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Édouard Louis: "Que haya un Gobierno de izquierda o derecha no afecta a los pudientes"
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ENTREVISTA

Édouard Louis: "Que haya un Gobierno de izquierda o derecha no afecta a los pudientes"

El escritor francés publica en España su último libro, 'Cambiar: método' (Salamandra, 2023), y habla con 'El Confidencial' de los problemas que tiene la izquierda para atraer a la clase obrera

Foto: El escritor francés Édouard Louis. (Foto: Asis Ayerbe)
El escritor francés Édouard Louis. (Foto: Asis Ayerbe)

En 2014, un desconocido Édouard Louis de veintiún años escribió su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule (Salamandra, 2014), un librito autobiográfico en el que contaba cómo se marchó de casa de sus padres —en un pequeño pueblo, Hallencourt, de 1.300 habitantes— cuando apenas tenía 16 años. Acosado por la homofobia y la incapacidad de conectar con la cerrazón de su pueblo, se marchó a estudiar a Amiens, la capital de la provincia, se cambió de nombre y decidió ser otra persona. Quiso despojarse de toda la herencia cultural familiar y transformarse en un burgués leído, refinado, aceptado. Pero pronto Amiens se le quedó pequeño y puso rumbo a París.

La pequeña novelita acabó vendiendo en Francia 250.000 ejemplares y se convirtió en un éxito editorial, y Édouard Louis en una voz a favor de la lucha obrera, de los marginados de clase, de esa Francia rural de la que nadie se acuerda. Casi diez años después, Édouard Louis es ya un escritor consagrado con media docena de libros publicados y en un reconocido activista LGTBI. Llega ahora Cambiar: método (Salamandra, 2023), una vuelta a su pueblo, a su proceso de metamorfosis, a su entrada en la burguesía parisina. Y el escritor francés ha recibido a El Confidencial a su paso por Madrid invitado por el festival Capítulo Uno.

Para mí la literatura es el espacio más opuesto que hay a la justicia

PREGUNTA. En Cambiar: método parece que te has reconciliado un poco más con tu familia y tus orígenes. Ha habido un proceso de intentar comprenderlos, ¿no?

RESPUESTA. Para mí la literatura es el espacio más opuesto que hay a la justicia. En la justicia tenemos un juez y un condenado, una responsabilidad que recae en los individuos que han cometido un acto. Para mí la literatura es lo contrario, es un espacio interior en el que entiendes por qué un individuo se comporta de una manera determinada, por qué los individuos son violentos, por qué los individuos cometen actos detestables. Para mí el camino de la escritura es lo que me ha permitido entender los actos y los comportamientos a los que me he tenido que enfrentar en mi infancia: la homofobia, la violencia, el racismo, la dominación masculina. Entender que eso venía de más allá que la simple voluntad de mi padre y mi madre. Cuando era pequeño odiaba a mis padres. La literatura me ha enseñado a no odiar más a mis padres.

Cuando hablamos de las clases pobres, de las clases bajas, de los excluidos, si condenas su violencia se te tacha directamente de clasista. Es imposible decir que luchas por las clases bajas y, al mismo tiempo, si alguien se comporta de manera violenta señalarlo individualmente y decir que hay que meterlo en la cárcel, porque esta violencia es estructural y no se puede ignorar que estos individuos sufren la violencia todo el tiempo. Constantemente se preguntan: ¿podré comer? ¿Podré calentar mi casa? ¿Me podré comprar ropa? ¿Podré vestir a mis hijos? En fin, simplemente vivir. Las personas que actúan violentamente normalmente sufren esta violencia. No todo el tiempo ni todo el mundo, pero es una situación mucho más compleja de la que se pinta. La violencia nos atraviesa. Condenar a la gente es, en efecto, ser clasista.

P. Tu triunfo representa, en cierta manera, el fracaso de la socialdemocracia, ¿no? Si realmente existiese el ascensor social, tu historia o la de Didier Eribon [autor de Regreso a Reims (2009), entre otros títulos] simplemente serían una más, no tendrían nada de anómalo o especial.

R. Una de las cosas más importantes para mí fue intentar cambiar la narración clásica que estructura gran parte de la literatura sobre personas que huyen de su estrato social. Es una tradición muy vieja. Es el Rojo y negro de Stendhal, es la literatura de Balzac. Esas narraciones clásicas nos transmiten la sensación de que la gente que escapa de su clase es porque son más libres o más sensibles o son prodigiosas. Lo que yo intento hacer, y lo que Didier [Eribon, autor de Regreso a Reims (2009)] también intenta hacer, es destruir esta narración e intentar mostrar una historia de la diferencia. Nosotros no es que fuésemos diferentes; es que nos empujaron a serlo. Por ser gais, Didier y yo, nos hemos visto abocados a ser diferentes, porque nos lo decían y porque nos decían que nos marchásemos de allí. No me he escapado porque sea más libre que mi padre, o más sensible, o más listo que mi madre. Más bien al contrario, porque era menos libre, porque estaba condenado a escaparme. Eso quiere decir que eso que nosotros llamamos "la diferencia" no tiene nada de natural, es un constructo social. Es un proceso colectivo, no una cuestión individual. Si la diferencia es algo construido es una responsabilidad colectiva, lo que es una manera más política y realista —creo yo— de contar este tipo de historias.

La condición de mujer o de gay sufre persistentemente una violencia social que, extrañamente, la política actual no llega a tocar

P. En Cambiar: método hablas de una relación en la Francia rural con la homosexualidad muy violenta. La ocultación era necesaria para la supervivencia. ¿Ha cambiado eso en los últimos veinte años? Recuerdo también las marchas que hubo en París a raíz del dibujo del póster de la película El desconocido del lago, que mostraba un dibujo de dos hombres besándose, simplemente. ¿Hay la misma homofobia en la provincia que en la capital?

R. Pasa igual hoy, dentro de todas las clases sociales y todos los ambientes —porque me lo cuentan en las librerías o cuando voy a las universidades, gente que sigue pasando por lo que yo cuento en mi libro—. Gente de veinte años. Es raro. ¿Cómo después de un movimiento LGTBI tan poderoso, con la representación que hay en la literatura y en el cine, con un movimiento feminista cada vez con más peso, como es posible que la condición de mujer o de gay sufra persistentemente una violencia social que, extrañamente, la política actual no llega a tocar. Cuando publiqué el primer libro sobre mi infancia y hablé de la homofobia de las clases populares, mucha gente apuntaba a que también había mucha homofobia entre la burguesía. ¡Pues claro que sí! ¡Yo no he dicho lo contrario! De hecho, si escribiese un libro sobre la homofobia en la burguesía me echarían en cara que también existe en las clases populares. Muy a menudo, cuando luchamos por las clases populares y contra la dominación de clase, siempre hay la impresión de que se mezcla el amor y la política. Una forma de ver estas luchas —LGTBI, feminista, sobre todo— con lemas como "Las mujeres son hermosas" y fuertes o "los gais son héroes". Para mí es muy extraño mezclar el amor y la política. Yo puedo, al mismo tiempo, luchar por las clases populares y señalar la dominación masculina y la homofobia de las clases populares. Puede sonar contradictorio, pero no lo es.

P. ¿Hay más paternalismo hoy en la lucha de clases?

R. Si le quitas a la gente la posibilidad de ser inhumana también le quitas la posibilidad de ser humana. Como decía Derrida: nunca decimos a propósito de un gato que sea inhumano. La manera en la que la burguesía habla de las clases populares les quita la posibilidad de ser inhumanas y, por ende, de ser humanas. Las han convertido en el objeto de observación de la burguesía. No hay complejidad. Si el feminismo no habla, por ejemplo, del racismo de una mujer de clase baja en concreto, se estará dirigiendo solo a la mujer burguesa que ha leído desde Simone de Beauvoir a Angela Y. Davis y que ha tenido una educación y libros y oportunidades de no ser racista. La política contemporánea creo que es más clasista que antes por culpa de esta idea de la pureza y la virtud. En mis libros he intentado repensar la complejidad de todo esto. Vale, mi padre obligaba a mi madre a quedarse en casa, limpiar los muebles, hacer la cocina, le echaba en cara que no se maquillase, que no trabajase, que no tuviese el carné de conducir, pero al mismo tiempo mi madre votaba al Frente Nacional.

placeholder Édouard Luois presenta 'Cambiar: método' (Editorial Salamandra). (A. Ayerbe)
Édouard Luois presenta 'Cambiar: método' (Editorial Salamandra). (A. Ayerbe)

P. En Cambiar: método, describes el proceso de borrado de tu herencia cultural al que te sometiste. Practicabas tu acento, tu forma de comer, tu forma de moverte. ¿Te has reconciliado ya también con esa herencia?

R. Lo que cuento en Cambiar: método es que tenía vergüenza de toda mi herencia cultural. Me daba vergüenza mi manera de vestir —porque siempre iba en chándal, como los raperos que salían en la televisión—, me daba vergüenza mi forma de comer, me daba vergüenza mi acento del norte… y finalmente no me resistí a esa vergüenza. Tenía 15 o 16 años y la vergüenza social era más fuerte que yo. De hecho, Cambiar: método cuenta una historia de sumisión total a la burguesía. No tenía ninguna distancia crítica con la burguesía. Lo aceptaba todo. En el libro intento entender la historia de esa sumisión total, pero ahora tengo una mirada crítica sobre la violencia de la burguesía. Cuando estoy con mi madre en París, ella, que habla fuerte, atrae las miradas maliciosas de las mujeres burguesas. No hay una fractura entre la sumisión de antes y la crítica de ahora, sino que forma parte del mismo movimiento. Porque la burguesía, además, me ha dado las armas para combatir la propia burguesía.

No sé si conoces a una escritora francoargelina que se llama Assia Djebar. Ella cuenta que, cuando los franceses colonizaron Argelia le prendieron fuego a la aldea de sus ancestros, violaron a las mujeres y mataron a los hombres. E impusieron la lengua francesa en el país. Tres generaciones más tarde, Assia Djebar escribe libros y dice: me impusieron el idioma y ahora utilizo ese mismo idioma para combatirlos. Hay una suerte de paradoja. Cuando el colonizador te impone su lengua te entrega un arma para combatirlo. Es un poco lo mismo. Si yo no hubiese interiorizado todas estas reglas burguesas no podría ahora combatirla.

Nadie en una manifestación va a abolir el capitalismo, es ridículo, es grotesco

P. Precisamente, Francia se encuentra ahora en un proceso de búsqueda de identidad. Los hijos de inmigrantes ya son franceses, pero muchas veces no se les hace sentir como tal. ¿Cómo puede conjugarse esa lucha desde ambas identidades, la clase blanca rural y pobre y la clase racializada urbana y pobre?

R. Es una cuestión muy importante en la que pienso muy a menudo. En Francia he militado mucho con el comité Adama, que lleva el nombre de un joven negro asesinado por la Policía y que tiene el comité contra la violencia policial más grande de Francia y que lo creó la hermana de Adama, Assa Traoré. Estos últimos años he organizado encuentros, conferencias, en la que hemos tratado la relación entre la Francia blanca rural y la Francia racializada de las banlieues, mayoritariamente. Y nos hemos dado cuenta de que los problemas que nos hemos encontrado son muy similares y el reto para la izquierda es el de construir un discurso que pueda incluir las dos realidades juntas. Lo increíble es que, en el espacio político francés, nadie lo ha intentado. No podemos saber si funciona o no, porque nadie lo ha intentado. Hay un racismo sistémico en la política francesa y estas cuestiones se ignoran totalmente. El espectro que persigue a la política es el de la jerarquización, que cambia, pero siempre existe. En los cincuenta y sesenta el partido comunista y la izquierda europea hablaban de la clase, pero ignoraban el feminismo y el racismo. Hay gente que se peleó por cambiar esa situación y ahora tenemos a una izquierda que habla de homofobia y de racismo, pero que ignora la pobreza y la clase social. La jerarquía no deja de cambiar.

En Estados Unidos está J. D. Vance, el autor de Hillbilly Elegy, que claramente es racista pero que propone volver a hablar de los trabajadores y pretende volver a lo de antes, a no hablar de los derechos de los afroamericanos, en vez de imaginar o construir un futuro. Quizás la solución sería que todos los movimientos se uniesen y que dentro de cada movimiento se pelease por las problemáticas concretas de cada uno de ellos. Cuando vas a una manifestación LGTB y ves carteles de "Abajo el racismo", "Abajo el capitalismo", te das cuenta de que eso no sirve de nada, no vas a transformar nada. Es demasiado abstracto y se pierde la fuerza. Nadie en una manifestación va a abolir el capitalismo, es ridículo, es grotesco. Pero sí puedes manifestarte contra las técnicas policiales de arresto, contra la edad de jubilación, a favor de crear una mejor estructura de apoyo a las mujeres maltratadas. Cosas concretas. Si no, no sirve de nada.

P. ¿Por qué esa clase blanca y pobre está encontrando cada vez más su espacio en la ultraderecha? ¿Por qué fuerzas como los chalecos amarillos o el Movimiento Campesino Ciudadano holandés se entienden mejor con la ultraderecha?

R. Es muy difícil. Ha sido un proceso político que se ha dado durante mucho tiempo. La razón por la que hoy muchos obreros se reconocen en la extrema derecha, como Didier Eribon ha descrito en su libro, es porque la izquierda clásica e institucional ha dejado de hablar de los trabajadores y se ha ido volviendo cada vez más liberal. Al principio de los años 2000 los partidos socialistas de toda Europa —francés, español, laborista, alemán— han empezado a hablar de negocios, del dolor, de la pobreza, del sufrimiento. La revolución neoliberal ha conseguido que se deje de hablar de las clases. Es más, ¡hace como que no existen las clases! Lo que ha hecho que mucha gente de clase popular que sí que existe tenga que encontrar otros términos para referirse a sí misma.

Cuando encontremos ese lenguaje que no sea el de la extrema derecha ni el de la izquierda clásica, conseguiremos darle la vuelta al proceso. Se creará un espacio en la izquierda que incluya a las clases populares. Volveremos a hacer como hicimos en los 50 y los 60, porque ahora las cosas han cambiado y han aparecido movimientos como el LGTBI, el feminista, el antirracista. La derecha ha reinventado su lenguaje, que es radicalmente contemporáneo, mientras que la izquierda ya no habla de las clases populares, cuando hay una revolución neoliberal. Y ¿qué hacemos? No podemos volver a lo que había antes del movimiento neoliberal. Y yo veo que, al menos en Francia, la izquierda habla como hace cincuenta años.

La izquierda clásica e institucional ha dejado de hablar de los trabajadores y se ha ido volviendo cada vez más liberal

P. También ha cambiado la visión del trabajo.

R. Hoy en día hay mucha gente que no quiere trabajar como antes. Que no quiere tener un jefe ni horarios. ¿Quién se aprovecha? La derecha con sus Uber y Deliveroo y toda esa nueva economía. La izquierda tiene que encontrar un lenguaje para hablar de ellos, porque que alguien no quiera estar sometido a su jefe es una buena noticia, es anarquismo, es tirar abajo las viejas jerarquías. Pero ha sido el neoliberalismo el que ha llegado primero. Y eso significa que no hay protección social para esos trabajadores. Tengo hermanos y hermanas pequeños y no quieren levantarse a las ocho de la mañana para ponerse a las órdenes de un jefe. ¡Y eso es magnífico!

P. Recientemente, Francia se ha puesto en pie contra el retraso en la edad de jubilación de 62 a 64 años. En España, en 2027, se espera que sea a los 67. Una misma ley puede afectar de manera muy diferente según la clase. No es lo mismo jubilarse a los 67 años siendo periodista que siendo albañil.

R. Claro, ese cambio es extremadamente violento para según qué personas. En mi anterior libro, Quién mató a mi padre, hablo de esto mismo. La política no tiene efecto real en las clases dominantes. Son las clases dominantes las que hacen la política, las que escriben las leyes y las aprueban. Cuando empecé a relacionarme con las clases privilegiadas me di cuenta de que el hecho de que haya un gobierno de derechas o de izquierdas no influye en la vida de las clases dominantes. Sin embargo, en mi infancia tengo recuerdos muy íntimos de la política, aunque no supiese qué era la política. Cuando salió una nueva ley por la que el Estado ya no reembolsaba el precio de los medicamentos, mi padre no podía comprarlos, y eso significaba que mi padre tenía que vivir con dolores. O trabajar todos los días suponía que tuviese dolor de espalda.

Hoy mi padre tiene 57 años y no puede caminar, no puede respirar sin una máquina, porque estuvo trabajando en la cadena de montaje de una fábrica de piezas de metal para la maquinaria. Ese impacto de la política no lo he encontrado en las clases dominantes. Yo ahora me levanto contra el gobierno de Macron, pero el Gobierno no me puede impedir comer o comprar medicamentos. Es una paradoja de la política: aquellos que la hacen política no les repercute la política. La política es una manera de domesticar a los dominados. Es un instrumento de domesticación.

En 2014, un desconocido Édouard Louis de veintiún años escribió su primera novela, Para acabar con Eddy Bellegueule (Salamandra, 2014), un librito autobiográfico en el que contaba cómo se marchó de casa de sus padres —en un pequeño pueblo, Hallencourt, de 1.300 habitantes— cuando apenas tenía 16 años. Acosado por la homofobia y la incapacidad de conectar con la cerrazón de su pueblo, se marchó a estudiar a Amiens, la capital de la provincia, se cambió de nombre y decidió ser otra persona. Quiso despojarse de toda la herencia cultural familiar y transformarse en un burgués leído, refinado, aceptado. Pero pronto Amiens se le quedó pequeño y puso rumbo a París.

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