De la mano de Stendhal
Resulta toda una buena noticia que en un mercado como el editorial tan plagado de títulos prescindibles, pequeñas editoriales se dediquen a rescatar esas joyas escondidas
Resulta toda una buena noticia que en un mercado como el editorial tan plagado de títulos prescindibles, pequeñas editoriales se dediquen a rescatar esas joyas escondidas dentro de la historia de la literatura presentándolas en las mejores condiciones posibles.
Es lo que ocurre a esta novela de Stendhal (1783-1842) con la que Impedimenta inicia su periplo editorial (de su segundo libro, La pulga de acero, les ofrecimos un avance esta semana).
La abadesa de Castro es el primero de los volúmenes que conforman sus llamadas Crónicas italianas. Para realizarlas, el escritor francés (cuyo nombre verdadero era el de Henri Beyle) se basó en los manuscritos de obras antiguas italianas a las que tuvo acceso mientras fue cónsul de Francia en Civitavecchia, momentos éstos de goce mediterráneo de los que surge el famoso 'Sindrome de Stendhal': "Un éxtasis mareante que se produce cuando se contempla una acumulación de arte y belleza en poco espacio y tiempo".
En este libro bellísimamente editado se narra el infructuoso amor entre Julio y Elena, un bandolero y una noble. Una historia romántica que, como todas las imposibles, recuerda al poco venturoso relato descrito por Shakespeare en Romeo y Julieta. De esta forma los Capuleto y los Montesco se transforman aquí en los dos señores, el de Colonna, que protege a Julio y el de Ciampi, más próximo al padre de Elena; ambos con buenos tratos con el Papa, pues no olvidemos que el relato se desarrolla cerca de Roma, en los bosque de la región de Umbria y en el pueblo de Albano.
Igualmente, Julio intenta el 'rapto de Elena', pero el plan no le saldrá como a ese Paris de Troya, pues aunque, como él, se gana más enemigos de los que tenía, esta Elena se quedará compuesta y sin novio en su habitación del Convento de Castro. Y es que como Stendhal amablemente nos recordará en diversos instantes, estas aventuras amorosas son más bien desventuras. Explicaciones éstas que se convierten en los momentos más brillantes de la narración, ya que muestran su falta de convencionalismo -"Pido perdón por las rudas verdades" (p. 21)- al no dudar en arremeter contra esas poderosas familias: "El nuevo tirano era normalmente el ciudadano más rico de la difunta república y, para seducir a la plebe adornaba la ciudad con iglesias magníficas y hermosos cuadros" (p. 19); o comparar al pueblo italiano con el francés. "En Italia un hombre podía distinguirse por todo tipo de méritos, por sus grandes acciones, ya fueran con la espada o a merced de sus descubrimientos en antiguos manuscritos [...]...he aquí por qué Italia vio nacer a los Rafaeles, los Giorgiones, los Tizianos, los Corregios, mientras Francia producía a todos sus valientes capitanes del siglo dieciséis, completos desconocidos hoy en día..." (p. 21).
Stendhal, curiosamente poco querido por sus coetáneos, ya que les resultaba un poco seco, no deja de señalar a lo largo del texto las diferencias entre las costumbres sociales y los hábitos de los escritores del siglo XVI con respecto a su siglo, el XIX. Por eso, en determinados momentos de la narración, no duda en resumir partes muy prolijas del manuscrito o llegar a advertir de cosas como: "Y aquí podría haberse concluido su historia: habría sido preferible para ella, y también para el lector. En efecto, vamos a asistir a la degradación de un alma noble y generosa" (p. 133).
Con todo ello, Stendhal logra un libro fabuloso en el que, como un contador de historias avezado, nos sumerge en el relato de una forma muy bien estructurada y nos hace comprender, dando ese punto exacto de aderezo, los porqués de ciertas maniobras sociales de la época, a la par que entretiene como él nos imaginamos que disfrutó metiendo las narices en esos manuscritos que tantas historias le proporcionaron.
Resulta toda una buena noticia que en un mercado como el editorial tan plagado de títulos prescindibles, pequeñas editoriales se dediquen a rescatar esas joyas escondidas dentro de la historia de la literatura presentándolas en las mejores condiciones posibles.