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La trastienda de la guerra cultural por la nostalgia
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'Trinchera cultural'

La trastienda de la guerra cultural por la nostalgia

Nuestro problema es que nadie parece aceptar que la ruptura establecida por el neoliberalismo dejó mortalmente heridas las categorías de conservación y progreso

Foto: Foto: EFE/Víctor Casado.
Foto: EFE/Víctor Casado.

Cuando en 1963 se estrena La pantera rosa, la comedia de Blake Edwards, sucede algo que no está previsto. El público queda fascinado, más que por el enredo interpretado por Peter Sellers, por el sublime tema que Henry Mancini ha compuesto para la película, que acompaña al corto animado que da forma a los créditos de inicio. El sofisticado felino, inspirado en David Niven, toma entidad y un año después debuta en una serie cuyo primer capítulo es premiado con un Oscar. Pink phink (DePatie-Freleng, 1964) cuenta de forma elegante y efectiva la pugna entre la pantera y el hombrecillo por pintar una casa: mientras que uno de los personajes se decide por el rosa el otro lo hace por el azul. Las secuencias, divertidamente hipnóticas, carecen de resolución posible, como cuando dan vueltas alrededor de una columna, cada vez a mayor velocidad, cubriéndola del color que les sirve como estandarte sin darse cuenta de que su antagonista hace lo propio justo por el lado opuesto.

De Pink phink demuestra que un formato narrativo donde dos contendientes pelean circularmente por imponer su criterio es siempre un éxito entre el público, ya que le deja el papel de observador en una confrontación que sabe que carece de fin: lo realmente interesante no es que la casa acabe pintada de rosa o azul, sino el proceso por el que un personaje intenta imponerse al otro de forma consecutiva e inacabable. Este modo narrativo, que encaja a la perfección con los cortos animados, con cualquier comedia construida entre opuestos, es perfectamente aplicable a la mayoría de conflictos calificados como guerras culturales que anegan nuestro presente. Lo que nos atrae de las mismas no es llegar a ninguna conclusión, sino que nos otorgan la posibilidad de empuñar un estandarte con el que cimentar nuestras identidades, débiles y fragmentadas.

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El asunto, antropológicamente interesante, es sin embargo trágico para una disciplina como la política, cuya única utilidad es precisamente la de encontrar soluciones.

La guerra cultural sobre la nostalgia y lo generacional, que colea desde hace un par de años en el debate público de nuestro país, es particularmente descriptiva de este proceso, que viene a ser siempre el mismo, al margen de sus protagonistas. Una figura de relevancia en el ámbito conservador crítica la debilidad, el atolondramiento o la impericia de nuestras sociedades, algo que se manifiesta con especial intensidad en los jóvenes, que parecen servir como espejo de nuestro presente, en oposición a los mayores, que recuerdan un mundo en el que todo estaba donde debía estar. La respuesta progresista califica esta crítica de nostálgica, rancia y retrógrada, asumiendo los aspectos positivos del cambio —uno sin apellidos—, valorando la capacidad de adaptación de los jóvenes y denostando el inmovilismo de los mayores. ¿Quién pinta mejor y más rápido, la pantera o el hombrecillo?

El pasado se establece para los conservadores como una arcadia, tomando como esta categoría mitológica, donde existía un orden que garantizaba un funcionamiento social carente de desavenencias. Parece así razonable pensar que los conservadores nunca han tenido buena relación con el presente, con el cambio, de la misma manera que Luis XVI nunca la tuvo con las nuevas técnicas de afeitado o Gloria Swanson con la aparición de la banda sonora. La paradoja de nuestros días llega cuando tanto el pasado, el presente, como el cambio pertenecen por derecho propio a los conservadores desde hace cuatro décadas, al menos desde que se impuso la restauración neoconservadora. La contradicción, por tanto, consiste en abjurar de los productos de su propia reconfiguración social, horrorizarse con los frutos del árbol que tan exitosamente plantó Ronald Reagan.

Es difícil elegir entre la mano que señala furiosa desde el púlpito y la que recoge los dividendos de ese fondo de inversión especulativa

En el último episodio de esta inacabable guerra cultural ha resultado de gran interés escuchar al escritor Arturo Pérez-Reverte advirtiendo de que los jóvenes no estaban "preparados para el iceberg del Titanic", culpando, más que a ellos mismos, a una educación que en occidente había centrado todo en unos valores idealistas y el uso indiscriminado de la tecnología, frente al resto de un mundo despiadado que ahora exigía su sitio. Reverte, quizá sin proponérselo, no describió ni a los jóvenes ni a la educación, sino el fin de una globalización neoliberal que pulverizó tanto los valores y las ideas de la ilustración como la aspiración a la organización de la modernidad, para sustituirlas por el individualismo como divisa y la libre concurrencia de egoísmos como motor. En lo concreto, el iceberg del Titanic no es más que una economía que de tan externalizada dio a China la posibilidad de desarrollarse, otorgando ingentes beneficios a las multinacionales pero restando capacidad de soberanía a los países occidentales que albergaban su matriz. No es que los jóvenes estén solo pendientes del móvil, es que el smartphone es el producto resumen de este modelo en descomposición.

La gran paradoja del conservadurismo de nuestros días, a veces por hipocresía, la mayoría de ocasiones precisamente por ensoñación idealista, es que detesta las consecuencias de un mundo que sus líderes económicos, políticos e intelectuales patrocinaron hasta la náusea: exigen a un presente bajo la égida de cuarenta años de dominio de financieros y agentes de bolsa, la templanza y honor de los caballeros andantes y, claro, todo no puede ser. Lo peor es que el cambio —su amenaza secular, su enemigo íntimo— ha estado y está impulsado por ese criterio fanático que niega la existencia de la sociedad, en beneficio de individuos que compiten, obteniendo diferentes resultados, en base a sus intereses y su diferencia. Ni la familia, ni la nación, ni la religión, ni las tradiciones, todos ellos valores típicamente tan conservadores como comunitarios, pueden encajar dentro de este motor de cambio. Habitualmente es difícil elegir entre la mano que señala furiosa desde el púlpito y la que recoge los dividendos de ese fondo de inversión especulativa.

No existe mayor mentira que asumir que lo contemporáneo es necesariamente progresista

Si los conservadores caen constantemente en la paradoja de detestar un mundo que han edificado, o mejor dicho, deconstruido, piedra a piedra, no deja de ser igual de sintomático aquellos progresistas que en reacción —la palabra no es casual— corren a la defensa acrítica de este presente. Como cualquier pasado, tradición y valores parecen ser malos por naturaleza, solo queda regodearse en este momento, la cresta de la ola de los días, indiferentemente del tiempo en el que se sitúe, para darlo por bueno. ¿Cuál es el criterio que emplean para fundamentar su adicción a un cambio que ni siquiera controlan? Habitualmente suele ser el avance en los derechos para las minorías, el ecologismo y la eclosión de identidades asociadas a lo sexual. Han hecho de la necesidad virtud y, sin avances palpables durante décadas en la redistribución económica, celebran como vector de progreso la representación de la diferencia individual: tu especificidad te hace valioso en cuanto a lo que puedas competir con ella en un mercado de las atenciones. Margaret Thatcher estaría orgullosa.

No existe mayor mentira, mayor autoengaño, que asumir que lo contemporáneo es necesariamente progresista. Más en un momento, estas últimas cuatro décadas, donde el cambio de valores sobre la aceptación de nuevos derechos, la bandera que enarbolan con mayor interés, ha estado íntimamente relacionada con las necesidades del mercado por encontrar nuevos consumidores. Si los conservadores sufren de pataletas episódicas por las consecuencias de deconstruir el mundo del capitalismo fordista, los progresistas responden haciéndose fuertes en el fraccionamiento, el culto al individuo y el presentismo, vectores que resultan suicidas para su proyecto. Ambos, igual de incapaces, mientras pintan una casa en ruinas parecen no ver que por debajo de la guerra cultural siempre se encuentra una falla económica: la de un sistema productivo acrático rendido a las necesidades de lo financiero.

El pasado no existe, salvo como un cajón de sastre de donde extraer elementos pintorescos con el que encubrir la falta de propuesta

Si el conservadurismo queda reducido a una caricatura histriónica al no reconocer su responsabilidad en la ruptura neoliberal, el progresismo queda reducido a la nada cuando renuncia a la propia idea de progreso, una para la que es sustancial contar con un punto del que se parte, el pasado, para trazar uno al que se desea llegar, el futuro. Lo más grave del secuestro ideológico que sufre la mayor parte del progresismo contemporáneo es que es profundamente presentista, es decir, ahistórico, justo, miren que casualidad, una de las principales características que el neoliberalismo necesitaba para imponerse como sentido común: la de romper con la línea temporal para evitar que se estableciera comparación posible. La consigna, tras el 25 de diciembre de 1991, fue precisamente la del fin de la historia, el correlato temporal al "there is no alternative" económico. Al neoliberalismo no le bastaba solo con ganar, sino que tenía que conseguir que pareciera que su propuesta era la única existente, que había y había habido.

Que nuestros productos culturales sean profundamente revivalistas, que exista una auténtica industria de la nostalgia, tiene que ver con este estado de las cosas: el pasado no existe salvo como un cajón de sastre de donde extraer elementos pintorescos con el que encubrir la falta de propuesta: ¿qué proponer cuando no vamos a ninguna parte, cuando damos vueltas alrededor de la columna sin obtener ningún resultado? Si la década de los ochenta, punto de inicio de esta ruptura neoliberal, se ha convertido en la materia prima preferida por la industria de la nostalgia es porque fue en sí misma el contendor cultural de todo un siglo, el momento en que las propuestas empezaron a derivar hacia los sucedáneos. Es, por otro lado, justo en esta década donde determinado progresismo, transgresor en lo cultural, inane en lo económico, empezó a calificar de rancio todo aquello que no encajaba en su propuesta: incluida esa izquierda que no se plegó al cambalache entre sus valores y los del individualismo.

Nuestro problema no es la nostalgia, el sentimiento de anhelo por un pasado grato

Nuestro problema no es la nostalgia, el sentimiento de anhelo por un pasado que resulta grato. De haberla, lo único que expresaría no es regresión, sino echar de menos la certidumbre frente a un contexto terriblemente indeterminado. Nuestro problema es que nadie parece aceptar que la ruptura establecida por el neoliberalismo dejó mortalmente heridas las categorías de conservación y progreso. Francisco Umbral describió en La noche que llegué al Café Gijón a: "Toda una tropa intelectual de izquierdas que, sin el prestigio de los grandes mártires ni el oportunismo de los pequeños vividores, se había quedado entre dos aguas, en las entrecajas de la vida española, pasando hambre y viviendo a otra luz, a un sol lejano y anterior, que era el que les iluminaba un poco las páginas primeras e ilusionadas que empezaron a publicar cuando España todavía era libre y ellos adolescentes". Tomado prestado el pasaje, aquí y ahora, ese sol lejano y anterior sólo puede referirse a la época donde el cambio llevaba siempre apellidos, aquellos que hacían de la historia una continuidad sin fin susceptible de transformación. Qué ingrato resulta siempre vivir entre dos aguas.

Cuando en 1963 se estrena La pantera rosa, la comedia de Blake Edwards, sucede algo que no está previsto. El público queda fascinado, más que por el enredo interpretado por Peter Sellers, por el sublime tema que Henry Mancini ha compuesto para la película, que acompaña al corto animado que da forma a los créditos de inicio. El sofisticado felino, inspirado en David Niven, toma entidad y un año después debuta en una serie cuyo primer capítulo es premiado con un Oscar. Pink phink (DePatie-Freleng, 1964) cuenta de forma elegante y efectiva la pugna entre la pantera y el hombrecillo por pintar una casa: mientras que uno de los personajes se decide por el rosa el otro lo hace por el azul. Las secuencias, divertidamente hipnóticas, carecen de resolución posible, como cuando dan vueltas alrededor de una columna, cada vez a mayor velocidad, cubriéndola del color que les sirve como estandarte sin darse cuenta de que su antagonista hace lo propio justo por el lado opuesto.

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