniciativa al confrontar todos sus recuerdos del pasado. Adaptación de la obra homónima del Premio Nacional de Literatura Dramática José Ramón Fernández, que a su vez se basó en La -celebérrima- gaviota de Chéjov, la película de Jaurrieta entrelaza dos tiempos vitales, el de la Nina adolescente (valiente Aina Picarolo), una chica risueña con ínfulas literarias, y el de la Nina adulta, una mujer carcomida por dentro -luego sabremos por qué-. ¿Qué pasó entre medias para que los ojos de Nina perdieran ese brillo de ingenuidad e ilusión? Jaurrieta habla del trauma y de cómo se acaba enquistando.

La escuetísima trama argumental del guion de Jaurrieta le permite ocuparse de lo importante: las relaciones humanas. Jaurrieta traslada muy efectivamente las sinergias de las localidades pequeñas, que son las que mejor y peor guardan los secretos. Cómo una revelación hace caer el castillo de naipes sobre el que se sustenta la normalidad, el orden público. Nina regresa a su pueblo de la costa vasca convertida en un rostro algo conocido en la pantalla -"el otro día te vi en la tele, en esa película en la que sales, que no estaba mal", una frase que es esencia pura de la pasivoagresividad local-. Lo que en los planes de Nina iba a ser un viaje catártico, un estocazo rápido y limpio a su pasado, acaba convertido en un recorrido doloroso que lo cuestiona todo y a todos.

placeholder Otro momento de 'Nina', de Andrea Jaurrieta. (BTeam)
Otro momento de 'Nina', de Andrea Jaurrieta. (BTeam)

El cine de Jaurrieta se aleja del naturalismo para enclavarse en un cine consciente de su referencialidad y de sus capacidades expresivas. Llena de simbolismo y magnética en su puesta en escena, Nina se coloca en un lugar inusual, alejado de las tendencias, incómodo. Incómodo también en su retrato de la relación entre la protagonista y su antagonista, Pedro (Darío Grandinetti), que cuestiona las propias definiciones del diccionario. Y, sobre todo, los consensos y consentimientos colectivos. Jaurrieta utiliza los códigos de género en su favor, acercándose incluso al terror en una escena no por sugerida y envuelta en la oscuridad menos cruda y salvaje, como es en la que los dos personajes se encuentran a los pies de un faro.

Otro de los momentos imborrables de la película es el paseo en dos tiempos -dos épocas- por las callejuelas sinuosas del pueblo, que condensa el espíritu de la película, que es el de la revisión: la película nos impele resignificar los signos, en un proceso que va a rebufo del que ya ha hecho la protagonista. Lo que una vez pudo parecer un juego adquiere ahora otra lectura mucho más oscura. Mientras el espectador recorre el camino del aprendizaje que ya hizo Nina, ella emprende su propio viaje iniciático para convertirse en la vengadora. La idea de lo furtivo está muy presente en ambos senderos. Jaurrieta ha conseguido sortear las trampas de la explicitud para firmar una película redonda en sus propósitos y con la fotografía inmersiva de Juli Carné Martorell. Si Ana de día, su ópera prima -autoproducida- fue la carta de presentación de una directora testaruda, Nina es la resignificación de la figura de la propia Jaurrieta como una autora abierta al gran público y que, esperemos, no camine sola.

El punto de partida de Nina, el segundo largometraje de la cineasta pamplonesa Andrea Jaurrieta, es el de un western crepuscular: un antihéroe misterioso y poco dado a las palabras llega -más bien regresa- al poblado para ajustar cuentas con el cacique, fusil en mano. Pero, a partir de ahí, la directora conjuga elementos del melodrama, planos hitchcockianos -esa bajada por las escaleras del hostal a imagen y semejanza de Rebeca (1940)- y una revisitación del subgénero rape and revenge -violación y venganza- a la que, por si era poco, añade un costumbrismo norteño, da igual si real o inventado, en el que las trompetas que acompañan la procesión de los iconos religiosos replican las de Morricone en los spaghetti western.

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