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¿Por qué no entró España en la II Guerra Mundial? Una respuesta inesperada
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¿Por qué no entró España en la II Guerra Mundial? Una respuesta inesperada

El mito ha defendido la habilidad de Franco para no entrar en el gran conflicto europeo, pero las pruebas documentales señalan que España no participó porque no servía para nada

Foto: Hitler y Franco durante el famoso encuentro de Hendaya.
Hitler y Franco durante el famoso encuentro de Hendaya.

Pese al aluvión de pruebas documentales, algunos nostálgicos aún creen a pies juntillas lo de la habilidad de Francisco Franco a la hora de evitar la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. Este mito del régimen acaeció más bien por la inutilidad de su participación en el conflicto de los conflictos. Si bien, entre 1939 y 1941, la posibilidad de declarar las hostilidades a las potencias aliadas fue una realidad truncada por distintos factores donde cabe incluir tanto la ruina absoluta del país como el juego anglosajón, inteligente y asimismo arriesgado por las triquiñuelas filofascistas del dictador y sus principales colaboradores.

El 6 de abril de 1939 se hizo pública la adhesión de los ganadores de la contienda civil al pacto anti-Komintern. Esa formalidad era toda una declaración de intenciones, a corroborar si los acontecimientos internacionales avanzaban tal y como estaba previsto en el guion de Adolf Hitler.

Entre 1939 y 1941 la posibilidad de declarar las hostilidades a las potencias aliadas fue una realidad truncada por distintos factores

La mayoría de fuentes relativas a las relaciones franco-italianas apuntan a una voluntad de Roma para convertir a España en su satélite del Mediterráneo. Para ello, Mussolini fue generoso con las deudas adquiridas hasta la victoria del primero de abril y quiso establecerse como el puntal fuerte de este eje latino, algo más bien utópico por la inconsistencia de su politica exterior, siempre más dependiente de la alemana, y una creciente tendencia a enarbolar castillos en el aire desde su sueño imperial.

En Madrid dos eran los núcleos preponderantes y a considerar en esos compases iniciales. La Blitzkrieg nazi causó la admiración del Ejército, quien juzgaba muy probable el triunfo del Tercer Reich, mostrando reservas en lo concerniente a la implicación española por la maltrecha situación tras la conflagración fratricida y el lastre de una larga duración del envite europeo. La Falange, de clara inspiración transalpina en su credo, ansiaba tender sus tentáculos hacia una mayor vinculación al Eje, anhelada con estrépito por el cuñadísimo, Ramón Serrano Suñer, a la sazón ministro del Interior y hombre de confianza del Caudillo. Como muestra sirva su papel al acompañar en junio de 1939 al Corpo di Truppe Volontarie de regreso a la Bota, ocasión para reunirse en Nápoles con su doble fascista, Galeazzo Ciano, responsable de la cartera de Estado y yerno del Duce.

El encuentro entre ambos mandamases generó apasionantes contradicciones, pues pese a criticarse en privado con dureza hilvanaron una relación personal avezada hacia la consecución de fines políticos favorables a sus intereses. Al mes siguiente Ciano visitó Barcelona bajo un clamor multitudinario, agasajado en Colón y vitoreado por oportunistas y fanáticos apostados junto al hotel Ritz de la Gran Vía Condal. Fue el último acto público de Francisco Gómez-Jordana como máxima autoridad en Exteriores, relevado en agosto de 1939 por el general José Luis Beigbeder, tildado en los meses sucesivos de aliadófilo cuando su papel fue esencial para propiciar el repostaje de submarinos alemanes en puertos peninsulares, por no mencionar la libertad de la Lufftwaffe para usar como bases Lugo y Sevilla.

Maniobras de seducción

Desde su posición privilegiada, Serraño Suñer controlaba la policía y los medios de comunicación, empleándolos para fomentar un caldo de cultivo germanófilo, a extender mediante sus viajes a las cancillerías extranjeras. No contento con ello, movió más hilos a la espera del apogeo bélico. En abril de 1940 Agustín de Foxà, antes de ser expulsado de la capital italiana, departió con el rey Alfonso XIII, quien le confesó su escaso apego a la revolución falangista y el deseo de un cambio de tornas en favor de los aliados.

Lo monárquico debía estar en la recámara, así como el miedo a los franceses en la frontera y la opción de represalias inglesas en caso de seguir a pies juntillas los dictámenes de Hitler y Mussolini. Poco parecía importar esto al cuñadísimo, desatado en su intervencionismo cuando el 10 de junio Italia, al fin, declaró la guerra a galos y británicos. La posición española viró, setenta y dos horas después, de la neutralidad a la no beligerancia, ejercida sin complejos el 15 del mismo mes al invadir Tánger y desposeerla de su estatuto internacional. La ocupación duró hasta 1945, y en ese verano crucial se intuía como la antesala de la participación española, dispuesta a cobrarse su porción del pastel sin excesivo esfuerzo, a imitación de su siamesa mediterránea, desastrosa en el campo de batalla y siempre a rebufo de la Wehrmacht.

Los vientos estivales proclives a Hitler no impidieron a Franco cubrirse las espaldas, temeroso de una defenestración

Los vientos estivales proclives a Hitler no impidieron a Franco cubrirse las espaldas, temeroso de una defenestración. En marzo había firmado un acuerdo comercial con Gran Bretaña y otro con los Estados Unidos para recibir un millón de toneladas de grano bajo la condición de permanecer ajeno a las operaciones militares e impedir el tránsito más allá de los Pirineos de trigo, fosfato, manganeso y algunos productos alimentarios. El régimen no cumplió lo estipulado, sin afectar por ello a ese tan vital suministro para evitar la muerte por inanición de la ciudadanía libre de cárcel y represiones. La apuesta firme era por el Eje si este concedía a Franco unas peticiones desproporcionadas, tales como apoderarse del Marruecos unificado, una parte de Argelia, la extensión de la región sahariana y la expansión de los territorios españoles en el golfo de Guinea para atesorar más brazos negros.

placeholder España junto a las potencias del Eje.
España junto a las potencias del Eje.

Las otras demandas eran fruto de una exacerbada desesperación pecuniaria. El primero de octubre de 1940 Serrano Suñer viajó a Roma por segunda vez en diez jornadas. El 20 de septiembre firmó en presencia de Joachin von Ribbentropp, ministro de Exteriores del Reich, un protocolo para ultimar la intervención nacional junto a las fuerzas del Pacto de Acero, prevista para finales de octubre, refutándolo Franco casi 'ipso facto'. A la semana siguiente su socio incondicional de la inmediata posguerra reclamó a Mussolini grano, armamento, carburantes, aviación y un largo elenco de otros materiales. Y quien sabe si en esa conversación se comentó las facilidades prestadas en Murcia para bombardear Gibraltar; por supuesto, huelga decirlo, en la órbita de prioridades de los golpistas del 18 de julio.

Ese octubre fue la verdadera encrucijada del asunto. Como bien es sabido, el 23 de ese mes Franco y Hitler departieron en Hendaya. El "estos tíos lo quieren todo y no dan nada" del gallego se contrapuntó con el horror del Führer por ese trance, confesando a sus allegados preferir la extracción de tres o cuatro dientes a repetir ese coloquio delirante donde solo confirmó su desconfianza ante ese hombre nada ducho y muy ingenuo en lo concerniente a la esfera continental. Así fue como, desquiciado, optó por ceder el testigo de las negociaciones a Mussolini, quizá para darle coba en su ilusión de abandonar su rol de fantoche con galones.

Bordighera y Montpellier

Ese otoño el escepticismo de Franco se elevó en grado superlativo pese a las tentaciones acuciantes de Serrano Suñer. La batalla de Inglaterra se saldó con derrota aérea alemana, y por si fuera poco el rumbo en el Mediterráneo reflejaba un espejo de lo venidero si España se inmiscuía más allá de su sigilosa conducta. El ridículo italiano en Grecia y su desbandada en el norte de África eran un aviso de navegantes, bien captado por Washington al mandar en enero de 1941, bajo el paraguas de la Cruz Roja estadounidense, harina, productos lácteos, víveres y medicinas a España, agrandándose esa ayuda gracias a la Ley de Préstamo y Arriendo, según el historiador italiano Gennaro Carotenuto concluyente para recibir desde Argentina quinientas mil toneladas de grano y un millón y medio de carne, mientras Hitler apenas ofrecía cien mil toneladas de lo primero.

Ese otoño el escepticismo de Franco se elevó en grado superlativo pese a las tentaciones acuciantes de Serrano Suñer

Franco contrabandeó el petróleo yanqui, vendiéndolo al Reich. Así las cosas, la cimera celebrada el 12 de febrero de 1941 en la suntuosa Villa Margherita de la localidad fronteriza de Bordighera supuso un trámite de 'politesse' diplomática. Franco, por si las moscas, había preparado una escaleta simplísima: España no puede entrar por gusto. Canarias, Sáhara, Guinea, aviación, gasolina, transportes, trigo y carbón. Las cuatro horas de cónclave, divididas en dos sesiones, entre el Caudillo, el Duce y Serrano Suñer –Ciano se hallaba como piloto en plena campaña helénica– solo reafirmaron lo absurdo de vislumbrar siquiera un apoyo español. ¿Cómo puedes empujar a la guerra a una nación con reservas de pan para un solo día? Poco después la embajada alemana en Madrid recibió instrucciones para no insistir en el tema, desviándose el escenario hacia Rusia, donde la División Azul, integrada en el ejército nazi, compensó con sus cuarenta y siete mil efectivos las anteriores negativas.

placeholder Franco (centro) junto a Mussolini (derecha).
Franco (centro) junto a Mussolini (derecha).

Franco solo realizó tres viajes al extranjero, el último para debatir con el dictador Salazar. El segundo, comprendido dentro de la expedición a Bordighera, fue un formalismo antes de retornar al Pardo. El dictador y el anciano Philippe Pétain, presidente de la Francia colaboracionista con sede en Vichy, eran viejos conocidos. En 1928 el galo fue el artífice para otorgar al militar de pasado africanista la Legión de Honor por sus actuaciones en el Rif. Sin embargo, la opinión del héroe de la Primera Guerra Mundial no era precisamente positiva, tildándolo de orgulloso y tan beato como para creerse el primo de la Virgen María. La charla de Montpellier del 13 de febrero, factible al volver a España en coche, careció, al menos desde el recuerdo de Serrano en sus memorias, de interés alguno. Los dos gerifaltes estaban de acuerdo en esquivar la guerra y desplazar su centro lejos de Occidente para no salpicarse desde la esperanza de salvaguardar sus poltronas. En Berlín, Hitler manejaba otras preocupaciones; pero España, pese a la recobrada neutralidad en octubre de 1943, fue leal al Eje casi hasta el final, como si no existiera la amenaza de una intervención aliada para liquidar el totalitarismo hispano, reciclado tras 1945 por las circunstancias de la Guerra Fría, bote salvavidas para su supervivencia hasta el 15 de junio de 1977, cuando las urnas restauraron la democracia.

Pese al aluvión de pruebas documentales, algunos nostálgicos aún creen a pies juntillas lo de la habilidad de Francisco Franco a la hora de evitar la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. Este mito del régimen acaeció más bien por la inutilidad de su participación en el conflicto de los conflictos. Si bien, entre 1939 y 1941, la posibilidad de declarar las hostilidades a las potencias aliadas fue una realidad truncada por distintos factores donde cabe incluir tanto la ruina absoluta del país como el juego anglosajón, inteligente y asimismo arriesgado por las triquiñuelas filofascistas del dictador y sus principales colaboradores.

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