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En esta vida puedes ser todo menos coñazo
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En esta vida puedes ser todo menos coñazo

Llega la primavera de elecciones y con ella se desperezan las lenguas con incontinencia; bocas que acaban en monólogos incapaces de poner límites violando los del resto

Foto: Foto: Getty.
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Si digo coñazo lo digo en su forma metafórica. Además de porque la frase que da título a este artículo tiene por firma la de Michi Panero, y no soy quién para mutilar el corpus de su elocuencia.

Entrando en metáfora… la distancia entre llamar acertadamente la atención y dar la brasa tiene la anchura de un cabello. De la chanza al sopor hay solo una ecuación de contexto e insistencia. Por eso es tan peligrosa su línea de separación. De un momento a otro es posible pasar de una musculosa arenga a una insistencia idiomática absurda. No hablo especialmente aquí de los que, frente a un aula, funcionan mejor para el desmayo que apurar un cigarro de una calada después de una tanda de flexiones. Más bien de los que convierten la frivolidad del encuentro improvisado en un monólogo serio, muy serio, sobre lo que para ellos es importante, ¡importantísimo!

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Y es que hay quienes, por su monotema cotidiano, se convierten en palanganas de aceite hirviendo deslizados en el oído. No salen de ahí. Ya puedes preguntarles por las plantaciones de nabos en Indonesia, la vuelta ciclista o la última novela de moda que te saltarán con lo mismo. Y nadie se salva. Del progre al facha, del martillo a la flecha, siempre asoma un cantamañanas con la incontinencia verbal de su propia doctrina. En ocasiones, se expresan con tanta emoción que parecen unos embusteros. O lo bastante presuntuosos para creer que su auditorio es siempre frívolo y maleable.

Me tienta asegurar que son sujetos con debilidad mental. Las pruebas, no obstante, me dicen que las personas inteligentes también caen en la pesadez. Quizás por cuestión de comodidad, de orgullo, casi con total seguridad, de ego. Dar la murga con su tema de confianza es una manera de sentirse parte y, con suerte, llegar a ser el todo de una conversación. En una tecnocracia de expertos como la nuestra, los chapas han caído sin remedio en la trampa de la especificidad. Lo que, a priori, no debería ser malo cuando, al salir a flote el asunto de su alto conocimiento, iluminen a gusto del oyente espacios desconocidos. La metida de gamba, lo que transmuta del interés al letargo es, no obstante, la intoxicación de todo debate.

El ser distinguido lleva con igual elegancia la riqueza que la bancarrota. Los que son un coñazo, en cambio, parecen incapaces de ajustarse la pajarita con dignidad en la pobreza de argumentos. Han ido de paseo al supermercado de las teorías y han llenado el carrito con 50 botes de la misma mantequilla. Y, como ingleses o fetichistas, lo untan todo de ella porque no tienen acceso a la variedad. Doy la murga porque no sé dar otra cosa. Porque las caras de suicidio ajenas, inexplicablemente, me ponen el contador de la realización al máximo.

En esta primavera de elecciones que se avecina, hago un llamamiento a ser cualquier cosa menos un coñazo

Diría que España se caracteriza por un sentido de la historia borracho de razón. No puedo asegurarlo, pero apuesto a que Schopenhauer escribió su libro de estratagemas pensando en nosotros. Ese anhelo manifiesto, como una búsqueda del Edén, acompaña las conversaciones poniendo en venta una sobreabundancia de determinismo que quien no compra es, directamente, degradado a la equivocación. Es lo que se llama un irresistible prejuicio en contra. Porque si algo comparte el latoso con el extremista es la falta de ironía y sentido del humor. De hecho, cuando ambos se juntan empieza a oler a gulag o a holocausto. Espacios donde la autocrítica debe silenciarse en favor del bienestar general que, curiosamente, acostumbra a tener justo las medidas de quién cose las bocas.

Lejos de los arcenes, regreso ahora a la carretera de lo cotidiano que estaba recorriendo. Veréis, en esta primavera de elecciones que se avecina, hago un llamamiento a ser cualquier cosa menos un coñazo. Las campañas políticas, para los políticos, no hay necesidad de convertir todo tardeo de aperitif al sol en un mitin. De hecho, ciertas aclaraciones… Sí, el calentamiento global es una realidad y no, disfrutar más de la penetración que del satisfyer no es un acto heteropatriarcal. Sí, la hipersensibilidad lleva a la cancelación y no, Succession no es la mejor serie de la historia. Sí, la carbonara se puede hacer con nata y no, nadie quiere ver más de una foto de tu hijo (sea humano o canino). Sé que me he alejado un poco de la política. Pero, como dijo Thomas Man: "Todo es política", así que algo se podrá politizar de lo anterior. Una cosa está clara, quien se ofenda por estas palabras que se dé directamente por aludido, y cierre un poco el pico. Seguro que le hará un favor a más de uno. El primero, a sí mismo.

Hay gente que valora más el poder que el amor. Con ellos, personalmente, opino que lo mejor es marcar distancia

Porque, finalmente, dar el coñazo es una desilusión. Al echar la vista atrás, uno ve a todos los que ha pasado por el mortero de su discurso y, si es medianamente avispado, siente desilusión. Desilusión, no porque lo hayan desilusionado, no… sino por haber desilusionado. Quien es incapaz de imponerse límites termina violando los de los demás y ese, ay, es un tobogán directo a la soledad. O incluso a lo que es peor; a ser una desagradable compañía.

Con todo, hay gente que valora más el poder que el amor. Egoístas, quizás faltos de admiración, ciegos a que la mejor forma de perder en las charras amistosas tanto lo uno, como lo otro, es pensar solo en su satisfacción. Con ellos, personalmente, opino que lo mejor es marcar distancia. Dejar que se harten de dar la murga con la esperanza de que entiendan, como bien clamó Michi Panero, que "en esta vida se puede ser todo menos coñazo".

Si digo coñazo lo digo en su forma metafórica. Además de porque la frase que da título a este artículo tiene por firma la de Michi Panero, y no soy quién para mutilar el corpus de su elocuencia.

Entrando en metáfora… la distancia entre llamar acertadamente la atención y dar la brasa tiene la anchura de un cabello. De la chanza al sopor hay solo una ecuación de contexto e insistencia. Por eso es tan peligrosa su línea de separación. De un momento a otro es posible pasar de una musculosa arenga a una insistencia idiomática absurda. No hablo especialmente aquí de los que, frente a un aula, funcionan mejor para el desmayo que apurar un cigarro de una calada después de una tanda de flexiones. Más bien de los que convierten la frivolidad del encuentro improvisado en un monólogo serio, muy serio, sobre lo que para ellos es importante, ¡importantísimo!

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