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Hay dos clases de hombres: los pecadores que se creen justos y los que se suicidan
Escondemos nuestros pecados y odiamos, públicamente, al pecador. Hay penitentes que resisten el linchamiento. Otros, impotentes, acaban suicidándose
Se habla mucho de los peligros de los nuevos tiempos. Pero yo veo sobre todo uno: el peligro de ser señalado. Si te borras de ese peligro, siendo anónimo, importando un pijo lo que dices o lo que haces, eliminas, ipso facto, los demás riesgos: las adicciones, el tráfico de ansiedades, los escándalos, el chantaje, los linchamientos… Aquí todo va bien mientras no puedan quitarte el curro, meterte en bullas emocionales y convertirte en un imán de insultos gratuitos. Pero, si pueden señalarte, date por jodido.
Siempre ha habido, y siempre habrá, quien salive haciendo leña del árbol caído para sentirse mejor. Y las herramientas digitales —especialmente las redes— han agitado todavía más el champán de la mala sangre, permitiendo juzgar a todo trapo, sin límites ni fronteras. Es el Macguffin de esta peli. La excusa argumental que descorcha el relato de incontinentes oportunismos a nuestro alrededor, donde parece que aceptamos las puñaladas de una guerra en la que desconocíamos nuestra participación hasta recibir el primer golpe.
Un proceso así de estalinista no sería ningún problema si viviésemos en un reino de santurrones inmaculados. Por suerte, no es así. Yo, y todos ustedes, somos bestias pecadoras con arranques a lo Chiquito de la Calzada, sin los cuales la cotidianidad sería un petardo de clausura. Hasta los neurocientíficos, en concreto un tal Jack Lewis, afirman que abrazar unos cuantos pecadillos capitales es perfectamente saludable y moralmente apropiado. Rendirse oportunamente a la gula o la lujuria, bien sea a bocinazos o a la chita callando, es tan recomendable como comer cinco porciones de fruta y verdura al día. Según qué gula, o qué lujuria, hasta se pueden juntar ambas sugerencias.
Hemos quedado, entonces, en que vivimos inermes a la tentación del vicio, en un cosmos digital, tan exhibicionista como chafardero, que se ensaña drásticamente con los viciosos. Se capta la ironía, ¿no? Un ecosistema perfecto para que se confundan esas dos clases de personas de las que hablaba Pascal: la de los justos que se creen pecadores y la de los pecadores que se creen justos.
Como él mismo relata en esas desasosegadas últimas palabras, nunca tuvo intención de avivar relación sexual alguna, ni de incomodar a la chica
Venía yo pensando en todo esto, cuando me asaltaron las últimas actualizaciones del caso Rubiales, y la nota de suicidio del dibujante Ed Piskor. De Rubiales ya andaba bastante puesto en faena, pero confieso que no tenía ni pajolera idea de quién era Ed Piskor hasta que me llegaron los detalles de su autolisis. Sí me sonaba haber oído algo, el año pasado, de su comic Red Room. Aunque Piskor, como nombre, como autor, se me escapaba. Ahora, tras su muerte, me entero de que no solo era un gran dibujante, sino también fan de R. Crumb y GG Allin. Así que el drama de su suicidio, compartiendo gustos tan elevados, me duele por partida doble.
Para quien despiste lo sucedido, el historietista se quitó la vida el lunes tras el tsunami de odio que llevaba semanas arrastrando por unas acusaciones de acoso sexual. Todo porque Molly Dwyer, una chica con la que Piskor intercambió mensajes de supuesta índole sexual en 2020, subió a internet el chat de la conversación. Vale, hay que tener en cuenta que Dwyer contaba entonces con 17 años, provocando que algunos comentarios de Piskor —como llamarla "niña traviesa" o invitarla a dormir a su casa—, den algo de mal rollo. Pero hasta ahí. No solo no hubo nada físico, sino que tampoco puede decirse que se lea una vileza monstruosa en los mensajes del dibujante. Como él mismo relata en esas desasosegadas últimas palabras, nunca tuvo intención de avivar relación sexual alguna, ni de incomodar a la chica.
Pero la versión de Piskor, hasta su suicidio, se la sudaba titánicamente a todo el mundo. Por mucho que declarase ser inocente de las acusaciones, y hasta aceptase haber metido la pata al hablar con un tono susceptible de malentendidos, la cacería no cesó. Y, por si no fuera suficiente con recibir el desprecio rabioso de miles de desconocidos, el historietista vio sus contratos de trabajo cancelados a tenor del motín digital. Un giro drástico para cualquiera, pero más aún para alguien que decía ser tan tremendamente introvertido como vitalmente dependiente de su profesión.
Creo que el de Piskor es otro ejemplo de que la policía de la moral se ha sublimado como Dios. Está en todos. Nos observa y puede hablar a través de nosotros, con consecuencias que se anticipan a las conclusiones de la justicia. Libre de toda modestia, o austeridad, pues cuanto más incendiaria es la persecución, más virtuosos se sienten sus agentes.
A mí, qué quieren que les diga, esto me pudre y me irrita. Creo que revolcarse en la ignominia ajena como fórmula de reconocimiento es antisocial, antipático y cobarde. Un arranque vomitivo, propio de cagones acoquinados, que creen que señalando expiaran la culpa que los corroe.
Así se presenta esta actualidad morbosamente acusica en la que andamos. Colmada por igual de Rubiales canallas, como de Piskor métete patas, pero ambos enfrentados a los mismos perversos verdugos que no dudan en lanzarse a una batida de hostilidad descontrolada. Da igual se desconocen los detalles de sus víctimas. Con una declaración, con un rumor, ya les vale. Y no es fácil resistir semejante embestida.
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Hay pecadores enteros. Firmes. Con la camisa tiesa de vómito y la bragueta abierta, sacan pecho y mantienen la cabeza alta. Saben hacer oídos sordos a los chillidos patibularios que piden metafóricamente su pescuezo. Son tan culpables como conscientes de que la verdad pura apenas sirve para nada, de que es un capricho; un espejismo filosófico que no les tenderá una cuerda hasta el fondo del pozo. Quizás al contrario. Y por eso callan, o mienten, o arremeten al contragolpe.
También hay pecadores a medias. Flojos. Con la entrepierna manchada de agua, estaban en el lugar y momento equivocados, diciendo lo que no debían. No se ven capaces de obviar la mezquindad gritona y punitiva que se regocija en destruirlos. Si son inocentes es lo de menos, porque se desmoronan al querer demostrarlo. Y por eso hablan, se enfangan y amedrentan hasta parecer peores culpables de lo que lo eran al principio.
Rubiales es, sin duda, de los primeros. Un pecador que va de justo, con una escafandra por la que resbalan los golpes sin machacarlo. Ed Piskor, en cambio, era de los segundos. Alguien frágil, e incapaz de soportar el martirio de que su presunción de inocencia fuese violada, sin cuartel, por las jaurías coléricas de internet. Y a pesar de ser pecadores tan diferentes, el linchamiento les ha caído por igual.
Enseguida se da uno cuenta de que, la única forma de vacunarse eficazmente contra la picota del señalamiento, es desaparecer. Hacerse invisible, salvo para un corral de gallinas y un huerto de autoconsumo. El resto, ay, no podemos bajar la guardia. Un día cualquiera, quién sabe, nos puede tocar.
Se habla mucho de los peligros de los nuevos tiempos. Pero yo veo sobre todo uno: el peligro de ser señalado. Si te borras de ese peligro, siendo anónimo, importando un pijo lo que dices o lo que haces, eliminas, ipso facto, los demás riesgos: las adicciones, el tráfico de ansiedades, los escándalos, el chantaje, los linchamientos… Aquí todo va bien mientras no puedan quitarte el curro, meterte en bullas emocionales y convertirte en un imán de insultos gratuitos. Pero, si pueden señalarte, date por jodido.
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