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'Los gestos': Pablo Messiez se revuelve contra la docilidad y el teatro muerto
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'Los gestos': Pablo Messiez se revuelve contra la docilidad y el teatro muerto

Tras 'La voluntad de creer', Messiez vuelve a dar un salto como autor y director en una obra que se pregunta cómo hacer teatro hoy. En el teatro Valle-Inclán (Centro Dramático Nacional)

Foto: Fernanda Orazi y Emilio Tomé en 'Los gestos', de Pablo Messiez. (Luz Soria)
Fernanda Orazi y Emilio Tomé en 'Los gestos', de Pablo Messiez. (Luz Soria)

Un montón de sillas apiladas de cualquier manera, de color marrón. Un piano. Un espacio circular, vacío, medio abandonado. Unos ventanales enormes. Música de fondo. Un joven en proscenio, de pie, quieto, con los ojos cerrados y las manos casi entrelazadas. Unas campanas de iglesia, a lo lejos. Chicharras. Unos pájaros. Una voz que dice: "Es un homenaje a Pasolini que estoy escribiendo". El chico lleva unos pantalones color amarillo casi marrón, un poco antiguos pero no demasiado. Una mujer entra, se sienta en una silla y observa Roma por los ventanales. Otra voz, como un eco de otro tiempo, dice: "El joven no se da cuenta de que está siendo observado". Alguien canta Vorrei che fosse amore de Mina. La letra llega y se va, alejándose hacia el patio de butacas. El chico abre los ojos despacio, parpadea y los vuelve a cerrar. Unos pasos. Un avión ¿despegando? Campanas, otra vez. Pájaros, otra vez. Chicharras, otra vez. Una voz da la bienvenida al público. Empieza la obra, cuando ya hacía tiempo que había empezado. Empiezan Los gestos, de Pablo Messiez y, cuando la obra acabe, volveremos a esta obertura de voces, chicharras y campanas, volveremos a ese avión, a las canciones de Mina y al parpadeo de ese chico. Y, quizá, todo tenga sentido.

Antes de eso, una mujer y un hombre entrarán en ese escenario que parece haber vivido tiempos mejores, y ella le contará que quiere montar un bar, que la sala es suya, una herencia, y él preguntará "por qué te lo han dado a ti y no a tus primos". Y ella dirá: "Ay, yo qué sé, porque sí, no me hagas explicar todo como si fuera una obrita de las tuyas. ¿Empezamos?", dirá. Y aquello que está sucediendo seguirá empezando muchas veces, y esa mujer cantará canciones de Mina, y ese hombre pensará en su homenaje a Pasolini, y la bailarina vieja que mira por la ventana guardará gestos para el futuro, y el pianista joven no entenderá por qué nadie le paga y de qué viven estos pijos de mierda del teatro, y ese chaval que convocaba gestos en el escenario mientras el público se sentaba en sus butacas pedirá un suco di pera en un avión que le llevará a Roma y nos dirá que no quiere ideas, ni opiniones, ni comentarios, que lo que quiere es escritura, solo eso, mirar fijo, fijar con palabras, nombrar lo que hay. Nada más. Nada menos.

Y de eso, de nombrar lo que hay, pero sobre todo lo que no hay, va esta obra, que Pablo Messiez acaba de estrenar en el Teatro Valle-Inclán

Y de eso, de nombrar lo que hay, pero sobre todo lo que no hay, va esta obra, Los gestos, que Pablo Messiez acaba de estrenar en el Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional (CDN). Una pieza en la que el director y autor de La voluntad de creer romperá la unidad de tiempo y espacio, en la que dislocará la gramática de los gestos —los viejos, los nuevos, los nuestros, los de otros, los heredados, los repetidos, los que no sabemos que nos definen— para escribir en escena todo eso que no se puede escribir porque quizá todo eso que vemos solo sea un eco de alguien que fuimos o de alguien que nunca seremos. El eco de un tiempo, un lugar y unos cuerpos que solo existen en esta obra que empieza una y otra vez y que convoca gestos que se repiten, que se superponen, que dialogan de forma extraña con los cuerpos de sus intérpretes porque no siempre se corresponden con lo que sienten, con lo que les pasa. "Como si en el aire hubieran quedado huellas de gestos de otras épocas y el espacio estuviera imantado y se les fueran partes del cuerpo a esos gestos que no les pertenecen", explica Messiez. Son gestos que "toman el poder" y en escena veremos a esa mujer que canta a Mina llorar y decir que no está triste, que ese llanto no es suyo, que "viene de otro sitio".

En el reparto de Los gestos —coproducción del CDN y Teatro Kamikaze con la colaboración de la Academia de España en Roma—, Fernanda Orazi, Emilio Tomé, Nacho Sánchez, Manuel Egozkue y Elena Córdoba, que también firma la coreografía. Con diseño de luces de Carlos Marquerie, escenografía de Mariana Tirantte, espacio sonoro de Óscar Villegas y Lorena Álvarez, vídeo de David Benito y vestuario de Cecilia Molano.

Y todo es un parpadeo

En Los gestos hay una actriz divina y con pelucón llamada Topazia (Fernanda Orazi) que quiere montar un espectáculo con canciones de Mina, un director de teatro llamado Sergio (Emilio Tomé) que quiere hacer un homenaje a Pasolini, un pianista joven (Manuel Egozkue) al que han contratado no se sabe para qué, una bailarina vieja (Elena Córdoba) que luego sabremos que es la madre de Topazia y un joven escritor llamado Lisandro (Nacho Sánchez) que quizá sea el alter ego de Messiez o quizá no. En Los gestos hay canciones de Battiato y versos de Rubén Darío, las Expressions des passions de l'Ame de Charles Le Brun, escenas de Teorema, de Pasolini, las chicharras del Eros dulce y amargo de Anne Carson, una imagen de Susan Sontag en la casa de un camello, el éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, el latido de aquella Jeanne Dielman de Chantal Akerman o el gesto vertical del San Sebastián de José de Ribera. Y también hay un chisporroteo sutil y constante. Ese ruido que hacen los focos cuando cambian de temperatura y que aquí se convierte en otro parpadeo, en otra chicharra, en una obra con un espacio sonoro extraordinario que envuelve escenario y patio de butacas. Una obra con algo de loop en la que se superponen gestos y comienzos, como si al pasar diapositivas se nos hubiera atascado una de ellas y se solaparan varias imágenes al mismo tiempo.

placeholder Fernanda Orazi y Nacho Sánchez en 'Los gestos'. (Luz Soria)
Fernanda Orazi y Nacho Sánchez en 'Los gestos'. (Luz Soria)

Cuenta Pablo Messiez que el germen de Los gestos nació en una pieza de danza que estrenó en el Festival de Otoño de 2021, Cuerpo de baile, en la que ya había una escena donde "los gestos aparecían como trastornados". En esta nueva obra, el director suma a ese trastorno gestual su querencia por la danza, un deseo que aquí encarna la bailarina y coreógrafa Elena Córdoba, deslumbrante en escena, que no solo baila y nos habla, sino que coreografía todo el movimiento de sus compañeros: Orazi como diva excesiva y algo pasada de rosca; Tomé como un director al borde del patetismo y un poquito insoportable; Sánchez, con una presencia que llega hasta la última fila del patio de butacas y Egozkue, como ese joven entre distanciado y cabreado al que todo le parece una marcianada. Y bañando todo ese universo, las luces de Carlos Marquerie, que tiñe el escenario de una luz cruda y de otra, explica, "de color mostaza, un amarillo sórdido, como si hubiéramos bañado el escenario de aceite de oliva". Es difícil reunir a un equipo técnico y artístico tan entregado como el de este montaje en el que Messiez parece estar buscando otra manera de hacer teatro.

¿Y qué emplea para buscar una teatralidad distinta? Lo más teatral del teatro, la repetición: "Uno piensa todo el tiempo el teatro como el lugar al que uno va para entender cosas de lo humano", explica a este diario, "pero pensarlo así es pensarlo desde el contenido y yo creo que, a lo mejor, lo que el teatro nos está diciendo es que toda la vida es repetición y que para existir, repetimos". Messiez usa cada gesto como si fuera el masaje cardiaco a un cuerpo enfermo que quisiera reanimar, como si estuviera reseteando el vínculo con las ficciones, como si reclamara el misterio del teatro y como si nos dijera que lo que vemos no es lo que pasa y que las cosas pueden suceder sin necesidad de entenderlas todas. Lisandro preguntará en escena "¿una obra sobre dejar de hacer obras?", y dirá: "qué asco dais los del teatro".

Contra la docilidad

Los gestos es una obra contra el teatro muerto y acomodaticio, contra el teatro sin riesgo ni imaginación, contra ese teatro actorcentrista que lo pone todo en el intérprete y se olvida de su relación con el sonido, con los objetos, con su cuerpo y el de los otros. Los gestos es una obra extraña, estimulante y personalísima contra la docilidad creativa y la sumisión a la convención, contra esa entrega a la ideología, el tema y el titular tan frecuente en el teatro de los últimos años. Los gestos es una obra que propone disidencias en el gesto vital, en el gesto teatral, en el gesto político, una obra contra la certidumbre y la cobardía. "Hacemos pocos gestos imprevistos", dice Lisandro, "imagínate lo que sería esto sin cobardía, lo que estaría pasando ahora mismo aquí si no existiera ese gusto por la docilidad". Pero esta es solo una posibilidad porque no es fácil saber (qué maravilla) de qué nos está hablando Los gestos, que bien podría ser un thriller sobre la memoria y la vida secreta de los recuerdos o una historia de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo, quién sabe.

placeholder La coreógrafa y actriz Elena Córdoba. (Luz Soria)
La coreógrafa y actriz Elena Córdoba. (Luz Soria)

Pero lo que sí sabemos es que en esta obra hay una apuesta fortísima por el riesgo y la búsqueda, por sostener y defender, a pesar de todo, algo complejo y nada complaciente. "Es muy difícil esto, no se entiende nada, nos van a comer crudos", dirá Topazia, y ojalá se equivoque porque esa ambición radical de Messiez, en una temporada más bien mediocre, resulta espectacular.

Los gestos. Texto y dirección: Pablo Messiez. Reparto: Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Fernanda Orazi, Nacho Sánchez y Emilio Tomé. Hasta el 14 de enero en el Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional.

Un montón de sillas apiladas de cualquier manera, de color marrón. Un piano. Un espacio circular, vacío, medio abandonado. Unos ventanales enormes. Música de fondo. Un joven en proscenio, de pie, quieto, con los ojos cerrados y las manos casi entrelazadas. Unas campanas de iglesia, a lo lejos. Chicharras. Unos pájaros. Una voz que dice: "Es un homenaje a Pasolini que estoy escribiendo". El chico lleva unos pantalones color amarillo casi marrón, un poco antiguos pero no demasiado. Una mujer entra, se sienta en una silla y observa Roma por los ventanales. Otra voz, como un eco de otro tiempo, dice: "El joven no se da cuenta de que está siendo observado". Alguien canta Vorrei che fosse amore de Mina. La letra llega y se va, alejándose hacia el patio de butacas. El chico abre los ojos despacio, parpadea y los vuelve a cerrar. Unos pasos. Un avión ¿despegando? Campanas, otra vez. Pájaros, otra vez. Chicharras, otra vez. Una voz da la bienvenida al público. Empieza la obra, cuando ya hacía tiempo que había empezado. Empiezan Los gestos, de Pablo Messiez y, cuando la obra acabe, volveremos a esta obertura de voces, chicharras y campanas, volveremos a ese avión, a las canciones de Mina y al parpadeo de ese chico. Y, quizá, todo tenga sentido.

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