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Esa gente que puede permitirse el lujo de no tener pareja después de los 40
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Héctor G. Barnés

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Esa gente que puede permitirse el lujo de no tener pareja después de los 40

Hay una glorificación de la soledad por parte de aquellos que pueden permitírselo: la mayoría de la gente no puede vivir sola por razones económicas, psicológicas o materiales

Foto: Fanny Ardant, feliz sola. (EFE/EPA/Ettore Ferrari)
Fanny Ardant, feliz sola. (EFE/EPA/Ettore Ferrari)
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Un compañero mantiene la teoría de que después de los 40 hay que tener pareja o, al menos, intentar tenerla (lo importante es participar). Como si las relaciones amorosas fuesen el juego de las sillas, a la edad en la que el reloj del juicio final de la paternidad y la vejez se acerca a las doce de la noche, hay que encontrar un asiento (alguno, el que sea) o corremos el riesgo de quedarnos de pie para siempre.

Este razonamiento que escandalizará a algunos corresponde a cierto pragmatismo de clase trabajadora (o clase media-baja) en el que a medida que nos hacemos mayores empieza a primar lo práctico por encima de lo emocional. Es la edad a la que, por ejemplo, uno quizá no tenga muchas certezas, pero sí sabe que no piensa volver a compartir piso con desconocidos, ni mucho menos, volver a casa de los padres en caso de que vengan mal dadas. Sacas la calculadora y tener pareja con quien compartir alquiler, cuenta de Filmin y packs de dos por uno compensa.

Un único salario no sirve para pagar un alquiler (hoy tal vez ni siquiera dos), y además, tener una pareja con la que convivir siempre viene bien en algunos momentos: cuando uno se pone pachucho y necesita que lo arropen; cuando llega el verano y toca irse de vacaciones; cuando es sábado por la mañana y no queremos pensar en qué hacer esa noche y cuando es domingo por la tarde y la tristeza del lunes se cierne sobre nosotros.

Desde hace tiempo recopilo los testimonios de esas excepciones que reconocen que viven mejor solos. No es casualidad que casi todos encajen en un perfil muy determinado: gente con un alto nivel económico (actores, la mayoría), de más de 50 años y una vida más o menos resuelta. El primer caso que recuerdo era el de Fanny Ardant, la última pareja del director de cine François Truffaut, durante los años ochenta. En una entrevista venía a decir algo así como que su relación funcionaba porque cada uno vivía en su propia casa. Habían llegado a una edad en la que ya no estaban dispuestos a aguantar a nadie, así que cada encuentro era una cita.

El problema es que la independencia y la soltería hay que pagarlas

El actor Hovik Keuchkerian (51 años) explicaba esta semana a El País que vive solo en un pueblo fuera de Madrid. No tiene pareja y cada vez le gusta menos estar con gente. El suyo es el prototipo del ermitaño solitario que cada vez tolera menos la compañía. Pero tiene maña para cuidar su huerto y, sospecho, recursos para enfrentarse a las dificultades que puedan surgir en su paraíso privado.

En el bando de Ardant se encuentra la actriz Cecilia Roth, que en una entrevista con Smoda afirmaba que por primera vez en su vida, a los 67 años y después de un matrimonio con Fito Páez, estaba viviendo sola. Gracias a eso, sentía "una felicidad que no he tenido nunca". "La convivencia erosiona una relación", razonaba. "¿Por qué tenemos que vivir juntos? Podemos amarnos igual y más seguramente dándonos sorpresas".

placeholder Cecilia Roth, otra mujer sola (y feliz). (EFE/Juan Herrero).
Cecilia Roth, otra mujer sola (y feliz). (EFE/Juan Herrero).

Roth no renunciaba al amor, pero sí a la convivencia: el suyo es uno de estos casos de romanticismo que no quiere ser contaminado por las miserias de lo cotidiano. Una vida en la que la distancia garantiza que ese momento de encuentro con lo ordinario —los ronquidos, las torpezas, los olores, los codazos en la cama— se retrase todo lo posible. El problema es que esa independencia hay que pagarla. Hay muy poca gente que pueda permitirse vivir separada de su pareja eternamente solo por mantener la magia. La soledad es, en algunos casos, un lujo al alcance de pocos.

Saquemos unas cuantas estadísticas. Según una encuesta de Fotocasa, el 44% de los españoles que comparte piso lo hace porque no puede permitirse pagar un alquiler completo. Otro informe de Idealista señalaba que la media de edad a la que los españoles comparten piso ha aumentado hasta los 34. Además, los españoles destinan casi un 40% de sus ingresos a la vivienda.

Así, el panorama, seguro que más de uno y más de una han acelerado su evolución de situationship a pareja consolidada para mandar a paseo a sus pesados compañeros de piso. La pareja monógama es una institución que sigue teniendo sentido económico, aunque socialmente el matrimonio se encuentre en declive. En un momento histórico en el que los ritos de paso han desaparecido, irse a vivir con la pareja es lo que más se parece a uno. Al menos, uno tiene la sensación de que va hacia algún sitio.

La pareja monógama es una institución que sigue teniendo sentido económico

Más allá de lo material, hay otros motivos emocionales y psicológicos por los que no todo el mundo puede vivir en soledad. Hace poco una chica que vivía sola me contaba que en este momento de su vida no le gustaba vivir sola y entendí por qué lo decía. Hace falta una cierta fortaleza mental, capacidad de organización e independencia afectiva para sacar adelante un hogar uno solo, aunque sea impersonal. La soledad no solo es un lujo, también puede ser un castigo.

La glorificación de la soledad

El propio Hovik lo admite en su entrevista: el ser humano, por mucho que se compre parcelitas en la España vacía para subsistir a base de sembrar patatas, es un animal social. Sin embargo, hay una creciente tendencia a ensalzar las virtudes de la soledad (elegida), sin darnos cuenta de que en muchos casos es un símbolo de estatus. Algo a lo que la mayoría no puede aspirar: cuánta gente de esa que parece haber vivido un matrimonio férreo se habría separado de habérselo podido permitir económicamente. Sobre todo, cuántas mujeres que no aguantaban a sus maridos lo habrían hecho.

Es la consecuencia perfecta de cierto individualismo, el de la época de las red flags y el "si no aportas, aparta" en el que se intenta evitar el conflictivo roce con los demás, reduciendo al mínimo nuestras relaciones personales. Sobre todo, el amor y el compromiso: sorteamos las relaciones que nos pueden hacer daño o las dejamos siempre abiertas para poder escapar en cualquier momento. No comprometerse también es un privilegio, porque no siempre podemos dar un portazo y marcharnos.

Se está produciendo una glorificación de la soledad por parte de aquellos que pueden permitírselo, acompañado por esa estética pija tan atractiva de lo cosy. Esas imágenes de cabañas de madera, de leños en el fuego, de las luces tenues y del hygge. Una visión idílica del aislamiento que no deja de promocionar cierto consumismo: el de la man cave, el del hogar hecho a medida a base de placeres privados, el de la república independiente de tu hogar de Ikea. Pensamos que somos Thoreau, pero en realidad somos consumistas obsesionados porque nos dejen en paz. Luego, como le ocurre a la protagonista de Un amor de Sara Mesa, nos encontramos con el lado oscuro del aislamiento.

Solo unos pocos pueden permitirse romper todos los lazos sociales y ser independientes económica, social, física y psicológicamente. No se trata solo de tener dinero: se trata de saber cuidar un huerto, de limpiar y mantener una casa, de saber que si te caes y te rompes algo podrás levantarte, de saber estar solo sin volverte loco, de tener el suficiente dinero como para enfrentarse a una emergencia inesperada. Esta romantización de la soledad pasa por alto todos esos factores y nos la presenta como algo aspiracional.

Quien presume de estar solo probablemente no lo llega a estar nunca por completo

En otra entrevista reciente, Fanny Ardant decía que ahora que tiene 74 años, cuando no trabaja, va sola al cine, toca el piano, pasea por París o se queda en la cama "leyendo y comiendo chocolate". Suena demasiado bonito. También reconoce que cuando lo necesita, ve a sus hijos y nietos, con los que tiene una buena relación. Ahí está la letra pequeña de esta romantización de la soledad: que quien presume de estar solo probablemente no lo llega a estar nunca por completo, y siempre tendrá dónde caerse muerto cuando se muera. No todo el mundo puede permitirse la soledad.

Un compañero mantiene la teoría de que después de los 40 hay que tener pareja o, al menos, intentar tenerla (lo importante es participar). Como si las relaciones amorosas fuesen el juego de las sillas, a la edad en la que el reloj del juicio final de la paternidad y la vejez se acerca a las doce de la noche, hay que encontrar un asiento (alguno, el que sea) o corremos el riesgo de quedarnos de pie para siempre.

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