'Los asesinos de la luna': la prostitución del hombre blanco, según Scorsese
Producida por Apple TV, la última película de Martin Scorsese, que se estrena en salas este 20 de octubre, rescata una serie de asesinatos reales que asolaron la tribu nativa de los osage en los años veinte
El leitmotiv bluesero, percutante y obsesivo de la música de Robbie Robertson -colaborador habitual de Martin Scorsese y fallecido el pasado septiembre- transita los paisajes amplios del Condado de Osage, en Oklahoma. Los sonidos, a la vez tribales y siniestros, anticipan este nuevo intento del cineasta italoamericano de contar el nacimiento de una nación, Estados Unidos, cimentada sobre una amalgama de credos y costumbres y, sobre todo, sobre una tierra usurpada que es el núcleo central de la historia. A sus 80 años, a Scorsese se le siente con un pulso más profundo, más reflexivo, como de sabio profeta.
En Los asesinos de la luna —producida por Apple TV+, pero que se estrena en cines este 20 de octubre—, el Scorsese frenético deja paso a una voz sosegada pero implacable. La violencia —hay mucha— es aquí metódica, sistemática, seca, a golpes meditados y certeros. Y Scorsese dirige con gravedad, queriendo dejar testimonio y testigos de una historia que, de otra forma, se perdería en la oralidad de los supervivientes, aquellos que representa el último y emocionantísimo plano de la película, que llega en un momento en el que la tierra, la raza, vuelve ser el centro de un disenso social en Estados Unidos.
Los asesinos de la luna son cobardes. Actúan al abrigo de la oscuridad. También de la oscuridad en la que se camuflan la ambigüedad y el cinismo. Un cadáver tras otro, la película va dejando un reguero de sangre a plena luz del día, pero que las autoridades no parecen querer ver. En Los asesinos de la luna también asistimos al nacimiento de otro de los pilares de la nación estadounidense moderna: el FBI. Edgar J. Hoover no suele ser un personaje que salga bien parado de sus retratos cinematográficos. Y aquí no aparece físicamente, pero sí como la única fuerza capaz de detener unas muertes bastante convenientes para los poderes fácticos. "El reinado del terror", como se bautizó entonces a esta cadena de asesinatos, fue uno de los primeros grandes casos mediáticos del Buró Federal de Investigaciones.
Basada en hechos históricos —en concreto, en
De los osage se dijo en la prensa de la época que eran "la nación, clan o grupo social más rico, por encima de cualquier raza, incluyendo la blanca". Por primera vez había que intentar complacer a los nativos americanos —en un momento de la película, uno de los personajes reafirma que "la vida de un indio vale menos que la de un perro"—; o al menos que lo pareciese. En Los asesinos de la luna —que, por cierto, compitió por la Palma de Oro en el pasado Cannes—, Scorsese intenta abarcar y profundizar en muchas y muy diversas cuestiones sobre las relaciones de poder y sobre la herencia cultural.
Leonardo DiCaprio —con algún deje de Marlon Brando— es Ernest, el sobrino de uno de los próceres blancos que han hecho negocio con los osage. Su tío Will (Robert De Niro) es el gran valedor de los nativos: ha aprendido su idioma, ha asistido a bodas, bautizos —sí, son en su mayoría cristianos— y funerales, les ha aconsejado en cómo gestionar sus fortunas y les ha escuchado en sus lamentaciones. Cuando Leonardo DiCaprio llega al pueblo comienza a trabajar como chófer para Molly (Lily Gladstone), una joven osage que en un futuro heredará una gran fortuna. Es una de varias hermanas a las que muchos hombres blancos cortejan: un buen partido. Y Ernest, con sus ojos azules y su sonrisa franca, poco a poco empezará a ganarse la confianza de la chica.
Es interesante la subversión de roles que plantea Scorsese en la película: el poder está en manos de osages y, además, de mujeres. Mientras, los hombres blancos tienen que arrastrarse para conseguir sus favores y acceso a sus cuentas bancarias. Si el matrimonio es la forma más sofisticada de prostitución, que dicen algunos, en Los asesinos de la luna asistimos a la prostitución del hombre blanco según Scorsese. Para escalar socialmente en Osage County hay que escalar antes al lecho de alguna de las hermanas herederas.
Scorsese, sin embargo, no plantea una visión moralizante ni adoctrinadora ni superficial. Los personajes son ambivalentes —¿quiere de una forma u otra Ernest a Molly?, ¿por qué Molly desconfía del amor de Ernest?, ¿por qué las mujeres osage los prefieren blancos?— y proponen una realidad social mucho más compleja e imbricada. En el propio personajes de Molly —suena Gladstone para el Oscar a mejor actriz—, representa la lucha interna de dos culturas que intentan imponerse: Molly reproduce los ademanes de la aristocracia blanca en su forma de andar, de vestir, pero su herencia ancestral acaba abriéndose camino. El hecho mismo de asentarse en un lugar, de construir una casa, de disfrutar de un bienestar, de tener hijos mestizos significa la muerte de su tradición, de su forma de vida.
Scorsese compone al mismo tiempo en Los asesinos de la luna una especie de tratado antropológico sobre la cultura osage y una cinta noir en la que lo importante no es quién lo hizo, sino cómo y hasta cuándo sobrevivirán. La película está repleta de personajes secundarios perfectamente definidos: desde el forajido que asesina por contrato hasta el alcohólico redneck relegado a la pobreza absoluta que iría en contra de sus principios morales supuestamente por llenar la boca de sus ocho hijos, de los que probablemente no sepa ni el nombre.
También el indio osage que sufre de melancolía; Anna (Cara Jade Myers), la hermana díscola de Molly, o la madre desconfiada que lamenta cómo sus hijas tiran por la borda su patrimonio cultural por enrollarse con un pene blanco, como si aquello les diese otro estatus, porque ellas tendrán el dinero, pero no tienen el respeto del color de piel. Un reparto de caras reales, de caras creíbles, de caras transparentes, entre las que solo desentonan los maquillajes de DiCaprio y De Niro. Hasta esa elección —los maquillajes encubren, esconden— predispone al espectador frente a los personajes.
Scorsese retrata muy bien esas contradicciones, esas paradojas, esa imposibilidad de ganar una batalla perdida, cuando las reglas están de la otra parte. En esta película, los caciques blancos y el hampa se unen para protegerse, para defender sus corruptelas. Solo zozobra la película —que dura tres horas y 45 minutos— al final, cuando Scorsese, quizás por fidelidad a sus personajes, permite que la trama divague en la parte procesal. Pero la película vuelve a cargarse de energía y emoción en los minutos finales, cuando un locutor de excepción traza en puente entre el relato y la historia, entre aquellos osage y los que quedan, con las percusiones de los tambores de los nativos, que no significan guerra, sino comunión.
El leitmotiv bluesero, percutante y obsesivo de la música de Robbie Robertson -colaborador habitual de Martin Scorsese y fallecido el pasado septiembre- transita los paisajes amplios del Condado de Osage, en Oklahoma. Los sonidos, a la vez tribales y siniestros, anticipan este nuevo intento del cineasta italoamericano de contar el nacimiento de una nación, Estados Unidos, cimentada sobre una amalgama de credos y costumbres y, sobre todo, sobre una tierra usurpada que es el núcleo central de la historia. A sus 80 años, a Scorsese se le siente con un pulso más profundo, más reflexivo, como de sabio profeta.