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Felipe VI y la república se llevan bien
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Felipe VI y la república se llevan bien

El dilema entre monarquía y república es falso: lo sustancial es si España es una democracia mejor o peor. El republicanismo es a veces un banderín de enganche para una revolución de baja intensidad

Foto: Especial Horizonte21. (Imagen: Learte / EC Diseño)
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Se conoce poco y mal el episodio insólito de un Rey destronado a los seis años de edad que regresó a su país, constituyó un partido, ganó unas elecciones legislativas y fue primer ministro de la República durante cuatro años, entre 2001 y 2005. Parece una excentricidad histórica, pero no lo es. Simeón de Sajonia-Coburgo-Gotha volvió a Bulgaria, país en el que reinó de niño mediante una regencia, hasta que se exilió en 1946, ya bajo la dictadura del comunismo soviético instalado en su patria.

Cuando Bulgaria recobró la libertad, Simeón volvió y, tras fundar un partido, obtuvo 119 escaños de una Cámara de 240 y gobernó cuatro años. Ya ha abandonado la política —lo hizo en 2009— y ha reiterado que no abdicará nunca pero que renuncia a restablecer la monarquía.

Traigo a colación este caso tan singular porque, en un ejercicio de febril ficción, Felipe VI, si la monarquía parlamentaria se abrogase, sería, de largo, el mejor presidente de una eventual república. Las encuestas sucesivas —incluso en los momentos más deprimidos para la Corona— delatan que la figura del Rey emerge con fuerza. Es un hombre respetado y en el que una parte importante de la sociedad española intuye, más que conoce, valores personales estimables como el de la dignidad y la probidad. Que son los que se echan en falta en la clase política en general, con excepciones muy concretas. Felipe de Borbón y Grecia, ese al que nuestra miniatura de Robespierre que es Alberto Garzón, ministro de la dirección general de Consumo, denomina “ciudadano Borbón”, que tiene preparación tanto para ser el consejero delegado de una multinacional como para representar al más alto nivel los intereses del país.

Mejor o peor democracia

Ya escribió —y reiteró ante el propio Rey— Javier Cercas que el dilema entre república y monarquía es falso: lo sustancial es mejor o peor democracia. Y la llamada democracia 'republicana' es la que absorbe los valores de la libertad, la separación de poderes, la pluralidad de los territorios de la nación y determinados simbolismos comunes. Lo dijo así el literato y analista catalán de origen extremeño:

"Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la monarquía que usted encarna es una monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es monarquía o república, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una monarquía como, pongamos, la noruega, que una república como, pongamos, la siria".

Estas palabras expresan el verdadero raciocinio de la intelectualidad sensata de la izquierda española. Porque la insensata pretende no tanto una república cuanto varias repúblicas para, de una tacada, convertir España en un constructo confederal de entidades territoriales soberanas. Algún portavoz de Podemos ya lo ha dicho: “No queremos un presidente de república a cambio de quitar a un rey”. Efectivamente, desean la deconstrucción del Estado y la liquidación de la Constitución de 1978.

Y el problema, el gran problema, es que Felipe VI —pese a las decepciones e indignaciones que ha provocado su padre con unas conductas privadas reprobables— se ha alzado, por contraste e idiosincrasia bien distinta, en un referente de valores que ni siquiera aparecen en muchos ámbitos de la actual clase dirigente. Se hace en él verdad aquello de que la “ética es la estética del comportamiento”. Le sobran esas adhesiones tóxicas y esas lealtades falsamente patrióticas que invocan el nombre del Rey en vano. Se cumple aquello de que, en ocasiones, el patriotismo es el último refugio de los canallas.

La continuidad desde la II República

Por otra parte, ni Felipe VI ni tampoco su padre han dejado de establecer una sutil continuidad entre la Segunda República y la instauración democrática —que no restauración— de la monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978. La legitimidad de la Corona no procede de hechos históricos o dinásticos. Mucho menos de otras anacronías que remiten a derechos divinos.

Los reyes de 1978 son, además de constitucionales —ya lo eran sus antepasados en la época alfonsina de la Restauración, con la Constitución de 1876—, parlamentarios, es decir, sin facultades de decisión y solo dotados de poderes de reserva o de emergencia para salvar la democracia y la Constitución si estuvieren —y lo han estado— en riesgo por acontecimientos subversivos, se hayan producido en 1981 o en 2017. Sus facultades explícitas son simbólicas y representativas, expresivas de la continuidad de la sociedad española ahormada en nacionalidades y regiones, una España diversa que es la auténtica y compatible, porque cuando se lae constriñe a un centralismo uniformista, se resiste y termina por reventar.

Los reyes —que están al margen del vaivén electoral y de los avatares políticos—, aunque no electos, fijan la imagen del Estado, la consolidan y le dan continuidad. Esa fue la opción de 1978 y ha sido la constante en España, en cuya historia soólo se registran dos repúblicas: la primera, de afanes federales que no logró aprobar una Constitución y engulló hasta cuatro presidentes en apenas 24 meses, y la segunda, que nació de un acontecimiento impulsivo —unas elecciones municipales— y cuyos magníficos propósitos los desbarató con políticas ineficaces y revanchistas.

placeholder Felipe VI inaugura la exposición 'Azaña: intelectual y estadista' en la Biblioteca Nacional. (EFE)
Felipe VI inaugura la exposición 'Azaña: intelectual y estadista' en la Biblioteca Nacional. (EFE)

A principios del mes de diciembre, Felipe VI inauguró la exposición en Madrid sobre Manuel Azaña, el presidente de la II República que pidió en 1938 —precisamente en Barcelona— “paz, piedad, perdón” que, a la postre, fueron, con algunas reformulaciones, las bases conceptuales de la Transición. Las generaciones nuevas han producido líderes que no vivieron aquel cambio de rumbo histórico de España. Se han convertido en feroces revisionistas que, además, juzgan con veredictos inapelables la bondad del tránsito y de los que lo hicieron posible. Son los peores prescriptores de la república a los que Felipe VI da una réplica callada y solvente con un comportamiento sobre el que los tuiteros de guardia deben emplear las peores prácticas de las verdades alternativas, convirtiendo hasta una llamada telefónica de cortesía del jefe del Estado en una “maniobra contra el Gobierno”.

El anacronismo que se atribuye a la monarquía parlamentaria es muy confortable a tenor de su instalación en Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos o Reino Unido, que no son ni Estados fallidos ni democracias de baja calidad. La impugnación de la Corona constitucional y parlamentaria procede —qué curioso— de aquellos que defienden los regímenes fallidos del cono sur americano y de aquellos otros que militan en el populismo nacionalista de la territorialidad identitaria en plena era de la globalización, la movilidad y el intercambio cultural, tres tendencias que marcan la contemporaneidad.

Un debate de agitación

La república y la monarquía parlamentaria son opciones debatibles, siempre y cuando la discusión sea solvente y disponga de un argumentario que supere los umbrales dialécticos de las asambleas de facultad de los primeros años setenta del siglo pasado en España. Por el momento, se mueven en la agitación y en la propaganda.

El republicanismo español —en la orfandad de intelectuales que dejen huella, como aquellos que trajeron la II República en los años treinta del siglo XX— es ahora un banderín de enganche para una revolución de baja intensidad que intenta aquí lo que fue posible en sociedades maltratadas por la historia y el presente: erosionar las bases de la convivencia, provocar el malestar general e impulsar un vuelco. Eso sucedía antes y en otros sitios. No en un Estado de la Unión Europea y que pertenece, como España, a la Organización del Atlántico Norte. No en un gran club de 27 países en el que media docena se constituyen en monarquías parlamentarias estables y que, por si fuera poco, se sitúan en la vanguardia en todas las variables con las que se miden tanto la calidad democrática como el bienestar material de sus ciudadanos.

La monarquía parlamentaria no garantiza que los titulares de la Corona sean ejemplares y transparentes, dignos y probos. Tampoco lo garantiza la república, sea presidencialista o representativa. Pero hay una verdad que no debe negarse en absoluto: el modo de acceso a la jefatura del Estado es sustancialmente distinto, hereditario en la Corona, electivo en la república. Es mucha la diferencia, pero retiene razonabilidad democrática si la monarquía está titularizada por un magistrado hereditario que es consciente de su estatuto y, por lo tanto, conoce que su vida no tiene opacidades, que está expuesta y que su funcionalidad depende de su ejemplaridad.

placeholder Juan Carlos y Felipe, tras la ceremonia de abdicación del primero. (Getty)
Juan Carlos y Felipe, tras la ceremonia de abdicación del primero. (Getty)

En España, hemos tenido un gran Rey estadista —Juan Carlos I— que no ha sido un hombre grande, no ya para su mayordomo, sino para los ciudadanos. Ha habido muchos así en la historia —reyes y dirigentes políticos— que manejaban la cosa pública con eficacia y buen criterio y luego se dedicaban a enriquecerse y a las pulsiones más humanas que, en ellos, eran vulgares. Pero aquí hay que hacer sumas y restas: qué nos ha proporcionado el padre del Rey y qué nos ha restado.

Mantengo que el resultado de esa aritmética tan improbable es la figura de Felipe VI, que es la consecuencia de la convicción democrática de las generaciones —y la suya es central— que han vivido en la democracia. A Felipe de Borbón y Grecia no se le atisban síntomas carismáticos fundacionales ni predisposiciones épicas, pero sí eso que necesitamos: fervor por el cumplimiento de sus obligaciones y una entrega sin medida al ejercicio de su función. Porque, al final, la historia no es de monarquías o de repúblicas; es de libertad o de opresión, de bienestar o de pobreza, de progresión o de atraso.

Los mejores historiadores siempre escriben escrutando el pasado, pero de cara al futuro. El empeño por mirar atrás —con ira, la que descartamos en la Transición— es la peor de la recetas. Por eso, el homenaje del Rey al inaugurar la exposición de Manuel Azaña al cumplirse los 80 años de su fallecimiento proyectó la imagen de una monarquía que asume toda la realidad de la historia de España. Incluso de aquellos episodios que pusieron en la picota la monarquía.

El gran hecho de nuestros días es que Felipe VI podría ser tanto el Rey de una monarquía parlamentaria como de una república, porque, al final, el dilema entre ambas formas de Estado es falso. Se trata de mejor o de peor democracia. Esa es la cuestión y no otra, por más que en los márgenes del sistema, unos por aversión irracional y otros por adhesión sectaria, traten de abatir o asfixiar al jefe del Estado.

Se conoce poco y mal el episodio insólito de un Rey destronado a los seis años de edad que regresó a su país, constituyó un partido, ganó unas elecciones legislativas y fue primer ministro de la República durante cuatro años, entre 2001 y 2005. Parece una excentricidad histórica, pero no lo es. Simeón de Sajonia-Coburgo-Gotha volvió a Bulgaria, país en el que reinó de niño mediante una regencia, hasta que se exilió en 1946, ya bajo la dictadura del comunismo soviético instalado en su patria.

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