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Ese extraño momento en que deseas que se acaben las vacaciones y llegue el frío
Es siempre una brisa, y no el calendario, lo que nos desvela que agosto llega a su fin y que el espejismo se desvanece un año
Es siempre una brisa, y no el calendario, lo que nos desvela que agosto llega a su fin y que el espejismo se desvanece un año más. Un soplo de aire que recibimos primero con alivio tras los sofocos sufridos, luego con melancolía y, finalmente, con cierta tranquilidad de espíritu al darnos cuenta de que llevábamos tiempo esperándola. Es la brisa de esos días de "agostiembre" de belleza particular, como escribía el otro día la periodista Raquel Peláez.
Sospecho que casi todos hemos experimentado ese sentimiento de alivio por el retorno a la normalidad, aunque solo unos pocos estén dispuestos a reconocerlo, porque nos hace parecer esclavos de la rutina. Qué terrible, querer volver a los horarios, a la alarma y a los jefes. Pero tal vez esa sensación sea saludable, porque quiere decir que, a pesar de todo, nuestra vida nos gusta. Vivir sin trabajar está bien, pero vivir sin volver a ser quienes éramos es imposible. Septiembre nos devuelve a esos "yoes" que nos dejamos en algún lugar cuando empezó a apretar el calor.
Las vacaciones son espejismos que nos confrontan con las vidas que podríamos tener
En mitad de esa brisa nos damos cuenta por fin de que el verano no es más que un paréntesis de juegos en el que hemos explorado tímidamente algunas de las realidades alternativas que podríamos vivir y que raramente se presentan ante nosotros durante el resto del año. Conocemos otros lugares, otras personas, otras costumbres, otros horarios y otras vidas a cambio de nuestro dinero ahorrado, porque cuanto más gastemos, más lejanos serán esos lugares, más diferentes esas personas, más increíbles esas costumbres, menos exigentes esos horarios. En definitiva, cuanto más nos alejemos de nosotros mismos en verano, mejor.
Por eso mismo, las vacaciones son espejismos cada vez más caros que nos confrontan con las vidas que podríamos tener, que no podemos tener, y que seguramente no querríamos tener si fuesen a ser para siempre, hasta el punto de causar una sensación de empacho que nos hace volver agotados de las vacaciones. La teoría romántica señala que es en el verano cuando ocurre todo lo importante, y si bien puede ocasionar revoluciones, las cosas ocurren siempre en otro momento, en otro lugar, generalmente sin darnos cuenta, mientras estamos a otros asuntos. Solo vemos el resultado de los cambios, nunca los vivimos de manera consciente.
La brisa del final del verano siempre ha suscitado sentimientos de melancolía, de oportunidad perdida que nunca volverá, de pérdida de la inocencia, de golpe de realidad. "El final del verano llegó y tú partirás, yo no sé hasta cuándo este amor recordarás", cantaba el Dúo Dinámico. "Cuando se acabe el verano, qué será de nosotros", decía Jim Morrison. "El último día del verano nunca se sintió tan frío, el último día del verano nunca se sintió tan viejo", aportaba Robert Smith de The Cure.
Lo que es menos común, quizá porque resulta menos poético y más mundano, es el alivio que experimentamos cuando llega septiembre, que es el momento que da sentido a todas las fantasías. Los amores de verano no existirían si el verano no se acabase, nadie podría echar de menos el calor si nunca existiesen las tardes lluviosas de otoño (aunque tal vez eso ocurra tarde o temprano), solo el final da sentido a los inicios. Solo podemos dar sentido a todas esas melancolías cuando retornamos a la realidad y nos damos cuenta de que todo ha sido el sueño de una noche de verano.
Nadie puede vivir en un verano eterno, nadie quiere vivir solo en la excepcionalidad
Nos pasamos el verano pagando para ser quienes no somos en invierno, para huir de nuestra cotidianidad y convertirnos en versiones alternativas de nosotros mismos, no necesariamente mejores. Pero hay un momento en que eso empieza a requerir demasiado de nosotros y a convertirse en otra carga, así que deseamos volver a ser quien éramos, que no estaba tan mal. Esa es la gran revelación que experimentamos cuando el tiempo empieza a enfriarse y los carteles de "vuelta al cole" asoman por las vallas publicitarias: qué bien volver al hogar.
De repente, anhelamos todo aquello de lo que un par de meses antes queríamos escapar, porque los deseos se convierten en pesadillas cuando son satisfechos, y no dejan de serlo. ¿Quién puede vivir sin deseos sin cumplir? Nadie puede vivir en un verano eterno, nadie quiere vivir para siempre en la excepcionalidad.
Ser otras personas cansa, y mucho, de igual manera que resulta agotador no tener nada que hacer en todo el santo día y decidir cada mañana quién queremos ser. Cansa abandonar la rutina durante demasiado tiempo, y cansa pensar en todas esas personas que podríamos ser y no somos, agota explorar todas esas vidas que nunca podremos vivir más que en un par de días de verano, y queremos volver a casa y poner el despertador porque no está tan mal ser nosotros mismos.
La hora de lo irracional
Si el carnaval, como decía Bajtin, era un momento en el que el orden social se ponía patas arriba y suspendía todos los rasgos jerárquicos, privilegios, normas y prohibiciones, el verano cumple cada vez más esa misma función en nuestra vida moderna de hiperproductividad y consumo, de frustraciones, promesas y deseos que han de ser satisfechos sin parar para poder encontrar rápidamente otros. Pero necesitamos ese desorden temporal para que todo vuelva a funcionar como lo hacía antes, para que el orden social de siempre no se venga abajo.
El viento de otoño limpia la mirada y recuerda todo lo que elegimos voluntariamente
Cuando llegan las vacaciones, después de meses de agotador trabajo, estamos totalmente convencidos de que solo entonces podemos ser quienes somos. Cuando termina el verano, cada año, descubrimos (tras haberlo olvidado el año anterior) que en realidad solo somos nosotros plenamente cuando no estamos de vacaciones. No digo trabajando, porque no somos nuestro trabajo: digo en los momentos de normalidad, de aburrimiento, de repetición y de tiempos aparentemente paralizados del día a día, que son los que hemos elegido.
La gris normalidad parece un refugio, pero es también el lugar que hemos ido construyendo, año a año, a lo largo de las décadas, a base de elecciones personales meditadas (o no, pero ya es demasiado tarde). Es con la brisa de agosto cuando nos damos cuenta de que esa es la vida que hemos inventado para nosotros, en la medida de lo posible, y no la de los espejismos veraniegos. El verano tiene algo de inconsciente y pulsional, de irracional y animal, el viento de otoño nos limpia la mirada y nos recuerda todo aquello que hemos elegido voluntariamente. La vida que con tanto esfuerzo nos inventamos.
Uno puede echar de menos cualquier cosa, siempre que esté lo suficientemente cansado y haya pasado el tiempo necesario. Está bien si hoy sufre el lógico decaimiento posvacacional pero, al mismo tiempo, una cierta sensación de tranquilidad por volver a hacer lo mismo de siempre, día tras día, una vez más. No es un monstruo, simplemente quiere volver a ser usted mismo, incluso una versión un poquito mejor, porque se ha apuntado al gimnasio o a un curso que le hacía ilusión. No está tan mal ser quienes somos, en serio, porque somos buena gente.
Es siempre una brisa, y no el calendario, lo que nos desvela que agosto llega a su fin y que el espejismo se desvanece un año más. Un soplo de aire que recibimos primero con alivio tras los sofocos sufridos, luego con melancolía y, finalmente, con cierta tranquilidad de espíritu al darnos cuenta de que llevábamos tiempo esperándola. Es la brisa de esos días de "agostiembre" de belleza particular, como escribía el otro día la periodista Raquel Peláez.
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