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'Rabia': un 'thriller' blanco y descafeinado
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'Rabia': un 'thriller' blanco y descafeinado

Claudio Tolcachir y Lautaro Perotti adaptan al teatro la novela de Sergio Bizzio, uno de los autores más brillantes de la literatura argentina

Foto: Un instante del montaje de 'Rabia'. (Lara Ruiz)
Un instante del montaje de 'Rabia'. (Lara Ruiz)

Viste de gris, el mismo color de la escalera, de la pared, de la casa entera y de su vida de intruso al que nadie ve, del que nadie sabe. Pero ese hombre que vemos en escena es también una joven llamada Rosa que sirve en la casa y la amiga con la que habla por teléfono, y el señor y la señora Blinder, dueños de la mansión, y su hijo Álvaro y un policía que aparece un día para hacer preguntas y una rata del tamaño de un zapato, reina y señora de la última planta, la buhardilla, donde se esconderá durante años, sin que nadie lo sepa, un albañil de la construcción llamado José María. Se esconderá de todos y a todos los habitantes de la casa será capaz de distinguirlos por su respiración, por sus pisadas, por sus rutinas. Como un ciego, porque apenas los verá.

Es Claudio Tolcachir quien viste de gris, único intérprete en escena de esta historia que narra en tercera persona, convirtiéndose en alguien que es todos y ninguno, como si fuera la propia casa donde todo transcurre quien hablara realmente. El director y dramaturgo argentino vuelve a subirse a un escenario español como actor, 16 años después de su debut en Madrid, para interpretar Rabia, la adaptación teatral de la novela homónima de Sergio Bizzio. Una adaptación a cuatro, junto a Mónica Acevedo, María García de Oteyza y Lautaro Perotti, que codirige la pieza junto al propio Tolcachir. Rabia acaba de abrir la temporada del Teatro de La Abadía, que también repone Finlandia, y revela una coincidencia insólita en la cartelera madrileña, la decisión de cuatro teatros de abrir su programación con un monólogo o unipersonal: además, de Rabia, Prima facie, en los Teatros del Canal; La Tuerta, en el Teatro Fernán Gómez, y, en unos días, El corazón del daño, en el Teatro Español.

placeholder Claudio Tolcachir, en 'Rabia'. (Lucía Romero)
Claudio Tolcachir, en 'Rabia'. (Lucía Romero)

Pero hablemos de esa casa y de cómo empezó a construirse antes de llegar a La Abadía.

Antes de los okupas de 'Parásitos'...

“En una época yo pasaba siempre por la esquina de avenida Alvear y Rodríguez Peña, donde hay una casa enorme, de tres o cuatro plantas, con mansarda. Las ventanas de todos los pisos estaban siempre cerradas, las luces apagadas, excepto una: a veces abajo, en lo que parecía ser la cocina, a veces una ventanita en el primer piso, a veces otra en el segundo... Siempre de a una. Un día pregunté quién vivía ahí y me dijeron que una señora mayor con una mucama. Se me ocurrió que ahí podría vivir una familia entera sin que ella se enterara. Y me fui a mi casa y empecé a escribir Rabia”. Así contaba el escritor argentino Sergio Bizzio, en Clarín, el origen de esta novela en la que un albañil se esconde durante años en la buhardilla de la casa señorial en la que trabaja su novia como mucama.

Bizzio, uno de esos escritores totales que lo mismo escribe cine que teatro o novelas y que acaba de ser galardonado con el Premio Nacional de las Letras de su país, publicó Rabia en 2004, quince años antes de que Bong Joon Ho se llevara la Palma de Oro en Cannes (y después arrasara en los Oscar) con Parásitos, la historia de aquella familia, los Kim, que también se escondían y ocupaban una mansión. Cuando se estrenó la película, Bizzio recibió multitud de mensajes alertándole del parecido con su novela, pero lo cierto es que Guillermo del Toro produjo un largometraje llamado Rage, basado en el libro y estrenado en Estados Unidos en 2009. Quizá Bong Joon Ho viera aquella película dirigida por el ecuatoriano Sebastián Cordero, que diez años después también adaptó al teatro en una puesta en escena en la que el público tenía que moverse por las estancias de la casa en la que transcurría la acción.

Un actor y una escalera

En esta adaptación del texto de Bizzio no hay teatro inmersivo, solo un actor y una escalera. Y los ruidos de la casa y los de la calle y la luz que se cuela por las rendijas de una persiana siempre cerrada para que nadie descubra a ese tipo llamado José María, que un día decide matar al capataz de la obra en la que trabaja cuando le anuncia que está despedido. No se lo cuenta a su novia, Rosa, cuando va a verla a la casa en la que sirve, en la que no están los señores porque se han ido de viaje. Y eso es una gran noticia porque Rosa y José María se gastan gran parte de sus sueldos respectivos en pagar un hotelito donde poder compartir una cama una o dos veces a la semana.

Pero los señores vuelven antes de lo previsto, sin avisar, cuando ellos mastican milanesas en la cocina y él se esconde, y lo que iba a ser un rato se convierte en unos cuantos años. Y este hombre, de clase social humilde, se convierte en un fantasma, en alguien que baja por las noches a coger comida de la nevera, en alguien que siempre estuvo abajo y que ahora vive arriba, oculto en el último piso, donde solo se relaciona con una rata, y habita ese espacio liberado de toda la presión que supone existir y producir, y su relación con el mundo y consigo mismo se transforman, y espía a Rosa cuando se masturba en su cuarto, y la llama por teléfono para decirle que no se olvide de él y que la quiere. José María no está, pero es omnipresente.

Ni rabia, ni violencia, ni rencor de clase

El actor argentino cuenta una historia, pero no interpreta ni encarna a sus protagonistas: “Me pareció muy interesante que una sola persona pudiera lograr en el escenario lo mismo que logra la lectura, tocar todos esos disparadores que provoquen que el espectador tenga imágenes en su cabeza mientras escucha la historia”, explica a este diario el director, Lautaro Perotti, a propósito de un montaje que han trabajado despacio, durante un año, con vocación de proceso de creación colectiva, marca de Timbre4, la sala y compañía que cofundaron Tolcachir y Perotti en Buenos Aires hace dos décadas y que descubrimos en España con obras como La omisión de la familia Coleman o Tercer cuerpo.

placeholder El actor Claudio Tolcachir en 'Rabia'. (Lucía Romero)
El actor Claudio Tolcachir en 'Rabia'. (Lucía Romero)

Tolcachir habita el escenario con oficio y contención, apelando a esta tradición oral que sugiere sin artificio, huyendo de los grandes gestos, con el apoyo del espacio sonoro de Sandra Vicente y las luces formidables de Juan Gómez Cornejo. Tolcachir y Perotti apuestan por el menos es más y juegan con la escalera (escenografía de Emilio Valenzuela), que también se convertirá en buhardilla, por la que subirá y bajará el actor, y desde la que le escucharemos decir que José María “en el fondo no sentía ninguna ansiedad por la ocupación del tiempo: estaba fuera del sistema productivo, le gustaba no hacer nada”.

Algunos peros a esta adaptación y puesta en escena. Una, el evidente el esfuerzo de contención de Tolcachir genera, en ocasiones, un ritmo plano en una historia que debería tener la tensión de un thriller. Dos: esta adaptación del texto de Bizzio deja fuera aspectos fundamentales para la comprensión de la trama y el personaje de José María, entre ellas su carácter violento, su rencor de clase y su comportamiento tóxico con Rosa, a la que no espía tanto como un tipo enamorado y cándido sino como un hombre controlador e invasivo. El resultado es una obra bien hecha, pero blanca e inofensiva, una propuesta que evita profundizar en el territorio de la violencia y la subalternidad, y en la que echamos de menos la rabia de su título.

‘Rabia’. Autor. Sergio Bizzio. Adaptación: Claudio Tolcachir, Lautaro Perotti, María García de Oteyza, Mónica Acevedo Dirección: Claudio Tolcachir y Lautaro Perotti. Reparto: Claudio Tolcachir. En el Teatro de La Abadía hasta el 8 de octubre.

Viste de gris, el mismo color de la escalera, de la pared, de la casa entera y de su vida de intruso al que nadie ve, del que nadie sabe. Pero ese hombre que vemos en escena es también una joven llamada Rosa que sirve en la casa y la amiga con la que habla por teléfono, y el señor y la señora Blinder, dueños de la mansión, y su hijo Álvaro y un policía que aparece un día para hacer preguntas y una rata del tamaño de un zapato, reina y señora de la última planta, la buhardilla, donde se esconderá durante años, sin que nadie lo sepa, un albañil de la construcción llamado José María. Se esconderá de todos y a todos los habitantes de la casa será capaz de distinguirlos por su respiración, por sus pisadas, por sus rutinas. Como un ciego, porque apenas los verá.

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