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'Rojo': el truco del mago de la dictadura argentina
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'Rojo': el truco del mago de la dictadura argentina

Ambientado en 1975 en un lugar inconcreto de Argentina, el tercer largo de Benjamín Naishtat se llevó el premio a mejor dirección, mejor actor y mejor fotografía en San Sebastián

Foto: Alfredo Castro y Darío Grandinetti, en 'Rojo'. (A Contracorriente)
Alfredo Castro y Darío Grandinetti, en 'Rojo'. (A Contracorriente)

Dice el detective Sinclair, interpretado por un Alfredo Castro indeleble e incómodo a la retina, que para los investigadores como él, cartesianos, "las cosas son o no son y al medio no hay nada". Pero, precisamente, una desaparición solo puede pertenecer a ese estado medio, ambiguo y schroedingeriano entre dos certezas. El desaparecido, a no ser que se pruebe lo contrario, está a la vez vivo y muerto. O ninguna de las dos cosas. En otro momento de 'Rojo', un ilusionista hace evaporarse dentro de una caja a una mujer del público. Mientras la audiencia aplaude, el mago repite: "No tanto 'ja ja'. Desapareció, señores, este truco no va bien". Y es en este terreno gris entre la extrañeza y el desenlace fatal donde se desenvuelve el tercer largometraje en solitario del argentino Benjamín Naishtat, ambientado en 1975, un año antes del golpe de Estado de Videla, cuando comenzaron las detenciones forzosas, el secuestro y el asesinato de disidentes ideológicos.

Naishtat habla también de la representación que es, en el fondo, una forma de mentir y de mentirse: en el último plano, el público de un espectáculo de ballet juvenil aplaude el comienzo de la función pocos segundos después de que la presentadora verbalice lo que nadie quiere aceptar: que el país está al borde de la rebelión cívico-militar. Que todo se va a la mierda, en resumen. Y que la violencia también invadirá la cotidianidad. Pero mientras nos acercamos al abismo, sigamos bailando, mirando hacia otro lado.

placeholder Alfredo Castro y Darío Grandinetti, en 'Rojo', de Benjamín Naishtat. (A Contracorriente)
Alfredo Castro y Darío Grandinetti, en 'Rojo', de Benjamín Naishtat. (A Contracorriente)

Mucho antes de la aparición del título en la pantalla —hecho que ocurre pasados los 20 minutos de metraje—, la agresividad soterrada, como un rumor sordo y latente, se hace protagonista de esta reinterpretación del género 'noir' seca y envolvente. Como un Roy Andersson descreído, mesetario y taciturno, el director se recrea en la falsa calma, la especie de duermevela incrédulo, el medio con el que no comulga Sinclair, que precede a la tragedia. Naishtat imprime a 'Rojo' una cadencia densa, de nube de polvo, en la que desde el vuelo de una mosca hasta un eclipse se perciben como agresivos y amenazantes.

La violencia de 'Rojo' ocurre (casi) siempre fuera de cuadro

La violencia de 'Rojo' ocurre (casi) siempre fuera de cuadro. Sobre todo cuando los agresores son otros y no uno mismo. Porque precisamente los asesinatos de Estado suelen ocurrir sin testigos, al margen del relato, en un plano hipotético. Y la película comienza con un plano fijo de una casa de la que van saliendo distintos personajes, como los payasos del truco del coche, cargando objetos, con la sonrisa en la boca: se sobreentiende que alguien se ha marchado a la fuerza. Y que hay gente que, como los carroñeros, sabe sacar ventajas de la desdicha ajena.

Pero el preámbulo arranca verdaderamente cuando el objetivo se centra en Claudio (Darío Grandinetti), un abogado que se ve envuelto en una desagradable pelea de bar cuando un desconocido se encara gratuitamente con él. Este desencuentro desencadena la demolición de la rutina tranquila de Claudio, que además tendrá que lidiar con el detective Sinclair, encargado de investigar la desaparición de "un hippie". "¿Se imagina usted una tierra sin ley ni dios?", pregunta Sinclair. Porque una dictadura es la ausencia de cualquier certeza, de cualquier suelo.

placeholder Cartel de 'Rojo'.
Cartel de 'Rojo'.

La cámara busca; espía, casi. Se acerca y se aleja de los personajes con un 'zoom' setentero de 'voyeur' inquietante. Los colores, los materiales, la banda sonora: todo está dirigido a provocar la inquietud del espectador. Mientras, dentro de la pantalla, la violencia se normaliza: "Tranquilo, abogado, es un tiro nomás". Dicen los grandes escritores de novela negra que este es el género —el equivalente al 'thriller' en cine— más apropiado para tomarle el pulso a la podredumbre de la sociedad. Y 'Rojo', disfrazado como una intriga, es una manera de recontar la herida colectiva que todavía sangra en Argentina: como los personajes de la película, la moral acabó enterrada bajo los aplausos de un ejercicio de prestidigitación abyecta. Siempre es más fácil mirar fuera de cuadro, donde cada uno puede montarse la película que mejor nos convenga, en la que el villano sea siempre otro.

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Dice el detective Sinclair, interpretado por un Alfredo Castro indeleble e incómodo a la retina, que para los investigadores como él, cartesianos, "las cosas son o no son y al medio no hay nada". Pero, precisamente, una desaparición solo puede pertenecer a ese estado medio, ambiguo y schroedingeriano entre dos certezas. El desaparecido, a no ser que se pruebe lo contrario, está a la vez vivo y muerto. O ninguna de las dos cosas. En otro momento de 'Rojo', un ilusionista hace evaporarse dentro de una caja a una mujer del público. Mientras la audiencia aplaude, el mago repite: "No tanto 'ja ja'. Desapareció, señores, este truco no va bien". Y es en este terreno gris entre la extrañeza y el desenlace fatal donde se desenvuelve el tercer largometraje en solitario del argentino Benjamín Naishtat, ambientado en 1975, un año antes del golpe de Estado de Videla, cuando comenzaron las detenciones forzosas, el secuestro y el asesinato de disidentes ideológicos.

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