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Spinoza: el filósofo de la naturaleza y Dios, de la materia y el alma
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Spinoza: el filósofo de la naturaleza y Dios, de la materia y el alma

En el superventas 'La Historia de la Filosofía' (1926), el historiador y premio Pulitzer Will Durant relata la vida e ideas de los grandes filósofos occidentales. Ahora sale en España con la editorial Arpa y publicamos parte del capítulo de Spinoza

Foto: Baruch Spinoza.
Baruch Spinoza.

Las vicisitudes de los judíos a partir de la Diáspora es una de las epopeyas de la historia de Europa. Sacados de su patria natal por los romanos durante la toma de Jerusalén, el año setenta de nuestra era, y dispersados por la huida y el comercio, entre todas las naciones y en todos los continentes, perseguidos y diezmados por los adictos de las grandes religiones —cristianismo e islamismo— que habían nacido de sus escrituras y de sus memorias; impedidos por el sistema feudal de poseer tierras, y por los gremios de tomar parte en la industria; encerrados dentro de congestionados ghettos y asediados por persecuciones que los estrechaban cada vez más, asaltados por el populacho y robados por los reyes, construyendo con sus finanzas y su comercio las ciudades y capitales indispensables para la civilización, expulsados y excomulgados, insultados y vilipendiados, más aún, sin siquiera poseer una lengua común, este asombroso pueblo se ha mantenido en cuerpo y alma, ha preservado su integridad racial y cultural, ha conservado con celoso amor sus rituales y sus tradiciones antiquísimas, ha esperado paciente y resueltamente el día de su liberación y ha surgido más numeroso que antes, renombrado en todos los campos por las contribuciones de sus genios y ha sido restaurado triunfalmente después de dos mil años de peregrinación, en su antigua e inolvidable patria.

¿Qué drama podría rivalizar por la grandeza del sufrimiento, por la variedad de las escenas y por la gloria y la justicia de su triunfo? ¿Qué obra de ficción podría equipararse al romance de esta realidad?

placeholder Portada de 'Historia de la Filosofía', de Will Durant.
Portada de 'Historia de la Filosofía', de Will Durant.

La Diáspora comenzó muchos siglos antes de la caída de la Ciudad Santa; desde Tiro y Sidón y otros puertos, los judíos se esparcieron por todos los rincones del Mediterráneo: por Atenas y Antioquía, por Alejandría y Cartago, por Roma y Marsella, llegando incluso a la distante España. Después de la destrucción del Templo, la Diáspora se convirtió casi en una emigración en masa. Finalmente, el movimiento siguió dos corrientes: una a lo largo del Danubio y del Rin, y de ahí, posteriormente, a Polonia y Rusia; la otra corriente fue por España y Portugal, con la conquista de los moros (711 d. C.). En Europa central, los judíos se distinguieron como mercaderes y financieros. En la península absorbieron gustosos la ciencia matemática, médica y filosófica de los árabes y desarrollaron su propia cultura en las grandes escuelas de Córdoba, Barcelona y Sevilla. Allí, en los siglos XII y XIII, los judíos desempeñaron un importante papel en la transmisión de la cultura antigua y oriental a la Europa occidental. Fue en Córdoba donde Moisés Maimónides (1135-1204), el mayor médico de su época, escribió su famoso comentario bíblico, la Guía de perplejos; fue en Barcelona donde Hasdai Crescas (1370-1430) propuso las herejías que sacudieron a todo el judaísmo.

Los judíos de España prosperaron y florecieron hasta que Granada fue conquistada por Fernando el Católico en 1492 y los moros fueron expulsados definitivamente. Los judíos peninsulares perdieron entonces la libertad de la que disfrutaban bajo el benigno predominio del islam; la Inquisición se echó sobre ellos con la alternativa de bautizarse y practicar el cristianismo, o exiliarse y sufrir la confiscación de sus bienes. No es que la Iglesia fuera violentamente hostil a los judíos; los papas protestaron reiteradamente contra las barbaridades de la Inquisición. Pero el rey de España pensó que podría engordar su bolsa con la riqueza pacientemente acumulada por esta raza extranjera. Casi en el mismo año en que Colón descubrió América, Fernando descubrió a los judíos.

La gran mayoría de los judíos aceptó la alternativa más ardua y buscaron un lugar de refugio. Algunos se embarcaron y llegaron a Génova y a otros puertos italianos; fueron rechazados y siguieron navegando, cada vez con mayor miseria y enfermedad, hasta alcanzar la costa de África, donde muchos de ellos fueron asesinados para quitarles las joyas que, según se pensaba, habían engullido. Unos cuantos fueron recibidos en Venecia, que sabía cuánto de su ascendencia marítima era debida a los judíos. Otros financiaron el viaje de Colón, hombre que quizá fue de su propia raza, esperando que el gran navegante les encontrara un nuevo hogar. Gran número de ellos se embarcaron en frágiles bajeles, típicos de aquella época, y navegaron Atlántico arriba, entre las hostiles Inglaterra y Francia, hasta encontrar por fin cierta medida de bienestar en la pequeña y magnánima Holanda. Entre ellos iba una familia de judíos portugueses, de apellido Espinoza.

Fue la odisea de los judíos lo que constituyó los antecedentes mentales de Spinoza y lo convirtió irrevocablemente en judío, por más que tuviera que ser excomulgado

Luego España decayó, y Holanda prosperó. Los judíos edificaron su primera sinagoga en Ámsterdam en 1598, y, cuando sesenta y cinco años después edificaron otra, la más magnífica de Europa, sus vecinos cristianos les ayudaron a financiar la empresa. Los judíos eran ahora felices, a juzgar por el rollizo continente de mercaderes y rabinos a los que Rembrandt ha dado inmortalidad. Pero a mediados del siglo XVII, el tenor tranquilo de los acontecimientos fue interrumpido por una amarga controversia dentro de la sinagoga. Uriel da Costa, joven apasionado que abandonó al igual que otros judíos la influencia escéptica del Renacimiento, escribió un tratado donde atacaba enérgicamente la creencia en el más allá. Esta actitud negativa no era necesariamente contraria a la doctrina judía antigua, pero la sinagoga le obligó a retractarse públicamente, so pena de ganarse la enemistad de la comunidad que los había acogido con tanta generosidad, pero que sería implacablemente hostil a cualquier herejía que arremetiera con semejante dureza con lo que se consideraba la esencia misma del cristianismo. La fórmula de retractación y de penitencia exigía que el orgulloso autor se echara atravesado sobre el umbral de la sinagoga, mientras los miembros de la congregación pasaban por encima de su cuerpo. Humillado más allá de todo sufrimiento, Uriel regresó a su casa, escribió una fiera denuncia de sus perseguidores y se suicidó.

Esto ocurría en 1640. Para entonces, Baruch Spinoza, "el mayor judío de los tiempos modernos" y el más grande entre los modernos filósofos, era un niño de ocho años, alumno favorito de la sinagoga.

La educación de Spinoza

Fue esta odisea de los judíos lo que constituyó los antecedentes mentales de Spinoza y lo convirtió irrevocablemente en judío, por más que tuviera que ser excomulgado. Aunque su padre era un comerciante próspero, el joven no tenía ninguna inclinación por tal carrera y prefería pasar el tiempo en la sinagoga absorbiendo la religión y la historia de su pueblo. Era un estudiante inteligente y sus mayores lo veían como una futura lumbrera de su comunidad y de su fe. Muy pronto pasó de la Biblia a los quisquillosamente sutiles comentarios del Talmud, y de esos comentarios a los escritos de Maimónides, Levi ben Gerson, Ibn Ezrá y Hasdai Crescas, y su promiscua voracidad se extendió incluso a la filosofía mística de Ibn Gabirol y las intrincaciones cabalísticas de Moisés de Córdoba.

Le sorprendió la identificación que este último hacía de Dios con el universo; siguió la idea en ben Gerson, quien enseñaba la eternidad del mundo, y en Hasdai Crescas, quien creía que el universo material era el cuerpo de Dios. Leyó en Maimónides una discusión en parte favorable a la doctrina de Averroes sobre la inmortalidad como algo impersonal; pero, en la Guía de perplejos encontró más perplejidad que guía, pues el gran rabino formulaba más preguntas que respuestas, y a Spinoza le pareció que las contradicciones e improbabilidades del Viejo Testamento persistían en su pensamiento mucho después de que las soluciones de Maimónides hubieran ya caído en el olvido. Los defensores más agudos de una fe son sus grandes enemigos, pues sus sutilezas engendran duda y estimulan la mente. Y si esto fue así con los escritos de Maimónides, lo fue más aún en el caso de los comentarios de Ibn Ezrá, donde los problemas de la vieja fe se expresaron más directamente y muchas veces fueron abandonados por carecer de respuestas. Cuanto más leía y ponderaba Spinoza, más se diluían sus simples certidumbres en interrogantes y dudas.

Su curiosidad le llevó a indagar qué era lo que los pensadores del mundo cristiano habían escrito sobre las grandes cuestiones en torno a Dios y al destino humano. Emprendió el estudio del latín con un erudito holandés, Van den Ende, y entró en una esfera más vasta de experiencia y conocimiento. Su nuevo maestro tenía algo de hereje, era crítico con las creencias y con el gobierno, y un aventurero que salió de su biblioteca para unirse a una conspiración contra el rey de Francia, hasta que adornó por fin un cadalso en 1674. Tenía una hermosa hija, exitosa rival del latín en los afectos de Spinoza; hasta se podría haber logrado que un colegial moderno estudiara el latín con semejante aliciente. Pero la muchacha no era tan intelectual como para no buscar una ocasión mejor, y cuando se le presentó otro pretendiente, con dádivas más valiosas, perdió interés por Spinoza. No hay duda de que fue en ese momento cuando nuestro héroe se convirtió en filósofo.

placeholder Busto de Aristóteles en el Palacio Altemps, en Roma (Creative Commons).
Busto de Aristóteles en el Palacio Altemps, en Roma (Creative Commons).

De todas formas, ya había conquistado el latín, y a través del latín entró en el legado del pensamiento europeo antiguo y medieval. Parece que estudió a Sócrates, a Platón y a Aristóteles, aunque prefirió a los grandes atomistas, Demócrito, Epicuro y Lucrecio; por último, los estoicos dejaron en él una marca indeleble. Leyó a los filósofos escolásticos, tomando de ellos no solo su terminología, sino su método geométrico de exposición por axioma, definición, proposición, prueba, escolio y corolario. Estudió a Giordano Bruno (1548-1600), aquel magnífico rebelde, cuyos fuegos "no podrían apagar todas las nieves del Cáucaso", que vagó de país en país y de credo en credo, y que "salió por la misma puerta por donde entrara" —buscando y preguntando, para que al final fuera sentenciado por la Inquisición a ser ejecutado "tan despiadadamente como fuera posible y sin derramamiento de sangre"—, esto es, fue quemado vivo. ¡Qué tesoro de ideas había en ese italiano romántico! Antes que nada, la idea maestra de la unidad: toda la realidad no es más que una sustancia, una causa, un origen; y Dios y esta realidad son una misma cosa. En efecto, para Bruno, espíritu y materia son una misma cosa; toda partícula de la realidad se compone inseparablemente de lo físico y de lo psíquico. El objeto de la filosofía es, por tanto, percibir la unidad en la diversidad, el espíritu en la materia y la materia en el espíritu; encontrar la síntesis donde convergen los opuestos y las contradicciones; elevarse hasta el conocimiento supremo de la unidad universal, que es el equivalente intelectual del amor de Dios. Cada una de estas ideas se convirtió en parte de la estructura íntima del pensamiento de Spinoza.

Por último, y sobre todo, influyó en él Descartes (1596-1650), padre de la tradición subjetivista e idealista (como Bacon lo fuera de la objetiva y realista) en la filosofía moderna. Para sus seguidores franceses y sus enemigos ingleses, la noción central de Descartes era la primacía de la conciencia: la proposición, al parecer obvia, de que el alma se conoce más inmediata y directamente que cualquier otra cosa; que conoce el "mundo externo" solo a través de la impresión que el mundo opera sobre el alma por la sensación y la percepción; que toda la filosofía, por consiguiente, ha de empezar con el alma y el yo individuales (aunque dude de todo lo demás), reduciendo su primer argumento a las tres palabras: "Pienso, luego existo" (Cogito, ergo sum). Tal vez había algo del individualismo renacentista en este punto de partida; ciertamente lo hubo en toda una serie de consecuencias que fue extrayendo en especulaciones posteriores, como de la chistera de un mago. Ahora empezaba el gran juego de la epistemología, que en Leibniz, Locke, Berkeley, Hume y Kant se derretiría en una guerra de trescientos años que a la vez estimuló y devastó la filosofía moderna.

Le atrajo el deseo cartesiano de explicar el mundo entero, excepto Dios y el alma, por leyes mecánicas y matemáticas

Pero este aspecto del pensamiento de Descartes no interesó a Spinoza; no se perdería en los laberintos de la epistemología. Lo que le atraía era el concepto cartesiano de la "sustancia" homogénea subyacente en todas las formas de la materia, y otra sustancia homogénea que está en la base de todas las formas del espíritu; esta separación de la realidad en dos sustancias últimas sacudía la pasión unificadora de Spinoza y actuaba como esperma fertilizante sobre las acumulaciones de su pensamiento. Lo que le atrajo una vez más fue el deseo cartesiano de explicar el mundo entero, excepto Dios y el alma, por leyes mecánicas y matemáticas, idea que se retrotraía a Leonardo y a Galileo, y que quizá reflejaba el desarrollo de la maquinaria y la industria en las ciudades de Italia.

Dado un primer empellón de Dios, decía Descartes (muy semejante a como Anaxágoras lo había dicho hacía dos mil años), los demás procesos y desarrollos astronómicos, geológicos y no espirituales se podían explicar por una sustancia homogénea que existiera al principio en forma desintegrada (la "hipótesis nebular" de Laplace y Kant); todo movimiento de cualquier animal, incluido el cuerpo humano, no era más que un movimiento mecánico, como la circulación de la sangre o los actos reflejos. Todo el mundo, y cada cuerpo, es una máquina; pero fuera del mundo está Dios y dentro del cuerpo está el alma espiritual.

Aquí se detuvo Descartes, pero Spinoza se empeñó en pasar adelante.

La excomunión

Estos eran los antecedentes mentales del joven externamente tranquilo pero internamente perturbado que en 1656 (había nacido en 1632) fue llamado ante sus mayores de la sinagoga por cargos de herejía. ¿Era cierto —le preguntaron— que él había dicho a sus amigos que Dios podía tener un cuerpo, el mundo de la materia; que los ángeles podían no ser sino alucinaciones; que el alma podía ser simplemente vida y que el Antiguo Testamento nada decía acerca de la inmortalidad?

placeholder Retrato del filósofo Baruch Spinoza realizado por Franz Wulfhagen (1624–1670).
Retrato del filósofo Baruch Spinoza realizado por Franz Wulfhagen (1624–1670).

No sabemos qué es lo que respondió. Sabemos solo que se le ofreció una anualidad de quinientos doblones si consentía en mantener al menos una lealtad externa a su sinagoga y su fe; que rehusó el ofrecimiento y que el 27 de julio de 1656 fue excomulgado con todas las formalidades del ritual hebreo. "Durante la lectura de la maldición, se oía intercalado el sonido quejumbroso y alargado de un gran cuerno; las luces que al principio de la ceremonia ardían brillantes fueron apagadas una por una a medida que esta se desarrollaba, hasta que al final se apagó la última —imagen de la extinción de la vida espiritual del excomulgado— y la congregación quedó en total obscuridad".

Van Vloten nos ha dado la fórmula de la excomunión:

"Los jefes del consejo eclesiástico anuncian que, cerciorados de las malas opiniones y acciones de Baruch de Espinoza, han tratado por los medios más diversos y por las más variadas promesas de apartarlo de la mala senda. Pero como ha sido imposible llevarlo a mejor manera de pensar y, por el contrario, como cada día se han cerciorado más de las horribles herejías mantenidas y confesadas por él y de la insolencia con que tales herejías se promulgan y cunden en el extranjero, y que muchas personas dignas de crédito han testimoniado acerca de estas en presencia del dicho Espinoza, este ha quedado completamente convicto de las mismas. Tras examen de todo el asunto ante los jefes del consejo eclesiástico se ha resuelto, con anuencia de los consejeros al respecto, anatematizar al dicho Espinoza y segregarlo del pueblo de Israel y de ahora en adelante colocarlo en anatema con la siguiente maldición:

Con el juicio de los ángeles y la sentencia de los santos, anatematizamos, execramos, maldecimos y arrojamos a Baruch de Espinoza, con anuencia de toda la sacra comunidad, en presencia de los libros sacros con los seiscientos trece preceptos que hay en ellos escritos, y pronunciamos contra él la maldición con que Elisha maldijo a sus hijos, y con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. Sea maldito de día y maldito de noche; sea maldito al acostarse y maldito al levantarse; sea maldito al irse y maldito al venir. Que el Señor nunca le perdone ni reconozca; que el enojo y displicencia del Señor ardan de ahora en adelante contra este hombre, lo carguen con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley y borre su nombre bajo el cielo; que el Señor lo aparte, con el mal, de todas las tribus de Israel, haga pesar sobre él las maldiciones del firmamento contenidas en el Libro de la Ley, y que todos vosotros, los que sois obedientes al Señor vuestro Dios, seáis salvos este día.

Advertimos a todos que ninguno mantenga conversación con él por palabra de boca, ni mantenga comunicación con él por escrito; que ninguno le haga servicio alguno, que nadie habite bajo el mismo techo con él, que ninguno se acerque a cuatro codos de él y que nadie lea documento alguno dictado por él, o escrito de su mano".

Fue excomulgado por decir que Dios podía tener un cuerpo y que los ángeles podían no ser sino alucinaciones

No nos precipitemos en juzgar a los jefes de la sinagoga, puesto que ellos se enfrentaban a una situación delicada. No hay duda de que titubearon antes de que se les pudiera acusar de ser tan intolerantes ante la heterodoxia como la Inquisición que los había desterrado de España. Pero sentían gratitud con sus anfitriones de Holanda, que exigían la excomunión de aquel hombre cuyas dudas atacaban la doctrina cristiana tan vitalmente como al judaísmo. El protestantismo no era a la sazón la filosofía liberal y fluida que es ahora; las guerras de religión habían atrincherado a cada grupo de una manera inamovible en su propio credo, tanto más caro ahora por cuanto se había derramado sangre en su defensa. ¿Qué dirían las autoridades holandesas de una comunidad judía que pagaba la tolerancia y protección cristianas haciendo que de su seno saliera en una generación un Da Costa y en la siguiente un Spinoza? Además, la unanimidad religiosa les parecía a los ancianos el único medio de preservar al pequeño grupo judío de Ámsterdam de toda desintegración, casi el último medio de preservar la unidad, y de esa manera asegurar la supervivencia de los judíos esparcidos por todo el mundo. Si hubieran tenido su propio Estado, su propia ley civil, sus propias instituciones de fuerza o poder seculares para obligar a la cohesión interna y al respeto externo, podrían haber sido más tolerantes; pero su religión era a la vez su patriotismo y su fe; la sinagoga era el centro de la vida social y política tanto como de los ritos y adoraciones, y la Biblia, cuya veracidad Spinoza había impugnado, era "la patria portátil" de su pueblo. Bajo tales circunstancias, pensaron, la herejía era traición y la tolerancia, suicidio.

Alguno puede pensar que deberían haber corrido el riesgo valerosamente, pero es tan difícil juzgar con justicia a otro, como lo es ver las cosas desde el pellejo ajeno. Quizá Menasseh ben Israel, cabeza espiritual de toda la comunidad judía de Ámsterdam, podría haber encontrado alguna fórmula conciliatoria dentro de la cual tanto la sinagoga como el filósofo hubieran podido convivir en paz mutua.

Pero el gran rabino se hallaba entonces en Londres, persuadiendo a Cromwell de que abriera Inglaterra a los judíos. El destino había escrito que Spinoza debería pertenecer al mundo.

Retiro y muerte

Aceptó la excomunión con sereno valor diciendo: "A nada me obliga que no hubiera hecho de todas formas". Pero se las estaba dando de valiente, pues en verdad el joven estudiante ahora se encontraba virulenta y despiadadamente solo. Nada hay tan terrible como la soledad, y pocas son las formas de esta tan difíciles de soportar como el aislamiento del judío de todo su pueblo. Spinoza había sufrido ya la pena de la pérdida de su antigua fe; desarraigar los contenidos de la mente propia es operación capital, y deja muchas heridas. Si Spinoza hubiera entrado en otro aprisco, si hubiera abrazado otra vez las ortodoxias en que se agrupan los hombres apretujándose en busca de calor, podría haber hallado en el papel de converso distinguido algo de la vida que había perdido al haber sido apartado por completo de su familia y de su raza. Pero no se adhirió a ninguna otra secta y vivió su vida en solitario. Su padre, que había procurado que su hijo sobresaliera en el aprendizaje del hebreo, lo despachó; su hermana trató de escamotearle una pequeña herencia; sus antiguos amigos lo evitaron. ¡No es extraño que Spinoza carezca de humor!, ni extraña que estalle amargamente, de cuando en cuando, al pensar en los Guardianes de la Ley.

Quienes desean saber las causas de los milagros y entender las cosas de la naturaleza como los filósofos y no mirarlos asombrados como si fueran locos, presto son considerados como herejes e impíos, proclamados como tales por quienes son adorados de la multitud como intérpretes de la naturaleza y de los dioses, pues tales hombres saben que una vez que la ignorancia se hace a un lado, desaparece esa admiración que es el único medio por el que se preserva su autoridad.

placeholder Retrato del filósofo Spinoza realizado por Joaquín Sorolla. EFE
Retrato del filósofo Spinoza realizado por Joaquín Sorolla. EFE

La experiencia culminante llegó poco tiempo después de la excomunión. Una noche, mientras Spinoza caminaba por las calles, un piadoso rufián dispuesto a demostrar su teología mediante el asesinato, atacó al joven estudiante con una daga desenvainada. Spinoza, apartándose con rapidez, escapó con una herida en el cuello. Concluyendo que eran pocos los lugares de este mundo donde se pudiera ser filósofo con seguridad, optó por vivir en un tranquilo ático de la calle Outerdek, en las afueras de Ámsterdam. Fue entonces, seguramente, cuando cambió su nombre de Baruch a Benito. Su patrón y su patrona eran cristianos de la secta menonita y en cierto sentido podían entender al hereje. Les gustaba su amable aspecto triste (quienes han sufrido mucho se vuelven o muy amargos o muy gentiles) y disfrutaban cuando de tarde en tarde bajaba, fumaba una pipa con ellos y hablaba de la manera más sencilla. Se ganó la vida al principio enseñando a los niños en la escuela de Van den Ende, y luego puliendo lentes, como si tuviera inclinación a tratar el material refractario. Había aprendido óptica en la comunidad judía. El canon hebreo ordenaba que todo estudiante aprendiera algún arte manual, no solo porque el estudio y la enseñanza honesta raramente dan de comer, sino —como dijera Gamaliel— porque el trabajo vuelve virtuoso al hombre, mientras que "todo hombre erudito que no aprende un oficio acabará al final en bribón".

Cinco años después (1660) su huésped se trasladó a Rhynsburg, cerca de Leyden, y Spinoza fue con él. Todavía se conserva la casa y la calle lleva el nombre de este. Fueron años de vida modesta y de pensamiento elevado. Muchísimas veces se quedaba en su alcoba dos o tres días seguidos, sin ver a nadie, e incluso le llevaban su frugal comida. Las lentes que trabajaba estaban bien acabadas, pero no efectuaba ese trabajo con tanta continuidad para que le dieran más de lo meramente suficiente; amaba la sabiduría demasiado para ser un hombre "exitoso". Colerus, que siguió a Spinoza en sus distintos domicilios y escribió una breve biografía del filósofo, a partir de los testimonios de quienes le conocían, dice: "Era muy escrupuloso al hacer sus cuentas, hasta el último cuarto, de modo que no gastaba ni más ni menos de lo que debía gastar cada año. A veces decía a los de la casa que era como una serpiente que forma un círculo y se muerde la cola, dando a entender que al cabo del año nada le quedaba". Pero a su manera modesta era feliz. A uno que le aconsejó que confiara más en la revelación que en la razón le respondió: "Aunque alguna vez llegara a encontrar que el fruto que recojo por mi entendimiento natural es irreal, de todas formas ello no podría hacerme otra cosa que feliz, porque al recolectar soy feliz y no paso mis días suspirando y afligido, sino en paz, serenidad y alegría". "Si Napoleón hubiera sido tan inteligente como Spinoza —dice un gran sabio— habría vivido en una buhardilla y escrito cuatro libros". A los retratos de Spinoza que nos han llegado podríamos añadir las palabras con las que Colerus lo describe: "Era de talla mediana. Tenía buenas facciones en su cara, de piel algo atezada, el cabello oscuro y ensortijado, las cejas largas y negras, de manera que fácilmente se deducía que era descendiente de judíos portugueses. Respecto a su indumentaria, era muy desaliñado y no era mejor que la que llevaba el más mísero ciudadano. Uno de los consejeros más eminentes del Estado fue a visitarle y lo vio vestido con una bata de mañana muy sucia, por lo que el consejero lo regañó y le ofreció otra. Spinoza respondió que el hombre no era mejor por vestir una bata de calidad, y añadió: “No es razonable envolver las cosas de poco o ningún valor con un envoltorio precioso". La filosofía sartorial de Spinoza no siempre era tan ascética: "No son nuestros arreos desordenados o sucios los que nos hacen sabios —escribe—; pues la indiferencia hacia la apariencia personal es más bien prueba de un espíritu pobre, donde la verdadera sabiduría no encontrará un habitáculo que valga la pena, y donde la ciencia solo hallará desorden y desarreglo".

Libros prohibidos

Fue durante esta estancia de cinco años en Rhynsburg cuando Spinoza escribió el pequeño tratado Sobre la reforma del entendimiento (De Intellectus Enmendatione) y la Ética demostrada según el orden geométrico (Ethica more geométrico demonstrata). Esta última fue concluida en 1665, pero durante diez años Spinoza no hizo ningún esfuerzo por publicarla. En 1668, Adrian Koerbagh fue condenado a diez años de prisión por imprimir opiniones semejantes a las de Spinoza, aunque murió cuando solo llevaba dieciocho meses preso. Cuando, en 1675, Spinoza fue a Ámsterdam, confiado en que ahora podría publicar con seguridad su obra maestra, "corrió el rumor —como escribe a su amigo Oldenburg— de que pronto aparecería un libro mío en donde trataba de probar que no existe Dios. Tal habladuría, siento añadir, fue recibida por muchos como cierta. Algunos teólogos (quienes probablemente fueron los autores del rumor) aprovecharon la ocasión para suscribir una queja en mi contra ante el príncipe y los magistrados ... Habiendo recibido noticias de este estado de cosas por algunos amigos de fiar, quienes además me aseguraron que los teólogos estaban al acecho en todas partes, me determiné la no intentar la publicación hasta ver cuál iba a ser el giro que tomaban los asuntos".

La Ética apareció solo después de la muerte de Spinoza (1677), junto con un tratado inconcluso sobre política (Tractatus politicus) y un Cálculo algebraico sobre el arco iris. Todas esas obras estaban escritas en latín, el lenguaje universal de la filosofía y de la ciencia europeas en el siglo XVII. Van Vloten, en 1852, descubrió un Breve tratado sobre Dios y el hombre escrito en holandés, pero al parecer era un esbozo preparatorio para la Ética. Los únicos libros publicados por Spinoza en vida fueron: Principios de filosofía cartesiana (1663) y Tratado teológico-político (Tractatus theologico-politicus) que apareció anónimamente en 1670.

De inmediato recibió el honor de ser colocado en el Index Expurgatorius, y su venta fue prohibida por las autoridades civiles; esto ayudó a que consiguiera una considerable circulación, además de que las primeras páginas lo encubrían como un tratado médico o una narración histórica. Se escribieron innumerables volúmenes para refutarlo; uno de ellos llamaba a Spinoza «el ateo más impío que jamás ha vivido sobre la faz de la tierra»; Colerus habla de otra refutación que lo define como un «tratado de valor infinito, que nunca perecerá»; esta es la única noticia que nos queda. Además de semejante castigo público, Spinoza recibió cierto número de cartas que perseguían reformarlo; sirva de ejemplo la de un exdiscípulo suyo, Albert Burgh, convertido al catolicismo:

Suponéis que habéis encontrado la verdadera filosofía. ¿Cómo sabéis que vuestra filosofía es la mejor de todas las que jamás se han enseñado en el mundo, de las que ahora se enseñan o que se enseñarán en el futuro? Por no hablar de lo que se puede idear en el futuro, ¿habéis examinado todas las filosofías, tanto antiguas como modernas, que se enseñan aquí, en la India y en el resto del mundo? Y, aun suponiendo que las hayáis escudriñado detenidamente, ¿cómo sabéis que la elegida por vos es la mejor? ... ¿Cómo os atrevéis a colocaros por encima de todos los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, doctores y confesores de la Iglesia? Hombre miserable y gusano de la tierra como sois; sí, cenizas y alimento de gusanos, ¿cómo os atrevéis a enfrentaros a la sabiduría eterna con vuestra blasfemia inefable? ¿Qué fundamento tenéis para esa doctrina temeraria, alocada, deplorable y maldita? ¿Qué diabólico orgullo os empuja a juzgar sobre los misterios que los propios católicos declaran incomprensibles? Etc., etc.

A lo que Spinoza replicó:

Los que suponéis que al fin habéis encontrado la mejor religión, o más bien a los mejores maestros, y habéis consolidado vuestra credulidad en ellos, ¿cómo sabéis que son mejores que aquellos que han enseñado religiones o las enseñan ahora o las enseñarán en el futuro? ¿Habéis examinado todas aquellas religiones antiguas y modernas, que se enseñan aquí y en la India y en el resto del mundo? Y aun suponiendo que las hayáis escudriñado debidamente, ¿cómo sabéis que habéis elegido la mejor?

Como puede verse, el amable filósofo podía ser firme cuando la ocasión lo demandaba.

No todas las cartas eran de este tono desapacible. Muchas provenían de gente de cultura madura y elevada posición. Los más conspicuos entre ellos fueron: Henry Oldenburg, secretario de la entonces recién establecida Sociedad Real de Inglaterra; Von Tschirnhaus, joven alemán inventor y noble; Huygens, científico holandés; Leibniz, el filósofo que visitó a Spinoza en 1676; Louis Meyer, médico de la Haya; y Simon de Vries, rico mercader de Ámsterdam. Este último admiraba tanto a Spinoza que le rogó aceptara un donativo de mil florines. Spinoza rehusó y posteriormente, cuando De Vries, al hacer su testamento, propuso dejarle toda su fortuna, Spinoza le persuadió para que la legara a su hermano. Cuando murió el mercader, se supo que exigió que cada año se pasara a Spinoza una anualidad de 250 florines de las rentas de sus propiedades. Spinoza quiso rehusar de nuevo, diciendo: "La naturaleza con poco se conforma; y a mí me ocurre lo mismo", pero al final se logró que aceptara 150 florines anuales. Otro amigo, Jan de Witt, magistrado jefe de la República holandesa, le asignó una anualidad estatal de cincuenta florines. Por último, el propio gran monarca Luis XIV le ofreció una pensión cuantiosa, a condición de que Spinoza dedicara su siguiente libro al rey. Spinoza declinó cortésmente el ofrecimiento.

placeholder Retrato de Luis XIV. (Archivo fotográfico del Museo del Louvre)
Retrato de Luis XIV. (Archivo fotográfico del Museo del Louvre)

Para complacer a sus amigos y corresponsales se trasladó a Voorburg, suburbio de La Haya, en 1665, y en 1670 a la propia ciudad. Durante estos últimos años, mantuvo una relación íntima y llena de afecto con Jan de Witt, y cuando este y su hermano fueron asesinados por una muchedumbre callejera, que los creía responsables de la derrota de las tropas holandesas a manos de los franceses en 1672, Spinoza, al enterarse de la infamia, rompió a llorar y, a no ser por la fuerza que acostumbraba a atenazarlo, habría salido, como un segundo Antonio, para denunciar el crimen en el lugar donde había sido cometido. No mucho después, el príncipe de Condé, jefe del ejército francés invasor, invitó a Spinoza a su cuartel general, para comunicarle el ofrecimiento de la pensión real de Francia y presentarle a ciertos admiradores suyos que estaban con el príncipe. El filósofo, que al parecer era más "un buen europeo" que un nacionalista, no pensó que fuera cosa de otro mundo cruzar las líneas y presentarse en el campamento de Condé. Cuando regresó a La Haya, las nuevas de su visita corrieron y hubo irritadas murmuraciones entre la gente. El anfitrión de Spinoza, Van den Spyck, temía un ataque contra su casa, pero el filósofo lo calmó diciéndole: «Fácilmente puedo quedar limpio de toda sospecha de traición; ... pero si el populacho mostrara la menor disposición de importunaros, si se reuniera y alborotara ante vuestra casa, bajaría ante ellos, aunque me ocurriera lo que a los pobres De Witt". Pero, cuando la multitud se enteró de que Spinoza no era más que un filósofo, concluyó que tenía que ser inofensivo y la conmoción se disipó.

La vida de Spinoza, como podemos ver por estos pequeños incidentes, no fue tan poca cosa ni recoleta como se ha pintado tradicionalmente. Había alcanzado cierto grado de seguridad económica, poseía amigos influyentes y de carácter, se interesó por los asuntos políticos de su tiempo y no careció de aventuras que estuvieron a punto de convertirse en asuntos de vida o muerte. Que logró abrirse camino a pesar de la excomunión y las prohibiciones, conquistando el respeto de sus contemporáneos, se manifiesta en el ofrecimiento que se le hizo, en 1673, de una cátedra de filosofía en la Universidad de Heidelberg; ofrecimiento envuelto en los términos más lisonjeros y que prometía "la más perfecta libertad de filosofar, que Su Alteza está seguro que vos no abusaréis de ella poniendo en tela de juicio la religión establecida por el Estado". Spinoza respondió a su manera característica:

Honorable Señor: Si jamás hubiera tenido el deseo de asumir el cometido de profesor en cualquier facultad, mis deseos se habrían visto gratificados ampliamente aceptando el puesto que su Serena Alteza, el Príncipe Palatino, hace el honor de brindarme a través de vos. Tal ofrecimiento, además, se encarece en valor ante mis ojos por la libertad de filosofar que comporta. ... Pero no sé hasta qué límites precisos se ha de restringir esa misma libertad de filosofar para que no interfiera con la religión establecida en el principado. ... Podéis ver, por tanto, Honorable Señor, que no busco posición mundana superior que la que ahora disfruto, y por el amor de la quietud que, según pienso, no puedo conseguir de otro modo, me he de abstener de entrar en la carrera de maestro público...

Se resignó a un temprano fin, temiendo solo que el libro que no se había atrevido a publicar en vida se perdiera o fuera destruido después de su muerte

El capítulo final llegó en 1677. Ahora Spinoza no tenía más que cuarenta y cuatro años, pero sus amigos sabían que no le quedaban muchos más. Provenía de padres tuberculosos, y el confinamiento en que había vivido, lo mismo que la atmósfera cargada de polvo en la que trabajó, no eran los más propicios para corregir esa desventaja inicial. Cada vez más sufría problemas de respiración; año a año, sus sensibles pulmones fueron empeorando. Se resignó a un temprano fin, temiendo solo que el libro que no se había atrevido a publicar en vida se perdiera o fuera destruido después de su muerte. Colocó el manuscrito en un pequeño pupitre, lo cerró con llave y se la entregó a su anfitrión, rogándole que confiara pupitre y llave a Jan Rieuwertz, editor de Ámsterdam, cuando llegara lo inevitable.

El 20 de febrero, domingo, la familia con la que Spinoza vivía fue a la iglesia, después de haberse cerciorado de que no estaba peor que otras veces. Solo se quedó con él el doctor Meyer. Al regresar, encontraron al filósofo muerto en brazos de su amigo. Muchos se condolieron; la gente sencilla lo quiso tanto por su gentileza como los eruditos lo honraron por su sabiduría. Filósofos y magistrados se unieron a la gente acompañándolo a su descanso definitivo, y en su tumba se reunieron hombres de diversa fe.

Nietzsche afirma en algún lugar que el último cristiano murió en la cruz; se olvidó de Spinoza.

Las vicisitudes de los judíos a partir de la Diáspora es una de las epopeyas de la historia de Europa. Sacados de su patria natal por los romanos durante la toma de Jerusalén, el año setenta de nuestra era, y dispersados por la huida y el comercio, entre todas las naciones y en todos los continentes, perseguidos y diezmados por los adictos de las grandes religiones —cristianismo e islamismo— que habían nacido de sus escrituras y de sus memorias; impedidos por el sistema feudal de poseer tierras, y por los gremios de tomar parte en la industria; encerrados dentro de congestionados ghettos y asediados por persecuciones que los estrechaban cada vez más, asaltados por el populacho y robados por los reyes, construyendo con sus finanzas y su comercio las ciudades y capitales indispensables para la civilización, expulsados y excomulgados, insultados y vilipendiados, más aún, sin siquiera poseer una lengua común, este asombroso pueblo se ha mantenido en cuerpo y alma, ha preservado su integridad racial y cultural, ha conservado con celoso amor sus rituales y sus tradiciones antiquísimas, ha esperado paciente y resueltamente el día de su liberación y ha surgido más numeroso que antes, renombrado en todos los campos por las contribuciones de sus genios y ha sido restaurado triunfalmente después de dos mil años de peregrinación, en su antigua e inolvidable patria.

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