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Paloma Bravo: "Necesitamos menos cirujanos plásticos y más geriatras"
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Paloma Bravo: "Necesitamos menos cirujanos plásticos y más geriatras"

Tras haber publicado media docena de novelas, la escritora cuenta en 'Una historia de amores' la muerte de su padre desde la no ficción

Foto: Paloma Bravo. (A. M. V.)
Paloma Bravo. (A. M. V.)

“¿Qué edad tiene?”. Es la primera frase de 'Una historia de amores' (Contraluz, 2022). Esa es la primera pregunta que le hacían a Paloma Bravo cuando decía que su padre tenía cáncer. Es una pregunta reflejo que todos hemos hecho alguna vez. Parece una pregunta inocente. No lo es. “Hasta cierta edad, morir de cáncer se ve como injusto y cruel, pero por encima de los 80 perdemos la empatía”, denuncia Bravo. Su libro es un espejo incómodo que se rebela ante la indiferencia.

Tras haber publicado media docena de novelas, Paloma Bravo cuenta la historia de la muerte de su padre desde la no ficción. Lo escribió primero para ella, sin pensar en publicarlo, porque necesitaba asimilar todo lo vivido en los 18 meses que duró el cáncer terminal. Sus memorias reflejan el drama de una familia en el momento más difícil. Ella dice que lo publica con un pudor infinito, pero le compensa porque ya está recibiendo mensajes de lectores que le dan las gracias por haberle puesto palabras a algo por lo que tanta gente pasa. Es una historia muy íntima y, tal vez por eso, tan universal. La pérdida de un ser querido, el desgaste de los cuidados, y de fondo la pandemia complicándolo todo.

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'Una historia de amores'

No le gusta la palabra autoficción, ni la palabra autocuidado ni mucho menos autoayuda. Este libro no es nada de eso. Es una historia de amor de una novelista que se atreve a contar lo que le pasó a su familia durante la pandemia. Aunque hay escenas en las que parece una novela de acción. Cómo cuatro hermanos se organizan contra reloj quién se encarga de papá y quién de mamá cuando ambos caen enfermos. Mientras él está recibiendo tratamiento para el cáncer, empieza la pandemia y es la madre la que enferma gravemente con covid en pleno confinamiento. En el 112 no descuelgan el teléfono. Un hermano vive lejos, otro también cae enfermo en la primera ola… “Era una operación de logística militar en pequeña escala”, explica Bravo.

La tristeza impregna todo el libro y, sin embargo, es profundamente vitalista. Es una llamada a no perder el tiempo, a pasarlo bien mientras se pueda, a tomar conciencia del valor de lo que tenemos. También es una reivindicación de los mayores, de la generación de los que fueron niños de la guerra y son los mayores en la pandemia. Es, en definitiva, la historia de un aprendizaje: cómo aprender a cuidar, pese a la frustración de saber que el final está cerca. Y, sobre todo, cómo perder el miedo a contarlo.

PREGUNTA: Cuenta que cuando supo que su padre tenía un cáncer terminal dejó de poder escribir. Esa palabra, cáncer, lo ocupaba todo. No podía seguir escribiendo novela, pero salió este libro.

RESPUESTA: Dejé de escribir, pero tomaba notas todo el rato de lo que pasaba en la familia por temor a olvidarlo. Cuando eres pequeño, y sobre todo adolescente, a tus padres no les prestas atención porque das por hecho que siempre van a estar ahí. Y te cuentan sus cosas, lo que opinan, su vida y la de la familia, pero desconectas. Al tomar conciencia de que me quedaba un tiempo tan limitado con mi padre empecé a tomar notas para que nada se me olvidara. Con la enfermedad y la vejez pasa mucho que hablamos de ellos como si no fueran las personas que siempre han sido. Y mi padre estaba enfermo pero seguía siendo él. Quería recordar todo eso que él decía, que él pensaba y que sentía. Unos meses después de que muriera me puse a ordenar todo lo que pasó en aquellos 18 meses de enfermedad que habíamos vivido. La literatura tiene un papel en la vida de la gente que lee, consuela saber que no estás solo, que lo que te pasa a ti le ha pasado a otros. A mí me ayudó a escribirlo y lo sacó al mundo por si le sirve a alguien.

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Foto: A. M. V.

P: Esa cuenta atrás terrible que cuenta el libro es también un canto a la vida, a que cada minuto cuenta. Si tuviéramos una fecha tope, un ‘deadline’, que por algo en inglés incluye la palabra muerte, si supiéramos los meses que nos quedan con la persona que más queremos, tendríamos más presente el peligro del olvido.

R: Sí, pero es muy duro. Las enfermedades largas desgastan mucho al enfermo y a los cuidadores. Se tarda mucho en morir. La enfermedad no es fotografiable. Todo ese proceso de pérdida es un desgarro, pero es verdad que tiene un efecto de destilación. Hace reexaminar todo lo que vas a perder, y al asumirlo te das cuenta de lo que tienes. Pierdes la presencia, pero te quedas con la esencia. Lo más valioso de mi padre he conseguido quedármelo dentro en estos meses de cuidado constante. A medida que se acercaba la fecha, no tenía más remedio que plantearme cómo viviría con su ausencia.

Las enfermedades largas desgastan mucho al enfermo y a los cuidadores

P: Es un retrato del amor al padre. Pero contando su historia cuenta la de toda una generación.

R: Mi padre era un señor muy especial. Venía de la nada. De un pueblo diminuto de 30 habitantes, de una casa-escuela que la parte de abajo era una cuadra y arriba la vivienda de los maestros y el aula en poquísimo espacio. A base de esfuerzo llegó muy lejos en su profesión, pero nunca presumía y hablaba muy poco. Su forma de estar en el mundo era la integridad, la bondad y la austeridad. Es un homenaje a esa manera de ser, de estar siempre pendiente de los demás.

P: También es una historia de amor a la familia. La red de apoyo que montáis es conmovedora. A ratos parecéis una familia perfecta. ¿O es la tragedia lo que sacó lo mejor de cada uno?

R: Es la tragedia. Para nada somos una familia perfecta. Podemos pasar semanas sin hablar entre los hermanos y no comemos juntos todos los domingos ni nos damos la lata llamándonos todo el rato. Lo que hay a raíz del cáncer de mi padre es un objetivo común de que nuestro padre esté lo mejor posible y se sintiera querido y acompañado, porque feliz no se iba a sentir en ningún caso, que él no se quería morir. Somos una familia completamente imperfecta que toma la decisión de unirse para cuidar a la persona que todos queríamos.

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Foto: A. M. V.

P: En el libro reflexiona hasta qué punto la vejez se oculta porque hay un culto a la juventud y la belleza entendida como tal. No sabemos envejecer, pero tampoco acompañar en la enfermedad, ni nos hemos educado para convivir con la muerte. Hace 50 años, en un pueblo pequeño como el de tu padre o el mío, la muerte estaba más presente en la vida cotidiana, en las casas…

R: Por un lado se vive mucho más, y se tarda más en morir. Hay más enfermedades largas. Antes el cáncer mataba más rápido. Acompañar es fácil si son diez minutos, pero si son 18 meses es más complicado. También influye que hemos dejado de ser una cultura de texto a una cultura de imagen, de una cultura que lee a otra que ve. ¿Y qué es más agradable de ver? La juventud, los filtros... Hasta que la pandemia nos dio un golpe en la mesa vivíamos de espaldas a la vejez. Hablar de cómo quieres morir, cómo quieres que te entierren… Nos falta naturalidad para hablar de la muerte. Hay un maquillaje absoluto de lo que no es agradable.

P: Al principio de la pandemia, sobre todo antes del confinamiento, era habitual escuchar aquello de que el coronavirus no era para tanto porque “solo mata a los mayores”, como si esos mayores no estuvieran también viendo esos telediarios totalmente aterrorizados.

R: Fue horrible. Los mayores no son tontos, pero a menudo se los trata como si lo fueran. En el trato a los mayores hay mucho paternalismo asqueroso, cuando no una sensación de descarte. Que un señor de 80 años no oiga bien o esté enfermo y tenga miedo al entrar en un hospital no significa que no tenga criterio y merezca el mismo respeto.

Los mayores no son tontos, pero a menudo se los trata como si lo fueran

P: ¿Nos ha hecho mejores la pandemia?

R: Nos hizo mejores cinco minutos. Bueno, seguramente exagero. Unas dos semanas. Luego volvimos otra vez al individualismo. Los que crecimos sin móvil usábamos la cámara de fotos para mirar hacia fuera. Ahora la cámara se usa sobre todo para mirar hacia dentro y hacernos selfies. Antes queríamos mirar al mundo ahora quieres que el mundo te vea. Es el cambio más profundo que hemos vivido como sociedad. Hay un individualismo feroz. Y tal y como va la pirámide de población no estamos haciendo la reflexión de cómo vamos a abordar la cantidad de años que vamos a pasar en la vejez. No estamos queriendo pensar quién nos va a cuidar a medida que vayamos perdiendo facultades.

P: ¿Por eso le resulta tan desesperante que el cáncer no se nombre, que tenga algo de tabú y todavía se utilicen tantos eufemismos?

R: Es desesperante que lo llamen ‘larga enfermedad’ o todavía se diga eso tan absurdo de ‘perder la batalla’. No es una batalla. El cáncer a veces es curable y a veces no. Hay que nombrar la enfermedad porque para curarlas hay que conocerlas. Explica muy bien Caroline Criado en ‘La mujer invisible’ cómo desconocer que los síntomas de los infartos en las mujeres son diferentes a los de los hombres cuesta muchas vidas. Hay que hablar de las enfermedades.

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Foto: A. M. V.

P: Hay mucha política en el libro. Hay un diálogo constante entre la realidad de dentro de la familia con las noticias de lo que pasa fuera. Se entrelazan las historias de la familia y los cuidados con cómo está cambiando el mundo.

R: Por supuesto, es político porque lo personal es político. Las decisiones que se toman en política afectan a los ciudadanos de una manera íntima.

P: No leemos el periódico igual un día cualquiera que nada más enterarnos que alguien querido tiene cáncer.

R: Nada es igual a partir de ese momento. Hace que se conecten unas neuronas para estar más alerta de ciertas cosas que de otra manera pasarían inadvertidas. Te planteas cómo nos hemos acostumbrado a decir ‘si es grave, a la pública’ y a la vez hemos dejado que la sanidad pública esté tan saturada. Y todo eso te afecta cuando la necesitas. Eso es política. Y en el libro hay tanta política porque los valores que me enseñó mi padre son los valores que me gustaría que tuviéramos como sociedad. Me acuerdo de que cuando éramos pequeños y él tenía un puestazo en una gran empresa le pedíamos que nos hiciera unas fotocopias en la oficina. Él era el jefe, pero las pagaba. No nos lo contaba, nos lo contaba luego su secretaria. Le dejaba 25 ó 100 pesetas. Pagaba las fotocopias porque le parecía lo correcto. Esa forma de integridad no la proclamaba, la practicaba. Entender que los impuestos se pagan para todos, para el bien común, es política. Los niños de la guerra que hicieron la Transición son una generación que sabía que para salir del hambre había que trabajar y mi padre trabajó muy duro.

Hay mucha gente que no tiene recursos sociales o económicos y una situación así les rompe

P: Si todos aspiramos a llegar a la vejez, en el mejor de los casos, ¿por qué apenas se habla de los cuidados que necesitaremos ni la falta de recursos para hacerlo bien.

R: Hay mucha gente que no tiene recursos sociales o económicos y una situación así les rompe. Falta mucha inversión en los equipos de trabajo que pueden hacer esa labor. Me ha impresionado mucho el equipo de atención geriátrica a domicilio que tiene la sanidad pública y que yo no sabía ni que existía hasta que lo necesitamos. Si la medicina se entiende como una carrera para ganar a la enfermedad, en la geriatría siempre pierdes. Y, además, no se gana mucho dinero. No da grandes alegrías. Sin embargo, es fundamental. Tenemos derecho a tener un final digno.

P: Y vamos a una sociedad tan envejecida…

R; Necesitamos profesionalizar los cuidados. Necesitamos menos cirujanos estéticos y más geriatras. ¿Y cómo arreglamos eso? Pues pagando mejor a los geriatras, supongo. Pero cada vez hay menos geriatras y más profesionales estudiando para saber poner un culo como el de Kim Karsashian. ¿Nos gastamos el dinero en ponernos tetas o en invertir en una vejez digna? Esta reflexión no la vamos hacer como sociedad si seguimos sobreprotegiendo a la gente para no exponerla a la crudeza de la muerte, de las enfermedades y la vejez.

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Foto: A. M. V.

P: ¿Se ha olvidado tras la pandemia esa reivindicación de dignidad para los mayores?

R: Olvidada no, aparcada sí. No es una prioridad, porque cuesta mucho dinero. ¿Cuánta inversión hace falta para acompañar dignamente a una persona que va a ser dependiente durante meses y años? Mucha. ¿Lo merece? Desde luego. No sabemos cuánta gente ha muerto sola en casa durante la pandemia. A mi madre pudimos llevarla a un hospital privado. Pero cuánta gente mayor estaba sola y no pudo pedir ayuda durante la pandemia.

Mis hermanos y yo tuvimos que tomar la decisión durante el confinamiento. ¿Les dejamos morir de pena o vamos a cuidarlos aunque corramos el riesgo de contagiarles? La decisión fue no dejarles solos, pero mucha gente no tuvo a quién pedirle ayuda. La tercera guerra mundial es la guerra contra la vejez indigna.

P: Leyendo ‘Una historia de amores’ recordaba a Joan Didion, o a Rosa Montero con ‘La ridícula idea de no volver a verte’; o ‘De vidas ajenas’ de Emmanuel Carrère. No todo el mundo sabe explicar lo que siente cuando pierde a un ser querido, pero es un sentimiento universal. Qué importante ponerle palabras al duelo. ¿Hay algo terapéutico en vivirlo a través de la literatura?

R: Ponerle palabras es el primer paso para resolver las cosas, o para afrontarlas, porque el duelo no se resuelve pero se afronta. Dice Luis García Montero que la muerte de un ser querido se convierte en un animal doméstico que está siempre en casa y tienes que convivir con él. Gente que no me conoce de nada me está dando las gracias por este libro. O sea que sirve, sirve para algo que de todos modos es una mierda porque la muerte es una mierda y la tristeza no desaparece. Pero como es inevitable, lo mejor es afrontarlo. Saber que lo que estás pasando tú le está pasando también al de al lado y que ha tenido los mismos miedos y las mismas dudas. O la misma frustración, porque es muy frustrante acompañar así. Sin embargo, estamos acostumbrados a no contarlo y a no escuchar. Había gente a la que le decía que estaba cuidando de mi padre, que tenía un cáncer terminal y se despedía diciéndome “¡Que se mejore!”

P: Parece un chiste de humor negro.

: ¿Que se mejore? No, no va a mejorar. Lo más difícil es acompañar y cuidar a alguien que sabe que no se va a curar. No hay que quitarle importancia a un cáncer terminal. Mucha gente no escucha, o no quiere escuchar. Vamos por la vida sin prestar atención a nada. Y menos a la muerte. Pero la vejez es algo que nos va a pasar a todos, en el mejor de los casos. Y qué poco hablamos de ella.

“¿Qué edad tiene?”. Es la primera frase de 'Una historia de amores' (Contraluz, 2022). Esa es la primera pregunta que le hacían a Paloma Bravo cuando decía que su padre tenía cáncer. Es una pregunta reflejo que todos hemos hecho alguna vez. Parece una pregunta inocente. No lo es. “Hasta cierta edad, morir de cáncer se ve como injusto y cruel, pero por encima de los 80 perdemos la empatía”, denuncia Bravo. Su libro es un espejo incómodo que se rebela ante la indiferencia.

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