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1870, el sangriento nacimiento de la Europa moderna
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1870, el sangriento nacimiento de la Europa moderna

En contra de la tesis de Eric J. Hobsbawn, Sedán marcó el inicio de la larga guerra civil europea que duraría casi un siglo

Foto: La Puerta de Brandenburgo
La Puerta de Brandenburgo

1870 es una encrucijada medio oculta de la Historia Europea. Cierta Historiografía, más desde la pereza al desmenuce, ha aceptado con demasiada comodidad el lirismo cronológico del británico Eric J. Hobsbawn, según el cual el siglo XIX iba de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, de 1789 a 1914, ciento veinticinco años entre dos entierros; esta formulación ha cuajado por su originalidad; pese a ello adolece de matices tanto por su rotundidad como por carecer de alternativas.

Una posible nos situaría de nuevo en 1870, cuando el Viejo Mundo activó las manecillas de su propio reloj suicida hasta inaugurar siete décadas de conflictos fratricidas siempre con Francia y Prusia, primero como entidad, luego como fuerza motriz y espiritual de Alemania, erigidas en máximas protagonistas. Sólo la derrota del nazismo terminaría con la barbarie hasta propiciar los distintos preludios de la Comunidad Económica Europea y el simbólico apretón de manos entre Konrad Adenauer y Charles de Gaulle, auténtico funeral del hacha de guerra entre dos potencias condenadas, eso lo decimos tras haber cesado las hostilidades, a entenderse por el bien de todo nuestro continente.

1870, cuando el Viejo Mundo activó las manecillas de su propio reloj suicida hasta inaugurar siete décadas de conflictos fratricidas siempre con Francia y Prusia

Esos doce meses tan lejanos en nuestro imaginario lo fundan por pequeños detalles, y si son tan desconocidos es por su complejidad, simplificada desde las unificaciones nacionales, catapultadas ese otoño entre el fuego de tantas armas. En este sentido no está de más recordar la ocurrencia de Alejandro Dumas, para quien los dos principales Napoleones de la Historia eran idénticos en sus fastos imperiales, con una salvedad esencial: el tío tomaba capitales, mientras el sobrino tomaba los capitales.

El heroísmo y la épica de Bonaparte contrastan con el pragmatismo y la comprensión de la economía como motor de Luis Napoleón, creyente enfervorecido del progreso destilado en su época, impulsor del ferrocarril como vía comercial para ampliar la riqueza nacional, precursor de avanzadas leyes nacionales y casi siempre extraordinario estratega en los tempos de su Imperio, del autoritarismo a una apertura progresivamente democrática para sobrevivir en su trono sin quemarse.

placeholder La familia Napoleón
La familia Napoleón

A partir de ese último movimiento creía tener las espaldas bien cubiertas, no sin temer a sus vecinos al otro lado del Rin, siempre más pujantes desde la iniciativa de Otto von Bismarck, indomable Ministro, sólo sería Canciller con la fundación del Reich, bien secundado en lo militar por Helmut von Moltke. Ambos servían a Guillermo I con devoción para catapultar a Prusia como dominadora de la Mittel Europa y dueña indiscutida del espacio germánico. Para lograrlo combinaron varias suertes, aliándose con Austria en 1864 para apoderarse de los ducados daneses de habla alemana. Dos años más tarde el verano enfrentó a los socios por una provocación de Bismarck, deseoso de jugarse el todo por el todo para obtener la tan ansiada supremacía. La acarició sin rivales el 3 de julio de 1866, cuando Prusia humilló a la monarquía vienesa en Sadowa, en la actual República Checa.

Esa batalla tuvo demasiados ingredientes. En un instante de la misma el gran junker encendió un puro y prometió volarse la cabeza si mientras fumaba no aparecía en el horizonte el ejército comandado por Federico, el príncipe heredero. La providencia volvió a estar de su lado y el revolver no salió de su estuche.

El gran junker encendió un puro y prometió volarse la cabeza si mientras fumaba no aparecía en el horizonte el ejército comandado por Federico, el príncipe heredero


Esa guerra entre los dos grandes titanes centroeuropeos fue la primera piedra hacia el cambio de rumbo en toda Europa. Prusia se alió con Italia, mientras Napoleón III fue fiel a su neutralidad, pactada en Biarritz justo un año atrás. De haber atacado durante ese estío quizá las cosas habrían sido de otra manera en el futuro, pero la pasividad gala supuso dar alas a un oponente siempre más eufórico por sus victorias.

España tuvo la culpa

Al marido de Eugenia de Montijo le pesaba el parentesco, desmentido en 2014 a través del ADN, con el gran Napoleón. Por eso mismo se embarcó en aventuras militares de envergadura, con escasos triunfos y bastantes fracasos. En 1867 su intentona de plantar una pica en México terminó con el fusilamiento de Maximiliano de Austria, inmortalizado desde su taller parisino por Édouard Manet, censurado por su emperador, incapaz de aceptar esa afrenta, remediada con la apabullante Exposición Universal y recordada casi sin solución de continuidad desde la comprensión de sus límites por las amenazas bismarckianas a raíz de la crisis luxemburguesa, cuando Luis Napoleón quiso comprar el minúsculo ducado a Guillermo III de los Países Bajos.

Ante esa posibilidad, prometida en cónclaves previos entre ambos mandamases, Prusia reaccionó con amenazas, cerrándose la cuestión con el Tratado de Londres, una piedra más en el movido camino de aquellos años, más turbulento si cabe desde septiembre de 1868, cuando Prim, Topete y Narváez desencadenaron la Gloriosa hasta expulsar a Isabel II de España.

placeholder La batalla de Sedán
La batalla de Sedán

Para suplirla las Cortes del Sexenio Democrático reclamaron otro rey, y así fue como empezó la danza de proposiciones, pues la irrelevancia española en el contexto continental implicó una especie de prolongada lotería para elegir a esa inédita testa coronada.

Mientras eso sucedía, Francia y su Imperio se disponían a otra vuelta de tuerca reformista, en este caso de hondo calado constitucional para conceder mayores prerrogativas al Parlamento en detrimento de la pareja residente en el palacio de las Tullerías. El plebiscito de mayo de 1870 fue un rotundo espaldarazo al proyecto pese al incontestable no parisino, tanto que incluso al cabo de un mes el primer ministro Émile Ollivier definió la situación como la más tranquila desde 1852, cuando otra votación igualó al último Napoleón con el primero desde la púrpura.

Esa calma era falsa y Bismarck se preparaba para desbaratarla. El 2 de julio de 1870 oficializó la candidatura al trono español de Leopold de Hohenzollern-Sigmaringen, a quien nuestros antepasados llamaban Leopoldo Olé Olé para evitarse complicaciones fonéticas.

La propuesta era una encerrona de tomo y lomo para empujar a Francia hacia una trampa mortal. Luis Napoleón no podía consentir sentirse cercado entre dos Hohenzollern y pidió a su embajador en Prusia negociar con Guillermo I una salida favorable. Para ello el conde Benedetti acudió al balneario de Ems hasta conseguir la retirada de ese veneno en forma de regia propuesta.

Leopold de Hohenzollern-Sigmaringen, a quien nuestros antepasados llamaban Leopoldo Olé Olé para evitarse complicaciones fonéticas.


Para algunos, los ultras de la corte gala, entre ellos la emperatriz Eugenia, no bastaba con el anuncio y se movilizaron para obtener una confirmación escrita, y aquí la estupidez, la prisa y la inteligencia se confabularon en uno de los momentos más apasionantes de toda la Historia del siglo XIX, sellado, como no podía ser de otro modo, por Otto von Bismarck.

Este recibió un telegrama donde el consejero diplomático Abeken informaba de lo siguiente. El 13 de julio Benedetti, de acuerdo con las instrucciones emanadas desde París, volvió a encontrarse con el rey prusiano en Ems, implorándole telegrafiar a la capital francesa la renuncia leopoldina, rehusándolo Guillermo, quien, educado, no tuvo problemas en saludar al embajador pocas horas después. Esa misma jornada el Ministro del Reino recibió el despacho mientras cenaba junto a Moltke, reformulándolo para desquiciar a su enemigo.

Así fue como de “Su Majestad deja a juicio de Su Excelencia comunicar o no, de manera inmediata, a nuestros embajadores y a la prensa, la nueva exigencia de Benedetti y el rechazo de la misma” se mutó a “Su Majestad el Rey, por lo tanto, rechazó recibir de nuevo al enviado francés y le informó a través de su ayudante que Su Majestad no tenía nada más que decir al embajador”.

Hiperventilar cuando estás enfermo de piedras vesiculares y estar aconsejado por fanáticos nunca ha producido nada bueno. El 19 de julio de 1870 Francia declaró la guerra a Prusia y España, sin querer, tuvo la culpa.

Querer morir en Sedán

El segundo Imperio había remodelado a su ejército al tiempo que había reducido los créditos para reforzarlo, algo enmendado tras la movilización general, como si así las armas cobraran inusitada fuerza ante un adversario más preparado, con contingentes más numerosos y consciente de poder alcanzar París en nueve días entre el empleo de transportes modernos y el vigor del paso ligero. Por lo demás ambos contendientes confiaban mucho en sus innovaciones tecnológicas. Los componentes de la armada tricolor confiaban a ciegas en la metralleta y sus cien balas por minutos, mientras los fieles prusianos contaban con los cañones cargados desde la culata, eficacísimos en comparación sus antecesores, aún usados por las fuerzas del Hexágono.

placeholder Momentos de la batalla
Momentos de la batalla

La lucha apenas tuvo emoción. El Estado Mayor francés juzgó vital conquistar posiciones lo más al Este posible y el 4 de agosto tomó Sarrebrucken. Esa victoria inicial fue un canto del cisne. Al día siguiente el tercer ejército de Guillermo se resarció en Wissemborg y desde entonces su senda hacia la invasión fue pletórica, algo aún más reforzado por la doble crisis en el mando del contrincante, con Luis Napoleón fuera del mismo tanto en París, donde su mujer y su círculo encumbraron al conde de Palikao al cargo de primer ministro, como en lo marcial, al quedar apartado de la comandancia suprema.

Tenía dos opciones. Regresar a la capital para defenderla de un previsible desastre o morir con las botas puestas con último acto heroico, tumba de su trasnochado romanticismo, antípoda del realismo bismarckiano. Eligió lo último hasta pertrechar un plan para auxiliar al mariscal Bazaine, cercado por los prusianos en Metz. Para ello se juntó con el ejército de MacMahon, quien desde Chalons mandó sus tropas a Sedán, en la frontera franco-belga, para evitar a las de Guillermo I antes de descender hacia el sur.

Se entregó a Bismarck como prisionero para descansar de sus tormentos. Toda la solidez del Imperio se desmoronó en unas horas

Para un observador poco avezado en estratagemas militares la operación sería cabal al ser Sedán una plaza fuerte. Para uno experimentado el suicidio estaba en todos esos detalles. Los prusianos doblaban en número al enemigo y el terreno no era propicio para una resistencia encarnizada.

La batalla de Sedán se desarrolló entre el 1 y el 2 de septiembre de 1870. Luis Napoleón III fue el fantasma oculto de la misma, medio perdido entre muertos, heridos y héroes anónimos, deambulando entre cadáveres por su afán de ser uno más y hacer estallar su propia pesadilla. Toda su brillantez administrativa, toda su modernidad en la gestión se derrumbaban al carecer de cualquier tipo de pátina con galones. Fue un mal crítico de sí mismo, y si quiso fenecer con las botas puestas no debemos descartar cierto complejo de inferioridad con relación a su ilustrísimo antecesor. Vagó, vagó y la parca se olvidó de su sombra, quedándole el consuelo de rendir a todo su ejército sin vender al resto de sus huestes.

Se entregó a Bismarck como prisionero para descansar de sus tormentos. Toda la solidez del Imperio se desmoronó en unas horas. El 4 de septiembre de 1870 el joven abogado republicano Gambetta proclamó la Tercera República en el Hotel de Ville parisino. Los meses siguientes apuntalarían la tarima de muchos destinos forjados en esos meses de estío.

1870 es una encrucijada medio oculta de la Historia Europea. Cierta Historiografía, más desde la pereza al desmenuce, ha aceptado con demasiada comodidad el lirismo cronológico del británico Eric J. Hobsbawn, según el cual el siglo XIX iba de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, de 1789 a 1914, ciento veinticinco años entre dos entierros; esta formulación ha cuajado por su originalidad; pese a ello adolece de matices tanto por su rotundidad como por carecer de alternativas.

Napoleón Primera Guerra Mundial Austria