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Bruno Mars y su inefable sucedáneo de pop negro de los 80
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concierto en el palau sant jordi de barcelona

Bruno Mars y su inefable sucedáneo de pop negro de los 80

El cantante hawaiano montó un espectacular plató televisivo que, al contrario de la evolución que logró Michael Jackson, devuelve la música negra donde estuvo en los años 80

Foto: Bruno Mars interpreta 'Let's go crazy' durante la última edición de los Grammy. (Reuters)
Bruno Mars interpreta 'Let's go crazy' durante la última edición de los Grammy. (Reuters)

El buen humor que transmite la música de Bruno Mars se contagia hasta en los agentes que controlan los accesos al Palau Sant Jordi, segunda y última escala española de la gira del cantante de Hawai. En vez de pedir calma al público con esa cara de ‘no sé por qué corres tanto si esa música es una mierda’, al oír un estruendo que pudiera anunciar el inicio de concierto apremian a la gente con una sonrisa: ‘¡Corre, corre, que empieza!’. Falsa alarma. Faltan unos minutillos.

"Beautiful people, are you ready?". Una voz autotuneada pone al público en estado de ‘vamos a ello’. Habrá que gritar mucho, advierte la 'voooOoz'. Un telón blanco con el logo de una corona dorada cubre el escenario. En cuanto se alza el telón, entramos en el gigantesco plató de un programa televisivo estadounidense de 1987. Allí dentro pasaremos la siguiente hora y media.

¿Y?

‘Finesse’ nos transporta directamente a 1987, año cero del sonido new jack swing. ‘24k magic’ nos lleva hasta 1982, año de lanzamiento de ‘Get down on it’ de Kool & the Gang. ‘Treasure’ nos mantiene en las mismas coordenadas, pero ‘Perm’ retrocede al funk fibroso de James Brown. Durante los primeros 25 minutos, las sillas del Palau Sant Jordi no sirven absolutamente para nada. Hasta ‘Calling all my lovelies’ nadie se sienta. Y aun así, se sientan muy pocos.

El debate Michael Jackson

Vamos con el debate de ‘Bruno Mars es/no es el nuevo Michael Jackson’. En los años 70, 80 y 90, Michael Jackson llevó la música negra a otro nivel. La proyectó hacia adelante y hacia el infinito. Bruno Mars, por contra, devuelve la música negra donde estuvo en los años 80. Es un poco como cuando se decía que Jamiroquai era el nuevo Stevie Wonder. D’ you remember? Fin del debate.

Eso no resta entidad a su cancionero, un espléndido sucedáneo del pop negro de los 80. Pero Mars saldría más airoso si se le comparase con Color Me Badd, Bobby Brown (que se estará mordiendo las uñas de los pies de envidia) o R. Kelly porque sus producciones son más certeras. New jack swing de 24 quilates, ¿no? Aunque, claro, ahora que la música negra avanza por sendas inexploradas, lo de Mars es tan retro como la plaga de bandas de soul vintage.

Es funk para todas las edades. Aquí hay niños de cuatro años y parejas de 60 que no hacen de canguros de nadie. Mars es como las boy bands negras de toda la vida. Como Boyz II Men. Mars es una boy band de un solo miembro.

Mars devuelve a la música negra donde estuvo en los 80. Saldría más airoso si se le comparase con Color Me Badd, Bobby Brown o R. Kelly

Pero Mars vende más espectáculo que culto a la personalidad. No nos cuenta su vida. Asume enteramente su condición de 'entertainer' y eso le honra. Canta y baila arropado por una banda polivalente cuyos seis músicos de pie (tres vientos, dos guitarras y un bajo) le siguen por todo el escenario como una oruga funk. El efecto es vistosísimo. Sensacional funk de plató. Ni siquiera echa mano de números musicales ni escenografías. Confía en su música. De hecho, no sucede nada especial durante todo el concierto. No hay escenas que narrar. Suena la música y la música te lleva. No es poco en un recinto tan inmenso.

Si no vienes de fiesta, lárgate

“Si no vienes de fiesta, llévate tu culo para casa”, canta en ‘Chunky’. Seguimos. ‘That’s what I like’ resulta de lo mejor de la noche. Y las coreografías retro de la oruga funk remarcan el beat. Hora de medios tiempos satinados, de armonías vocales escuela All-4-One, de product placement a cara descubierta (‘Versace on the floor’). Dos chicas piden a un acomodador con acné que les haga una foto con el escenario de fondo. El joven se pone coloradísimo, pero accede. Un matrimonio baila pegado la balada ‘When I was your man’. Sus dos hijos, delfines adolescentes, apartan la mirada muertos de vergüenza.

En la grada, un chaval de 12 años ha desconectado hace rato. Se está zampando un bocadillo que traía envuelto en papel de aluminio. Cuando llega ‘Just the way you are’ deja de comer y canta con la cara seria y la mirada fija en el escenario o más allá. “Cuando veo tu cara, no cambiaría ni una sola cosa. Porque, niña, eres estupenda tal como eres”. Imposible identificarse con un mensaje tan simplón, ¿no? Por lo menos, a partir de cierta edad. Pero en los talent shows de 2032 aún habrá chavales que nos torturen con este estribillo.

La banda echa el resto en un gozoso 'reprise' que vuelve a constatar que Bruno Mars no solo tiene olfato componiendo, sino también a la hora de elegir a los músicos que le acompañarán para defenderlas en directo. Hay que felicitar a quien haya asumido en esta gira el papel de director musical. Que le doblen el sueldo y despidan al encargado de los petardos y los lanzallamas.

¡Sorpresa! Estaba fuera del guión pero el primer bis será ‘Locked out of heaven’, el frankeinsténico hit (The Police + Outkast + a gritar en el coche) que popularizó a Mars en nuestro país a través de aquel anuncio-pesadilla. 17.900 personas se desgañitan en el Palau Sant Jordi Toyota Yaris. Lluvia de confeti.

Y entonces, ‘Uptown funk’. 2.331.691.555 visualizaciones en YouTube, ladies and gentlemen. Más de dos mil trescientos millones. El estribillo habla de no creer, sino mirar. No se trata de teorizar, sino de bailar. De acuerdo, pero ¿qué demonios le falta Bruno Mars? ¿Carácter? ¿Personalidad? ¿Peligro? ¿Veneno? ¿Qué exigiríamos si hoy tuviésemos 12 años? ¿Y qué le exigíamos a Michael Jackson cuando teníamos 12 años? ¿Por qué nos gustaba tanto?

Mientras el público bailotea los últimos fragmentos de la sabrosa ‘Uptown funk’, el telón empieza a descender. Aunque en el setlist estaba anotada ‘Too good to say goodbye’, al final no sonará. Mars y sus muchachos se despiden y el escenario queda envuelto de nuevo en ese telón blanco con el gigantesco logotipo de la corona dorada. Como sucede con la mayoría de golosinas, la chocolatina funk de 24 quilates del hawaiano nos ha durado un visto y no visto.

¿Qué pasa cuando acaba un concierto?

En tres segundos se abren las luces del recinto. Toda la magia se ha esfumado violentamente. Parece que no ha pasado nada durante la hora y media anterior. El público de las primeras filas recoge el confeti del suelo y esos billetes de cien dólares con la cara bonita de Mars. Algunos se hacen los últimos selfies con el escenario de fondo. Es una ansiosa carrera por acumular el máximo número de souvenirs. Como si el recuerdo de la propia música no fuese suficiente. Como si temieran que el concierto no fuese a dejar ningún recuerdo en su memoria.

Y entonces aparece la patrulla escoba. Una docena de tipos uniformados componen un cordón de seguridad y, portando una cinta de plástico que va de lado a lado de la pista, empiezan a avanzar hacia la salida llevándose educada pero innegociablemente por delante a toda la gente. Han pasado cinco minutos y ya han expulsado sin miramientos a espectadores que han pagado entre 75 (entrada general de pista) y 250 euros (on the floor early entry general pista sin acotar). Les están robando la posibilidad de relamerse un poco más en el recuerdo de estos 90 minutos irrepetibles. El negocio de la música también es esto. Primero el atraco y luego el desalojo.

Camino de la salida, se entremezclan las escenas y las conversaciones. “¡Sólo mide 1.65, como yo!”, exclama una chica que acaba de consultar la estatura de Mars en internet. Un hombre abandona la pista enfundado en su camiseta de la gira americana de los Beatles de 1964. Otra chica dice: “No veía nada. O lo grababa con el móvil o no veía nada”. Cuatro mujeres con sus respectivos albornoces negros comprados en el puesto de merchandising se guardan en el bolso los fajos de billetes y confetti. Poco a poco, las sonrisas de satisfacción van dando paso a la expresión neutra de cualquier día. Lo peor de vender un concierto como una gran fiesta es que no funcione como tal. No es el caso, desde luego. Pero solo han pasado diez minutos y parece que aquí no haya pasado nada. Los estímulos se difuminan a una velocidad de vértigo.

¿Se ha disuelto por completo el sabor de la chocolatina Mars? No, por supuesto. En la calle, bajando por las escaleras que llevan a la ciudad, un niño de ocho años le suelta a su amigo: “Ha sido legendario”.

El buen humor que transmite la música de Bruno Mars se contagia hasta en los agentes que controlan los accesos al Palau Sant Jordi, segunda y última escala española de la gira del cantante de Hawai. En vez de pedir calma al público con esa cara de ‘no sé por qué corres tanto si esa música es una mierda’, al oír un estruendo que pudiera anunciar el inicio de concierto apremian a la gente con una sonrisa: ‘¡Corre, corre, que empieza!’. Falsa alarma. Faltan unos minutillos.

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