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Italia, 1870: la brecha de Porta Pía y el prisionero del Vaticano
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Italia, 1870: la brecha de Porta Pía y el prisionero del Vaticano

Se cumple 150 años de los rocambolescos y apasionantes acontecimientos que llevaron a la unificación y independencia del país vecino

Foto: 'Breccia di Porta Pia' (Carlo Ademollo, 1880)
'Breccia di Porta Pia' (Carlo Ademollo, 1880)

Otoño de 1870 fue la estación de todos los cambios, de los anhelos románticos consistentes en unificar naciones para completar la entonces no tan lejana primavera de los pueblos. La derrota de Luis Napoleón III en Sedán fue el acicate definitivo para el surgimiento de una Alemania unificada, mientras el retroceso de las armas francesas y la voluntaria captura del Emperador conllevaron el nacimiento de la Tercera República, enfrascada aún durante unos meses en la contienda contra el enemigo germánico mientras en París la Comuna, símbolo de un mundo a las puertas, generaba otra de carácter fratricida.

En este rompecabezas todas y cada una de las piezas encajaban con solvencia. La última de tan apasionante tablero era Italia, despierta desde esa primavera de 1848 en pos de su independencia y la creación de su reino a partir del piamontés. El 17 de marzo de 1861 se proclamó esta nueva realidad política en el parlamento de Turín, pero para completarla quedaban bastantes flecos territoriales. El primero sucumbió como consecuencia de la guerra austro-prusiana de 1866, cuando Italia, derrotada en las lides bélicas, rentabilizó el contexto europeo para conseguir de Viena la cesión de Veneto, Mantua y una porción del Friuli, gran bagaje pese a los sinsabores de no obtener las consideradas provincias irredentas de Dalmacia, Istria y el Trentino, con Trieste como urbe codiciada e imposible al ser el puerto franco del Imperio aubsbúrgico.

La coyuntura fue magnífica para avivar el creciente nacionalismo tricolor y nefasta con el tiempo al ser una de las simientes del fascismo

Esta coyuntura fue magnífica para avivar más si cabe el creciente nacionalismo tricolor y nefasta con el tiempo al ser una de las simientes del fascismo. Sin embargo, clave de bóveda del edificio era Roma, pues sin ella cualquier unificación era una caricatura de la misma, y el fruto de esta ambición se había declarado desde ese marzo de 1861, cuando el primer ministro Camillo Benso, Conde de Cavour, declaró la urbe como necesaria capital de Italia, engendrándose así un largo conflicto con los Estados Pontificios, dominadores de la Ciudad Eterna con el longevo Pío IX a la cabeza de esa maravilla forjada durante tantos siglos, de Constantino al Ochocientos donde el Pontífice veía crecer día a día la precariedad de su fortaleza como poder civil. La primera gran advertencia llegó en 1867 en Mentana, cuando Garibaldi intentó aunar su audacia militar con una fallida rebelión ciudadana en Roma, posponiéndose su toma hasta el arribo de aires más propicios, gestándose en el curso de la Historia.

El Papa, acorralado

La cuenta atrás había empezado sin remisión. Pío IX, vicario de Cristo en la tierra de 1846 a 1878, era un animal acorralado por las circunstancias. En febrero de 1870 el Concilio Vaticano I le concedió la infalibilidad papal, pomposa y vacua para combatir los acontecimientos de ese vertiginoso año, más aún cuando en agosto de 1870 la guarnición francesa destinada a protegerlo abandonó su feudo para engrosar el contingente para luchar contra los prusianos de Guillermo I y Bismarck, quien no tenía algún interés en mover un dedo a favor de la Santa Sede pese a tenerla siempre presente porque la estabilidad de su proyecto dependía parcialmente de la fidelidad de los Estados Católicos del sur de Alemania.

Ante esta perspectiva se asistió a una concatenación europea de primer nivel. La tercera República Francesa debía solucionar sus asuntos internos y tampoco era proclive a pronunciarse ante la inminente colisión entre los Estados Pontificios y el Reino de Italia, descartándose de este modo cualquier posibilidad de intervención extranjera en suelo itálico.

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Pío IX

Durante las primeras semanas de septiembre se estableció un paulatino juego nervioso. Vittorio Emanuele II sabía tener las cartas ganadoras en su baraja, proponiendo a su adversario sentado en el solio pontificio una resolución pacífica consistente en vender la entrada en Roma como una operación para proteger al Papa, quien seguiría siendo inviolable y mantendría un Estado, similar en sus dimensiones al actual Vaticano, bajo su plena jurisdicción y soberanía, algo complementado con una asignación anual e inmunidad diplomática tanto para los nuncios enviados allende la Santa Sede como para los diplomáticos extranjeros enviados a la misma.

Al desestimarse estas prerrogativas sólo quedaba actuar, y así fue como el 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri, un cuerpo de infantería, rompieron el estado de sitio y penetraron en la Ciudad Eterna mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía de los muros aurelianos, no sin hallar resistencia por parte de la guardia suiza y los zuavos, voluntarios del Viejo Mundo obcecados en defender a Su santidad.

placeholder El 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri penetran en Roma mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía
El 20 de septiembre de 1870 los Bersaglieri penetran en Roma mediante la apertura de una brecha en la Porta Pía

Al cabo de 24 horas la anexión era un hecho, salvo en la Basílica de San Pedro y los Palacios Vaticanos, declarándose Pío IX prisionero, y así fue como él y sus sucesores permanecieron en estos aposentos como muestra de renuncio a las nuevas coordenadas, estableciéndose la cuestión romana, en esencia un duelo al sol para redefinir el statu quo una vez este hubo mutado para la iglesia católica, huérfana de temporalidad para quedar enmarcada en lo espiritual.

Non expedit

El Estado italiano, triunfal en su cometido tras vagar su capital durante los años sesenta del siglo XIX entre Turín y Florencia, osciló entre algún gesto de acercamiento, rechazado desde la endeble fortaleza papal, y la aceleración de medidas para apuntalar su victoria, desde leyes para abolir los privilegios del clero hasta la obligación al mismo del servicio militar. Como contrapartida, Pío IX y sus sucesores prescribieron a los católicos italianos no participar en las elecciones políticas a través del 'non expedit'. Acercarse siquiera a las urnas significaba aceptar el Reino, y la disposición se mantuvo firme hasta 1919, cuando Benedicto XV lo abrogó al ser, desde 1904, casi papel mojado.

Pese a ello, esta relación tumultuosa marcó el origen de la Italia moderna, un país siempre retratado como católico hasta los topes por el desconocimiento colectivo de su fase inicial, cuando las sacudidas del siglo repercutían en todos sus ámbitos de actuación a partir de sempiternas problemáticas enhebradas con la industrialización, el consiguiente desarrollo de la clase obrera, mezcla de socialismo y anarquismo, y las desigualdades entre la prosperidad del norte y el arcaísmo de un sur medio olvidado, algo maquillado desde la construcción de un imaginario folklórico aún válido para muchos europeos.

El Papa, fuera cual fuese su nombre, seguía recluido en el Vaticano, y desde esa posición empezó a hablar con encíclicas solventes

Estos dilemas, incrementados con las aventuras coloniales y el posicionamiento del país en los designios del Viejo Mundo, se veían sobrevolados por el rumor vaticano o el murmullo del pecado original de ese septiembre. El Papa, fuera cual fuese su nombre, seguía recluido en el Vaticano, y desde esa posición empezó a hablar con encíclicas solventes para cobrar relevancia internacional y volver a predicar un ecumenismo distinto, más concienzudo y, hasta cierto punto, brillante pese al aislamiento.

Mientras tanto, los sucesivos reyes residían en el antiguo palacio veraniego del Pontífice, el Quirinal. El Parlamento de Montecitorio sólo proclamó el 20 de septiembre como día nacional en 1895, manteniéndose como tal hasta 1930, cuando el fascismo instauró el 28 de octubre como día sacrosanto para la Nación con tal de rememorar la Marcha de Roma de 1922, jornada primigenia del Régimen.

El olvido de 1870

Terminada la Segunda Guerra Mundial se procedió a una refundación. Tanto Mussolini como 1870 se volvieron reliquias molestas del guardarropa, ruinas a sepultar desde una absoluta condena de la memoria corroborada con la instauración de dos días de la patria muy apegados al presente inmediato de la posguerra. El 25 de abril recuerda la liberación del norte de Italia a manos de los partisanos, con los aliados anglosajones fuera de plano, mientras el 2 de junio rememora el referéndum de 1946 en que la ciudadanía votó a favor de la instauración de la República. Estas efemérides mandaron una papelera metafísica esas rémoras, sin liberarse de la influencia de San Pedro, mantenida con la Democracia Cristiana y reconvertida en la posmodernidad berlusconiana.

El 20 de septiembre de 2020 se celebraron en el país transalpino elecciones en nueve de sus veinte regiones y un referéndum constitucional para dilucidar si se reduce el número de parlamentarios. Las primeras son sustanciales para calibrar las tendencias tras la crisis sanitaria, donde Giuseppe Conte se elevó a una inesperada altura gobernativa al decretar el Estado de Alarma y bregar en Bruselas hasta reunir grandes consensos, idóneos para alejar todo el ruido previo, perfecto para Matteo Salvini y nocivo para el resto de formaciones. Estos meses han alterado esa pesadilla y los resultados servirán para intuir el clima venidero. Por su parte, el referéndum se sitúa en la normalidad democrática de modificar la carta magna a partir de estas votaciones, sólo anuladas si la participación es inferior al 50%.

Ambos comicios se insertan en prácticas de una Nación madura, con leves resquicios de heridas pretéritas sin alcanzar los niveles de España. Ambos comicios responden a una rutina aceptada por todos, con el referéndum como piedra de toque para sellar la evolución del sistema, lleno de arenas movedizas y aun así con cimientos bien pertrechados. 1870 fue el pistoletazo de salida, y si no se conmemora ni siquiera se comenta en estas últimas fechas es por ser un legado anterior de un proceso inagotable en la tierra con más sedimentos pasados en toda Europa. Quizá ese silencio, más que un trauma por cómo acaeció, esconde muchas lecciones y avisos para otros navegantes mediterráneos.

Otoño de 1870 fue la estación de todos los cambios, de los anhelos románticos consistentes en unificar naciones para completar la entonces no tan lejana primavera de los pueblos. La derrota de Luis Napoleón III en Sedán fue el acicate definitivo para el surgimiento de una Alemania unificada, mientras el retroceso de las armas francesas y la voluntaria captura del Emperador conllevaron el nacimiento de la Tercera República, enfrascada aún durante unos meses en la contienda contra el enemigo germánico mientras en París la Comuna, símbolo de un mundo a las puertas, generaba otra de carácter fratricida.