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Kevin Spacey: inocente. MeToo, la prensa, las redes: culpables
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Kevin Spacey: inocente. MeToo, la prensa, las redes: culpables

Tengo la impresión de que ahora hay más mujeres en Occidente que creen que son menos libres porque están en mayor peligro

Foto: Kevin Spacey tras ser declarado no culpable y absuelto de cargos de delito sexual. (EFE/EPA/Andy Rain)
Kevin Spacey tras ser declarado no culpable y absuelto de cargos de delito sexual. (EFE/EPA/Andy Rain)
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Las víctimas falsas consiguen, gracias a la permisividad e idolatría de una sociedad victimista, el poder de dejar a su paso víctimas de verdad a las que nadie considera como tales. Este ha sido el caso de Kevin Spacey.

Spacey es un hombre con la reputación y la carrera destruidas en lo más alto por acusaciones que la justicia real ha desestimado seis años después. Lo echaron de una serie que protagonizaba y que se convirtió en mierda sin él; lo borraron digitalmente de una película de Ridley Scott que ya estaba terminada y lo sustituyeron por otro actor, Plummer, al que la industria de Hollywood tuvo la indecencia de nominar al Oscar; en fin, fue cancelado, como se dice hoy. Mearon en su cadáver.

Era lo que tocaba: MeToo, una causa justa que, al contacto con el cotilleo y la envidia de la sociedad, se ponía en modo bukake: "yo también" escupo a ese tipo. Ahora la justicia lo ha absuelto de todos los cargos. ¿Quién lo limpia? Nadie. Este caso, como el de Johnny Deep o el de Benjamin Mendy (personas quemadas en ordalía, resarcidas por la justicia ordinaria y ya veremos en el futuro si readmitidas en sociedad), son las piezas que van cayendo de esa alucinación colectiva que hizo creer, ni siquiera sé si sinceramente, que se pueden construir situaciones más justas utilizando pedradas de injusticia.

Son algunas consecuencias del movimiento MeToo que, como los americanos de Amanece que no es poco, quizás también tuvo sus cosas buenas: algunos comportamientos asquerosos en escenarios de desigualdad de poder, como el trabajo o el aula, habían quedado impunes y en algunos casos estaban hasta normalizados. Un todopoderoso como Harvey Weinstein no hubiera terminado en juicios de no ser por este clamor. A quienes denunciaban acoso laboral se les podía mandar a freír espárragos o se les hacía la vida imposible, y esto ha cambiado, dicen.

Foto: El príncipe Andrés, en una imagen de archivo. (EFE)

Hay quien dice también que lo mejor del MeToo ha sido traer más libertad sexual a las mujeres, pero no sé. Como no soy una mujer, me abstengo de responder de forma categórica. Eso sí: tengo la impresión de que ahora hay más mujeres en Occidente que creen que son menos libres porque están en mayor peligro, y que padecen más neurosis para iniciar una relación. Tengo la impresión de que hay más sentimiento de culpa y más tabúes en la vida sexual, en hombres y mujeres. Algo de lo que, por cierto, algunas francesas viejas y libres como Catherine Deneuve alertaron desde el principio con un manifiesto sonoro y valiente.

Juicio paralelo = injusticia

Pero, con todo, desde el principio se vieron en el MeToo los pelos duros de la bestia. Se consideraba pecado señalarlos, así que la gente se callaba. El peligro de señalar esto no era tan grande como la gente imaginaba y lo digo por experiencia. Que te llamaran machista en Twitter, ya ves tú.

¿Qué era lo peor del MeToo? Lo sustancial: fue un juicio paralelo en el que la acusación equivalía a condena, es decir, una caza de brujas. Algunos fueron acusados de forma anónima y castigados por un jurado vaporoso y vociferante que no permitía apelaciones. Otros fueron acusados de conductas menores y ejecutados con la misma severidad que los violadores, por ejemplo Louis CK. Y ninguno, culpable o inocente, lo señalasen por mirar un culo o por romperlo, pudo defenderse. Daba exactamente igual lo que hubieras hecho. Lo importante era lo que se decía de ti.

Foto: La actriz Jedet en la alfombra roja de los Feroz. (EFE/Javier Cebollada)

Al tópico de que era por una buena causa, ese otro que dice que el infierno está empedrado de buenas intenciones, etc. Los juicios paralelos son malos esencialmente. En ellos no existen garantías, ni peritajes, ni abogado defensor. Y esto sirve lo mismo para Kevin Spacey y el MeToo que para Dolores Vázquez o Amanda Knox, porque no va de sexo: va de justicia, castigo mediático y difamación ritual. Repito: la burrada que era el MeToo estuvo a la vista desde el principio y quien no la señaló ha dejado material jugoso para los historiadores.

Como revolución cultural, el MeToo dio alas a personajes femeninos nefastos en la ficción, los típicos de las nuevas películas como Barbie y series como Los anillos de poder o She Hulk: personajes femeninos psicopáticos y egocéntricos, caracterizados por no establecer lazos con los otros y por una obsesión malsana con el liderazgo que les lleva a comportarse de forma autoritaria: lo que antes se llamaba, en el mismo cine de Hollywood, "un villano". En el plano de la realidad, dio lugar a personajes igualmente nefastos, como Irene Montero o Amber Heard: ambas, por cierto, condenadas hoy por difamación, aunque Montero todavía no haya querido pagar a Rafael Marcos la indemnización que le ha impuesto la justicia.

Yo sí te creo

Del MeToo salió el "yo sí te creo", la piedra angular de lo que iba mal en ese movimiento. El "yo sí te creo" puede ser algo valioso cuando una sociedad duda por defecto del testimonio de las víctimas, pero es una auténtica locura si se pretende llevar al terreno de la justicia.

Y esto fue lo que pasó: de repente se consideraba que alguien, por razón de su sexo, era incapaz de mentir. Y se intentaba que todo el mundo comulgase con el credo. ¿Quién en su sano juicio podría sostener que una mujer no mentirá nunca para dañar a un hombre? ¿No sería eso tan insensato como sostener que un hombre nunca mentirá para librarse de la acusación verdadera de una mujer?

Foto: Escena de la obra 'Orlando', de Teatro Defondo. (Cedida)

Pues durante esta ola que ha sacudido la opinión pública, poner en duda tal cosa casi se convirtió en un tabú. ¡Si dudas de un testimonio en particular estás a favor de la violación!, venía a decirse. El "yo sí te creo" respondía a una frustración comprensible: es difícil probar delitos en los que la víctima es al mismo tiempo el único testigo. Sin embargo, al situar la carga de la prueba en el testimonio de alguien cuyas motivaciones se consideraban siempre limpias por defecto, nos olvidábamos por completo de lo que la criminología nos ha enseñado. Por ejemplo: que la gente utiliza las armas a su alcance para dañar a otros.

En España vimos muy bien el alcance del "yo sí te creo" con los casos de Juana Rivas y María Sevilla, acusadoras falsas, ensalzadas como víctimas totales por la prensa y las redes, condenadas por secuestrar a sus hijos (por cierto, nadie las condenó por la tortura infligida contra sus exparejas a base de acusaciones falsas) y finalmente indultadas por un gobierno yo-sí-te-crédulo al que la justicia le importa muy poco.

Foto: Francia en llamas tras los disturbios por la muerte de un menor. (EFE/Mohammed Badra)

En fin. Una lección para el futuro: la única consecuencia lógica de impedir que se dude de las acusaciones es que personas inocentes serán pisoteadas. Punto. Esto es lo que le ha pasado a Kevin Spacey y a otros. Y el axioma vale para el MeToo, para la URSS y para los tiempos de la inquisición. No hay más. La fe es incompatible con la justicia. Las ordalías son injustas por norma. No se saca un clavo de injusticia con otro clavo de injusticia.

Si Kevin Spacey y el resto de inocentes que cayeron en la picota terminan recuperando sus carreras y sus vidas (ojalá), eso no hará menos discutible el movimiento que trató de destruirlos y luego se desentendió. Y el hecho de que cabrones como Weinstein cayeran gracias a esta energía social no justifica que otros fueran devorados por ella sin haber hecho nada. Desde 2017, la justicia ordinaria ha ido separando los casos justos de los injustos, pero tengo la impresión de que la justicia que queda por hablar es la histórica. Ya lo veremos (o no).

Las víctimas falsas consiguen, gracias a la permisividad e idolatría de una sociedad victimista, el poder de dejar a su paso víctimas de verdad a las que nadie considera como tales. Este ha sido el caso de Kevin Spacey.

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