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La batalla por la hegemonía de Europa en la que los tercios derrotaron a los escandinavos
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La batalla de Nordlingen

La batalla por la hegemonía de Europa en la que los tercios derrotaron a los escandinavos

La lucha por el poder en el continente se iba a dirimir en una trifulca de una épica inusual. A la luz de los acontecimientos, fue una batalla de Exterminio con mayúsculas

Foto: El conflicto, según el pintor Pieter Meulener.
El conflicto, según el pintor Pieter Meulener.

"La ignorancia no es no saber, sino no querer saber".

- Anónimo.

Que Dios existe, es a veces algo más que una verdad relativa que asimismo reduce en ocasiones la teología a un reducto de consumidores de paracetamol. Eso, lo corrobora un hecho histórico sucedido en Praga, allá por el desaparecido año de 1618 en medio de una eclosión primaveral de lavanda sin precedentes.

En aquella época, las gentes de Bohemia y Moravia, cuando les daba un arrebato colérico, no sacaban la espada; su afición verdadera era arrojar a algún incauto retador por las ventanas de las edificaciones así, sin más preámbulos. Sus defenestraciones eran muy afamadas y aclamadas entre los congregados, y su práctica y técnica muy depuradas. Cogían al reo entre cuatro gigantones y ¡zas!, a volar.

El desencadenante

El 23 de mayo de 1618, una acción no ajustada a los modos diplomáticos más elementales, daría con la osamenta de tres delegados y un escribano en funciones de notario que habían sido enviados a negociar el cese de una serie de altercados que estaban elevando la tensión a cotas intolerables y derivando hacia hostilidades abiertas. La aristocracia de Bohemia no se sentía cómoda con la elección de Fernando II como rey en un área densamente poblada de recalcitrantes e iracundos protestantes; además, el fenecido rey Rodolfo II en el año 1609, con manga ancha y mucho tino, había introducido discretamente la libertad de culto.

La guerra estaba ahí, arañando con crueldad las puertas y vidas de millones de personas anónimas inermes ante la voracidad desatada

Era el 23 de mayo de 1618 cuando una nutrida representación de la aristocracia local capturaba a los enviados del rey y los pasaportaba arrojándolos por las almenas. Los engolados en cuestión eran, Wilhelm Slavata y Jaroslav Martinitz y un tercero sin determinar, que junto con su secretario Philip Fabricius, darían con sus huesos sobre una densa capa de estiércol que oportunamente estaba situada en los lares del castillo de Hradcany en las proximidades de Praga. Quiso la fortuna que tras la caída, uno de los nobles levantiscos les facilitara un carromato para poner distancia, y con la poca dignidad que les quedaba emprendieran camino de retorno con el hedor a cuestas. En los círculos católicos, se interpretaría aquel alevoso episodio como el punto de partida de la larga y trágica Guerra de los Treinta años que asolaría Europa una vez más.

Aliado incondicional del rey de España al que le unían lazos familiares y un gusto exagerado por los misales, Fernando II de Habsburgo se veía a sí mismo como un paladín de la cristiandad y un cruzado iluminado. Cuando la noticia de la defenestración de Praga llegó a sus oídos, lo primero que le vino a la cabeza para vengar tamaño agravio, fue darle un “toque “a su bien amado primo español, a la sazón, Felipe III de España. Este Felipe era un rey poco dado a la gresca y el follón.

El apoyo español

Tras la unión con Portugal, el imperio español era un mastodonte colosal que abrazaba todas las latitudes en una comunión histórica y geográfica sin precedentes. El reinado de Felipe III no era idílico, pero lo parecía. Sin problemas externos o internos que destacar, las monarquías hispánicas iban en línea recta por todas las latitudes. Pero aquel hecho ocurrido en la Europa profunda había despertado a la bestia que ruge, la Guerra de los Treinta años estaba ahí, arañando con crueldad las puertas y vidas de millones de personas anónimas inermes ante la voracidad desatada.

Cuando las operaciones comenzaron a desarrollarse, los católicos, que se veían ganadores, se introdujeron profundamente en Alemania hasta llegar a una pequeña ciudad llamada Nordlingen. A todo esto, los protestantes, también muy crecidos, habían llamado al rey de Suecia para detener las arremetidas de la coalición.

El agotamiento se cernía como una atmósfera negra sobre los españoles, que resistían con vigor aquella ola de rubicundos escandinavos

El rey sueco, Gustavo Adolfo II era un caudillo militar muy competente. Había reformado el ejército de arriba abajo y su concepciones sobre táctica aplicada se estaban revelando muy eficaces. Su ofensiva sobre el norte de Europa fue fulgurante y sus batallas se traducían en victorias decisivas. Alguien se estaba empezando a preocupar.

Las cosas comenzaron a torcerse cuando su aproximación al Camino Español (la ruta que iba desde los Países Bajos al norte de Italia), ruta vital para las tropas españolas, se vio amenazada y con el riesgo de estrangular las importantes comunicaciones vitales para el abastecimiento.

placeholder Desembarco de Gustavo Adolfo en Alemania, según el pintor Anders Fryxell.
Desembarco de Gustavo Adolfo en Alemania, según el pintor Anders Fryxell.

En 1632 los católicos cedían en todos los frentes. Felipe IV con el prestigio de la Corona en sus horas más bajas, apeló a su hermano, Fernando de Austria, para que preparase el mejor ejército que pudiera reunir. Y los Tercios Viejos se pusieron en acción…

Tras franquear los Alpes y el Danubio, una masa de 30.000 soldados se acercaba en dirección a Baviera. La hegemonía de Europa se iba a dirimir en una batalla de una épica inusual. A la luz de los acontecimientos, fue una batalla de Exterminio con mayúsculas.

Católicos contra suecos

El mariscal Gustav Horn no eran manco, sus audaces innovaciones preocupaban seriamente. Las fáciles victorias que había cosechado hasta la fecha le habían hecho venirse muy arriba y sin más preámbulos arremetió contra los españoles. Por otro lado, este atildado aristócrata infravaloraba la castigada estética de la tropa católica y solía proferir epítetos de mal gusto sobre este particular. Era un ego en el sentido más amplio de la palabra y esa fue su perdición.

Cada vez que el adversario disparaba, los españoles echaban cuerpo a tierra. Entonces, todos a una, los soldados causaban una carnicería terrible

El Cardenal Infante, hermano del rey, con una visión preclara de sus limitaciones y posibilidades, planteo la batalla con precisión suiza. Dispuso en torno a una suave colina próxima a la ciudad sus más sólidas formaciones –los tercios- y el resto de la tropa en anillos concéntricos y formación de cuadro.

Al inicio de la batalla, los suecos, muy crecidos, salieron como de paseo. Tras una docena de cargas y con el día echándosele encima, Horn no daba con la tecla. El tercio del vasco Idiaquez estaba sufriendo acometidas sin cuento y el agotamiento se cernía como una atmósfera negra sobre los españoles que resistían con vigor aquella ola de rubicundos escandinavos que no daban crédito a la resistencia a ultranza. Pero la trampa diseñada por el general español se cernía inexorable sobre aquellos osados hombres del norte.

placeholder Representación de la batalla, según el pintor Jacques Courtois.
Representación de la batalla, según el pintor Jacques Courtois.

La cosa consistía en que cada vez que el adversario disparaba, los peninsulares echaban cuerpo a tierra al unísono con lo que la balacera era inocua. Entonces, todos a una, los soldados de Idiáquez se levantaban, disparaban y causaban una carnicería terrible. Así, hasta que desconcertados, los suecos comenzaron a recular sobre sus pasos y toda la línea del Cardenal Infante se echó encima de aquellos soberbios desgraciados sin fortuna. Fue espantoso.

Rota la formación, la caza del hombre se había desatado. La mitad del ejército protestante había sido rendida y la otra mitad estaba en franca retirada. Fue una victoria en toda regla. Al final, los ejércitos suecos, que previamente habían arrasado más de 20.000 pueblos y ciudades y habían incendiado o destruido más de 2.000 palacios y castillos cual jinetes del Apocalipsis, pusieron rumbo al Báltico ante la ofensiva combinada de los españoles y sus asociados.

Nunca hay que mear contra el viento.

"La ignorancia no es no saber, sino no querer saber".

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