Jane Birkin y yo, y el frasco de mermelada
Mito sexual y activista política, la conocí y la frecuenté cuando sus ojos azules se hicieron pequeños al tiempo que incrementaban su nobleza y su clarividencia
No me equivoqué de ciudad. Me equivoqué de época. Es decir, que mi itinerario fetichista entre las musas del 68 se produjo medio siglo después de la efervescencia política, hedonista y voluptuosa.
Conocí a Françoise Hardy en la serenidad asexuada. Visité a Fanny Ardant cuando la cirugía estética la había desdibujado. Y entrevisté a Juliette Greco en el Hotel Lutetia cuando había cumplido 80 años. Insisto en el hotel, el Lutetia, porque lo escogió ella como una especie de ritual supersticioso.
Era el cuartel general de la Gestapo en tiempos de la ocupación, pero Greco lo recordaba con entusiasmo porque allí repatriaron a su madre de los campos de exterminio nazis.
Me lo contaba conmovida, aunque su voz abaritonada también aportaba solemnidad. Hablaba Greco en nombre de una época. Cuando Dios creó a la mujer en Saint Tropez. Y cuando los existencialistas la convirtieron en sirena de la playa que había debajo del pavé.
Frecuenté a la Birkin. Le cogí cariño. Me pareció entrañable su implicación enciclopédica en las causas perdidas
Competencia tenía la Greco. Y una contrafigura también. Me refiero a Jane Birkin, la extranjera, la chica bien inglesa que Serge Gainsbourg transformó en chica mal, incitándola a un orgasmo discográfico que escandalizó al Vaticano y que fue aceptado como un himno libertario.
Frecuenté a la Birkin. Le cogí cariño. Me pareció entrañable su implicación enciclopédica en las causas perdidas, el genocidio tibetano, la represión birmana, la masacre chechena, el bloqueo palestino. Había enterrado su cetro de mito sexual. Y se negaba a corregir cualquier desgaste del tiempo.
Sus arrugas le concedían distinción. Y sus ojos azules, azules marino, parecían haberse empequeñecido a cambio de la clarividencia. Birkin estaba serena. No le asustaba el umbral de los 70 años. Ni le preocupaba que la hubieran dejado de cortejar los hombres. Le halagaba que sus amigos homosexuales la invitaran al teatro.
No renunció al acento inglés. Ni a su idiosincrasia cultural. Creo que tenía un bulldog, Dora, por razones de afecto patriótico. Y su casa en Saint Germain, dónde si no, parecía decorada como un piso londinense de Nothing Hill. Suficientemente grande para alojar un piano de cola negro donde Birkin amontonaba las fotografías como el altar de un torero.
Estaba la de su madre, actriz olvidada de los cuarenta. Y la de su padre, un héroe de guerra que colaboró con la resistencia francesa y que salvó la vida de Mitterrand, cuando Mitterrand no sospechaba que iba a convertirse en el primer presidente socialista de la historia.
Pero no divaguemos. Estábamos escudriñando el piano de la Birkin. El álbum familiar. Pasando lista. Y no hemos visto una foto de John Barry. Que fue su primer marido. Y sí hemos visto una foto de Kate, la hija que tuvieron juntos. Se quitó la vida y se la quitó un poco a Jane Birkin. Que necesitaba buenas razones para reír. Y no tan buenas para irritarse.
Sobre todo cuando mencionaban en vano a Serge. O cuando los cronistas perseveraron en una caricatura del promiscuo icono cultural, retratándolo como un tipo volcánico, voraz, incluso peligroso. Birkin no vivía con el mito. Vivía con el hombre. Y lo despidió en Montparnasse rodeado de viudas. La Bardot. Y Bambou, la modelo. Y tantas mujeres anónimas. Y Constance Meyer. Que escribió una carta secreta a Gainsbourg cuando tenía 16 años. Y que se convirtió en su amante cuando no había cumplido los 17.
No eran plañideras, aunque la Birkin, fallecida este domingo a los 76 años, mantenía una relación sarcástica con la muerte. Le gustaba recrearse en la sorpresa que le produjo a su nieto descubrir que su abuelo estaba en un bote de mermelada.
Era más sencillo trasladar un difunto en un bote de mermelada que exponerse a los trámites burocráticos de la expatriación
—¿Y por qué lo habéis metido ahí?
—Es que lo quemamos.
—¿Quemasteis al abuelo?
Ya le explicó Birkin que se trataba de una incineración. Y que era más sencillo trasladar un difunto en un bote de mermelada que exponerse a los trámites burocráticos de la expatriación de un familiar fallecido, de tal manera que la diosa se merece ahora que guarden sus cenizas en el frasco de cristal de Fortnum and Mason.
No me equivoqué de ciudad. Me equivoqué de época. Es decir, que mi itinerario fetichista entre las musas del 68 se produjo medio siglo después de la efervescencia política, hedonista y voluptuosa.