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'Dune': maravillosa tragedia espacial shakespeariana
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'Dune': maravillosa tragedia espacial shakespeariana

Que la versión de Denis Villeneuve de la novela que publicó Frank Herbert en 1965 iba a ser de una belleza fría y apabullante era ineludible

Foto: 'Dune'.
'Dune'.

Que la versión de Denis Villeneuve de la novela que publicó Frank Herbert en 1965 iba a ser de una belleza fría y apabullante era ineludible. Las imágenes amplias y místicas de un universo dividido en pequeños reinos feudales sobrecogen a cualquier espectador con retinas sanas. La pregunta era, por el contrario, si más allá de un asalto a los sentidos embriagador y casi extático habría algo de fondo. Y el canadiense ha erigido una crítica espiritual a la geopolítica del momento en una película de hechuras wagnerianas en las que el 'pulp' de la novela original ha dejado paso a la solemnidad de un texto sagrado.

Pausada y desbordante, ‘Dune’ arrebata incluso a los que, como la que escribe, nunca se han dejado seducir demasiado por las épicas de la ciencia ficción. A contracorriente de todas las convenciones del cine de gran presupuesto contemporáneo, ‘Dune’ parece sacrificarse por la idea de un cine comercial adulto y ceremonioso, contemplativo y panorámico, visto desde los ojos de un personaje arrancado del romanticismo alemán —sensible, meditabundo y paranormal— inmerso en una tragedia espacial shakespeariana.

Las imágenes inabarcables, el sonido demoledor y persistente, como un cuerno de guerra procedente del otro confín del cosmos, como el pulso de todos los planetas al unísono, todo está diseñado para llevar al espectador al éxtasis místico. Y la frialdad de la que acusan a Villeneuve, esta vez se ve acrecentada por un actor tan gélido como frágil como es Thimothée Chalamet que, elongado y elegante, casi levita dentro del vestuario de Bob Morgan y Jacqueline West.

Para quitarse de explicaciones imbricadas y soporíferas, Villeneuve descubre las reglas del juego con una voz en 'off' inicial: en el año 10191, el universo está repartido entre varios señores feudales que responden a las órdenes de un emperador. Arrakis, un planeta desértico y sin apenas atractivos lleva años siendo esquilmado por los Harkonnen, que son los encargados de ‘cosechar’ de entre la arena las especias, una suerte de polvo brillante utilizado como combustible en el universo. Los habitantes de Arrakis, rebeldes vestidos al estilo bereber —los fremen, los ‘hombres libres’—, intentan resistir ante la opresión del imperio. Es inevitable desplazarse hasta todos esos petrodesiertos de Oriente Medio que durante décadas han dado de comer a los grandes colonos occidentales. Porque ‘Dune’ hoy es todavía más vigente hoy que oriente y occidente vuelven a enseñarse las caras de perro. Los hombres libres son los que no poseen nada salvo el diálogo con la tierra.

placeholder Otra imagen de 'Dune'. (Warner)
Otra imagen de 'Dune'. (Warner)

En una decisión aparentemente caprichosa —por el personaje, no por el director—, el Imperio ofrece a la Casa de los Atreides la concesión del planeta Arrakis. Y ahí empieza la aventura del héroe, con un Chalamet heredero de una dinastía colonialista con poderes proféticos. El sueño, la premonición, una mente demasiado poderosa que puede traspasar el espacio-tiempo, el presente y el futuro, que se entremezclan en una reordenación geopolítica que llama al entendimiento entre religiones, entre culturas. Frente a la ilustración de los Atreides -que se creen libres pero están sometidos-, la sabiduría telúrica de los fremen: Chani (Zendaya), protagonista recurrente de los augurios del joven Paul, y Stilgar (Javier Bardem), con un personaje tan bronco como legal que augura mayor protagonismo en una segunda parte que, esperemos, ocurra.

La 'guerra santa' se extiende por el universo, engarzada con la explotación económica y política, en la que participan los ejércitos con los fanáticos y los supervivientes. Por allí se pasean las Bene Gesserit (entre las que están Charlotte Rampling y Rebecca Ferguson), espirituales frente a la fuerza bruta de los soldados predispuestos al martirio por defender algo que les ha sido impuesto, algo a lo que rinden pleitesía. Las escenas de acción son un movimiento casi operístico fuera de cualquier fórmula 'revientataquillas'. Las imágenes de destrucción conmocionan por su materialidad, porque el espectador lo palpa y lo sufre. El ser humano, el individuo, no puede quedar sino enano en las proporciones en las que hablamos.

placeholder ¿Quieres fuego? Toma dos tazas. (Warner)
¿Quieres fuego? Toma dos tazas. (Warner)

Los actos de heroísmo —o suicidas, más bien— parecen insignificantes dentro de esos planos generales que nos hablan de algo mucho más grande de lo que pudiésemos significar. Villeneuve da -algunas, no muchas- concesiones a los que buscan una película de acción estelar: batallas entre ejércitos -con Josh Brolin y Jason Momoa- a la cabeza, intrigas palaciegas en torno a la familia Atreides -el Duque Leto Atreides, interpretado por Oscar Isaac y su hijo Paul (Chalamet)- y alguna lucha cuerpo a cuerpo más pueril para dar ritmo palomitero a una narración que pide pausa y detalle.

El cine como comunidad, como éxtasis, como narración entroncada en su momento. Un cine que adapta, pero que no puede ignorar su tiempo. Un cine estético que no olvida el alma. Una experiencia tan grandilocuente como divina, que replantea la aproximación al 'blockbuster', a la capacidad de emocionar desde lo grande, desde lo ficticio, para conocernos más a nosotros mismos, a lo que queremos ser como especie, como Humanidad con mayúsculas. Y luego, si eso, los gusanos.

Foto: Cartel promocional de 'Billy'. (Begin Again Films)
Foto: 'Calamity'. (La Aventura Audiovisual)

Que la versión de Denis Villeneuve de la novela que publicó Frank Herbert en 1965 iba a ser de una belleza fría y apabullante era ineludible. Las imágenes amplias y místicas de un universo dividido en pequeños reinos feudales sobrecogen a cualquier espectador con retinas sanas. La pregunta era, por el contrario, si más allá de un asalto a los sentidos embriagador y casi extático habría algo de fondo. Y el canadiense ha erigido una crítica espiritual a la geopolítica del momento en una película de hechuras wagnerianas en las que el 'pulp' de la novela original ha dejado paso a la solemnidad de un texto sagrado.

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