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Anna-Louise Germaine Necker: de bonapartista a monárquica sin despeinarse
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CONVERSOS DE LA HISTORIA III

Anna-Louise Germaine Necker: de bonapartista a monárquica sin despeinarse

Hija de un rico financiero suizo que mantuvo una relación compleja con Luis XVI, Necker pensó que Napoleón traería la libertad a Francia. Pero rápidamente se cayó del caballo

Foto: Un retrato de Madame Stäel.
Un retrato de Madame Stäel.

En muchos sentidos, Anna-Louise Germaine Necker fue la primera conversa moderna. Su conversión no tuvo nada que ver con la religión; estuvo relacionada con el acto que inició la política contemporánea: la Revolución francesa. Además, como pasa con todos los conversos políticos, resulta difícil saber si su cambio drástico se debió a razones puramente ideológicas o si el motivo fue más bien personal: si durante un tiempo pensó que Napoleón era la gran esperanza política de Europa, luego llegó a detestarle con la profundidad y el método con los que solo pueden odiar los conversos. El sentimiento, por cierto, fue mutuo.

Necker nació en 1766. Era hija de Jacques Necker, un rico financiero suizo que tuvo una convulsa relación con Luis XVI y el gobierno de la monarquía absoluta antes de la Revolución. Mientras era ministro de finanzas, entre 1777 y 1781, decidió hacer público por primera vez en la historia el presupuesto de la nación, un acto de transparencia sin precedentes: Luis XVI lo cesó y echó del país. Luego le pidió que volviera y le destituyó algunas veces más; su penúltima expulsión del cargo fue uno de los factores que provocó la toma de la Bastilla. Una vez más, el rey se asustó y le pidió que volviera. Su relación era un tanto enfermiza, como puede verse, pero Necker era un monárquico.

placeholder The execution of French king Louis XVI (1754 - 1793) during the French Revolution. Wood engraving, published in 1871.
The execution of French king Louis XVI (1754 - 1793) during the French Revolution. Wood engraving, published in 1871.

Por aquel entonces, Germaine ya se había casado con el diplomático sueco Erik Staël, cuyo apellido adoptó y por el que sería conocida a partir de ese momento: Madame de Staël. Si bien su marido era el embajador en París, era ella quien en realidad desplegaba una inmensa actividad social con la élite francesa: su educación le había permitido conocer desde muy temprano a hombres como los ilustrados Diderot y D’Alembert, adoraba la obra de pensadores como Rousseau y Montesquieu, y recibía en un célebre salón a viajeros ilustres como Thomas Jefferson y a escritores y políticos de todas las tendencias políticas, pero especialmente a los reformistas: los partidarios de la monarquía constitucional democrática, de un verdadero sistema parlamentario, de la modernización del Estado y el país para dejar atrás el feudalismo.

Entre los habituales del salón estaba Benjamin Constant, uno de los padres del liberalismo moderno y amante de Madame de Staël durante décadas. “La guerra de América, el progreso de la Ilustración, el ejemplo siempre presente de la admirable situación social de Inglaterra, habían predispuesto a la gente a concebir la representación nacional como el elemento esencial de toda constitución real o republicana —escribió más tarde en sus memorias acerca del unánime entusiasmo que generaba la posibilidad de un cambio político en el país— y creo que es posible afirmar que, en mi generación, aquella que llegó al mundo con la Revolución francesa, había pocos jóvenes que no estuvieran embargados por la esperanza que la situación de los Estados Generales [un primigenio Parlamento democrático] hacía concebir para Francia”.

Stäel: "En la revolución [...] hombres sanguinarios invocaban el nombre de la libertad eligiendo como víctimas a los ciudadanos más estimados"

Pero desde el principio Staël vio los excesos de la revolución, de los que estaba protegida en parte por ser la mujer de un diplomático extranjero. Muy pronto, dijo, “las instituciones republicanas perdían toda dignidad a causa de los medios que utilizaban para sostenerse […]. La indignación se apoderaba del espíritu y el alma cuando hombres sanguinarios invocaban el nombre de la libertad eligiendo como víctimas a los ciudadanos más estimados”. Tampoco los contrarrevolucionarios parecían dignos de estima. “No se podía estar enteramente de acuerdo con ninguna de las dos partes, ni con los perseguidores ni con los perseguidos”, escribió. Pero tal vez hubiera alguna esperanza: Napoleón. En ese momento, el general triunfaba militarmente en Italia, y sus proclamaciones que llegaban desde allí inspiraban confianza. “Reinaba en ellas un tono de nobleza y moderación que contrastaba con la afectación revolucionaria de los jefes civiles de Francia".

Madame de Staël le conoció en persona cuando regresó de Italia, pero la admiración era tal que “la primera vez que lo vi, la emoción casi me impidió hablarle”; él se hallaba en la cumbre de la gloria gracias a sus éxitos militares y parecía encaminado hacia la política. Staël y su amante Constant apoyaron a Napoleón cuando el 4 de septiembre de 1797 dio un golpe de Estado para hacerse con el poder. Pero enseguida se asombraron de la cruel represión que impuso a sus opositores. “Nadie se había hecho jamás una idea tan falsa de un hombre como la que me hice yo entonces de Bonaparte, al que creí generoso y sensible”, escribe. Y enseguida, a medida que le veía actuar políticamente, le frecuentaba socialmente, o intercambiaban observaciones, fue detectando sus rasgos de carácter: “No era ni bueno ni violento, ni cruel ni afable, al modo en que lo es la humanidad; era un ser que, no teniendo con qué compararse, no podía sentir simpatía por nadie […]. No odia ni ama, puesto que no existe para él nada más que sí mismo […]. Su fuerza consiste en un imperturbable egoísmo que ni la piedad, la seducción, la religión o la moral pueden desviar un instante de su dirección”.

placeholder 'La coronación de Napoleón'
'La coronación de Napoleón'

Constant, al que Napoleón había reclutado para su Gobierno, se vuelve contra él y Bonaparte, en respuesta, le manda al exilio y amonesta a Staël porque cree que es ella la que escribe los discursos en los que Constant le ataca. Napoleón la insulta en público por el contenido de sus libros. Ella se indigna cuando él se hace nombrar gobernante vitalicio. Hasta que su oposición es insostenible y Napoleón le prohíbe vivir en París. Empiezan los 'Diez años de destierro', título de uno de los libros más famosos de la escritora. Y, con ellos, su vida de conversa. Escribirá obras brillantes, seguirá frecuentando a amigos célebres, las mejores inteligencias de su época, volverá ocasionalmente a Francia, pero dedicará una parte muy relevante de su vida a odiar a quien antes admiró: Napoleón y la obra de la revolución.

“¡Singular destino el de esta revolución francesa! Ha destruido en toda Europa continental los principios de la libertad sobre la que decía fundarse”, escribe. Se instala en Alemania, donde conoce a escritores románticos como Goethe o Schiller. Finalmente, se instala en el castillo suizo de su padre, en Coppet, y lo convierte, según el escritor italiano Stendhal, en “la sede general del pensamiento europeo”. Le visitan escritores, políticos, nobles y viajeros, y durante las largas conversaciones que se mantienen allí se dedica sobre todo a criticar a Napoleón y lo que le está haciendo a Europa con sus conquistas y su arrogancia. Staël utiliza cada vez más la palabra “romanticismo” para describir las ideas de quienes se oponen al proyecto supuestamente racionalista y modernizador de Napoleón y desean una Europa un poco más alemana. De hecho, en su libro 'Alemania', fruto de sus viajes por el país, afirma que esta es la patria del pensamiento. Pero más allá de su amor por lo germánico en oposición a lo francés —algo que a Napoléon le sentó muy mal, al punto de prohibir la publicación del libro en Francia—, afirma que “en el exilio he perdido las raíces que me ataban a París y me he vuelto europea”. En muchos sentidos, Staël es también una conversa al europeísmo, que imagina como un estado mental portátil, sin fronteras ni guerras de invasión y, por supuesto, sin tiranos corruptos y ambiciosos, que es lo que cree que es Napoleón a esas alturas.

Staël celebró la caída de Napoleón en 1814, la Restauración borbónica y al nuevo rey, Luis XVIII

Staël nunca fue borbónica, pero hacia el final de su vida no solo celebró la caída de Napoleón en 1814, sino la Restauración borbónica y al nuevo rey, Luis XVIII: “tendremos un rey muy favorable a la literatura”, había dicho al conocerle. Para celebrar el regreso de la monarquía volvió a París. El rey, agradecido, le devolvió la fortuna de dos millones de libras que su padre, Necker, le había prestado al Estado antes de la revolución y que habían quedado atrapados durante más de veinte años.

Staël fue una mujer demasiado sofisticada como para ubicarla ideológicamente de manera simplista, pero Charles Augustin Saint-Beuve dijo que en sus últimos años, tras el fin del Imperio napoleónico y la vuelta de la monarquía, había albergado ideas “semiaristócráticas”, estaba “sosegada, más sensata”. Para Saint Beuve, Madame de Staël, “al hacerse mayor, se aproximó a las antiguas ideas de su padre”; y fue partidaria de una monarquía más democrática, pero no una república. Fue, dice Saint-Beuve, algo así como volver a casa de su padre.

Es este otro de los rasgos de los conversos: detestar la moderación paterna, abrazar la radicalidad, dar un largo rodeo ideológico a lo largo de la vida…. y acabar adoptando las ideas de los padres. Los conversos, muchas veces, solo quieren volver a casa.

En muchos sentidos, Anna-Louise Germaine Necker fue la primera conversa moderna. Su conversión no tuvo nada que ver con la religión; estuvo relacionada con el acto que inició la política contemporánea: la Revolución francesa. Además, como pasa con todos los conversos políticos, resulta difícil saber si su cambio drástico se debió a razones puramente ideológicas o si el motivo fue más bien personal: si durante un tiempo pensó que Napoleón era la gran esperanza política de Europa, luego llegó a detestarle con la profundidad y el método con los que solo pueden odiar los conversos. El sentimiento, por cierto, fue mutuo.

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