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Cuando Aragón era una gran potencia: el rey Pedro II y la fuerza de la naturaleza
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LA IGLESIA VUELVE A LAS ANDADAS

Cuando Aragón era una gran potencia: el rey Pedro II y la fuerza de la naturaleza

En las zonas aledañas a Toulouse, desde los albores del siglo XI, existía una corriente de renunciantes que propugnaban la vuelta a las bases del cristianismo primigenio

Foto: El monarca, que reinó entre 1178 y 1213.
El monarca, que reinó entre 1178 y 1213.

Una fina capa de lluvia penetrante e inmisericorde, como bruma suspendida a ras de tierra a modo de “orballo”, “sirimiri” o calabobos, impregnaba desde el amanecer los alrededores de Muret, pequeña ciudad en las cercanías de Toulouse. La noche anterior, una ingente masa de subidos y motivados cátaros, cuyo número era muy superior al del ejército papal de Simón de Monfort (un asesino en serie con licencia para no dejar títere con cabeza), celebraban una victoria que todavía no se había producido. La expansión catalano aragonesa en la Occitania (mediodía o sur francés actual), alcanzaba su apogeo cuando el rey aragonés, Pedro el Católico o Pedro II de Aragón, acudía al llamado de sus vasallos transpirenaicos.

Es probable que por sus dimensiones (territorios a los dos lados de los Pirineos), expansión sostenida en el Mediterráneo, flota mercante (más de trescientas carracas, incipientes naos y las más novedosas cocas que pululaban por el Mare Nostrum como Pedro por su casa), un fondo de comercio saneado y un ejército potente y bien entrenado, Aragón pudiera ser lo que hoy llamamos, una megapotencia.

El rey aragonés, católico convencido, debía defender los intereses de sus súbditos, que casualmente también eran católicos contestatarios

En cuanto a la situación que se encontró el rey aragonés al norte de sus territorios transpirenaicos, era de suma complejidad. Católicos por decreto, los cátaros (o albigense), que propugnaban una vuelta a lo esencial y auténtico de una doctrina –la cristiana–, esto es, cristianos por vocación y sensibilidad humana, estaban en guerra abierta contra los Estados Pontificios, contra el Rey de Francia –que no tenía conflictos previos con la Corona de Aragón, pero sí beneficios potenciales ante la guerra en ciernes y dadas las jugosas promesas papales– y, para colmar la situación y hacerla más diabólica si cabe, contra los mercenarios contratados por Roma (llamados cruzados para la ocasión y guardar las apariencias de paso). Por otro lado, el rey aragonés, católico convencido, debía defender los intereses de sus súbditos, que aparte de contribuir al buen mantenimiento de las arcas del monarca, también, casualmente eran católicos contestatarios y beligerantes dotados de buenas razones contra la decadencia de aquellos que decían representar al mentor de una de las formas de espiritualidad más avanzada que la historia ha conocido. O sea, un galimatías de difícil solución.

Choque de religiones

No hay que olvidar que esta doctrina gnóstica, con un profundo contenido crítico y revisionista –la cátara o albigense–, con influencias maniqueas, estaba muy instalada en la zona comprendida entre Aquitania y la Provenza, más al Este, pero que por aquel entonces, tenía una gran cantidad de feudos que guardaban vasallaje y fidelidad a Aragón, entre los cuales, estaba el condado de Toulouse.

En las zonas aledañas a Toulouse, desde los albores del siglo XI, una corriente de renunciantes que propugnaban la vuelta a las bases del cristianismo primigenio, esto es; a la asistencia a la pobreza, a la compasión por los afectados por la desgracia y el infortunio, a la riqueza compartida y generosa de miras y, en definitiva, al seguimiento de los enunciados basados en la acción sostenida de los hechos, por Jesús el Cristo en su ejemplar vida como asceta esenio; estaban subvirtiendo el “orden” establecido por una corrompida Iglesia Católica muy alejada de aquellos preceptos e instalada en el hedonismo, la corrupción rampante y el más obsceno oropel indisimulado.

'Historia de los cátaros'.

Los cátaros, asimismo, se pronunciaban en favor de la reencarnación y concebían el sometimiento a lo material como si de una dependencia demoniaca se tratara. No existía para estas gentes una aceptación de lo dado sin una revisión previa que solo podía cursarse a través del conocimiento (Gnosis) y que derivada de esta, podía “depurar” las imperfecciones sobrevenidas por y desde la materia. En el fondo, era una suerte de Budismo pero a la “occidental“. Entretanto, para los católicos, todo se reducía a la aceptación de la fe sin revisionismo alguno y como hecho consumado e indiscutible. El enfrentamiento estaba asegurado, pero no tanto por las contradicciones embarcadas en los principios –que eran la cortina de humo tras la que se escondían los verdaderos intereses–, sino en la dudosa flotabilidad y permanencia que amenazaba a los representantes del cielo en la tierra, esto es, al entramado urdido por la Iglesia de Roma.

Así estaban las cosas cuando el papado romano y su cohorte de palmeros, elegidos nepoticamente en una compraventa de cargos que rozaba el escándalo, insultaban los principios y valores de aquel gran filósofo que daría un corpus de ética incomparable. Jesús el Cristo jamás pudo intuir la decadencia a la que se vería abocado su elevado mensaje de humanidad.

Los cátaros sirvieron para que Inocencio III amedrentase a los clérigos locales que estaban a favor de una vuelta a la doctrina cristiana

Esto es, lo que venían en combatir aquellos fervorosos cátaros; la desfachatez y el insulto a los humildes, el atropello permanente de los miserables, el abuso de dispensas para los que podían pecar impunemente sin más redención que el pago de una jugosa bolsa al preboste eclesial de turno y, en definitiva, las licencias tan laxas para los poderosos y las penosas condiciones de indefensión en las que vivían los desheredados.

Venganza, guerra y sangre

Pero a Roma, le había salido un enemigo poderoso que le iba a plantar cara hasta sacarle los colores. Bien es cierto que en puridad, Inocencio III, a la sazón Papa de Roma cuando el contencioso estaba a punto de estallar, había intentado un acercamiento de palo y zanahoria para amedrentar y disuadir a los nobles y clérigos locales que estaban muy a favor de una vuelta a los postulados esenciales de la doctrina cristiana a través de la muy arraigada conducta ejemplar de los “perfectos” cátaros, que con su bien hacer, demostraban que los encastrados por Roma estaban a años luz de lo que debería de ser ejemplar y didáctico.

En el colmo del despropósito, un escudero del Conde de Tolosa –que previamente había sido excomulgado por el iracundo Papa romano como corolario a otras arbitrarias excomuniones tanto en la Provenza, como en la Occitania en general–, ensarta el cuerpo de un osado monje cisterciense que representaba al preboste romano en su lanza, a la salida de un oficio religioso. El Papa monta en cólera y activa su venganza.

Una de sus primeras acciones es pegarle fuego a la noble ciudad de Beziers. El criminal de guerra, Simón de Montfort, muy del agrado del Papa romano, instigado epistolarmente y con amplios documentos probatorios por parte de este último, pega fuego a la ciudad mártir, eso sí, no sin antes ejecutar a la totalidad de sus moradores, y someterla a sufrimientos indescriptibles. Al ser preguntado por sus capitanes sobre el destino de la población, este desgraciado responde desde la más absoluta indiferencia “…matarlos a todos sin excepción, que Dios elegirá a los suyos...”. Sin comentarios.

El cabreo del rey de Aragón iba subiendo enteros ante la hostil conducta del purpurado.

El rey aragonés, era un gigante un poco tarambana. Arrogante y valiente, bravucón y pendenciero, acudió al llamado de sus desesperados súbditos transpirenaicos ante la presión de los ejércitos mercenarios del Vaticano. Mas el día anterior a la batalla, y sin consultar a sus jefes de campo, se había agarrado una cogorza de campeonato y ya, al alba, se había echado una cabezadita para resarcirse de la monumental melopea en la que estaba instalado. En teoría, todo estaba de su lado, los pronósticos le favorecían, sus huestes le adoraban, pero su excepcional estatura le jugaría una mala pasada y el dislate alcohólico de la noche anterior le pasaría factura, como no, mermándole las entendederas. Otros historiadores niegan rotundamente que el rey se sometiera a una inmersión etílica.

Fin de partida

El requerimiento del Conde de Tolosa y el de Foix para con la intervención de Pedro II de Aragón, un católico sin fisuras y con una reputación militar impecable (había sido uno de los vencedores en la batalla más cruenta de la época, las Navas de Tolosa), le conduce al campo de batalla de Muret en una situación de callejón sin salida.

La bula 'Ad extirpanda', de una crueldad sin par, lleva a los cátaros a la clandestinidad y a muchos de ellos a morir en el famoso castillo de Montsegur

Cuando el ataque se produce en campo abierto, y sin una planificación digna de tal nombre, la osadía y el arrojo del rey aragonés se ven penalizadas por su descomunal y egregia figura, visible desde cualquier ángulo. La escasa tropa de Simón de Montfort, avezados mercenarios imbuidos de contrapartidas muy generosas, causan por focalización o saturación concentrada, una lluvia de flechas y de ballestería muy precisas en el entorno del rey aragonés, que cae fulminado ante la virulencia del ataque. Otras teorías, como la del excelente historiador Luis Zueco en su novela 'Tierra sin Rey', sostienen que «los cruzados rompieron en Muret las reglas de caballería enviando a dos asesinos a matar a Pedro II»; hipótesis esta nada descartable, habida cuenta de la vesania del personaje encarnado en Simón de Montfort, pues no se podía matar a un rey en la Edad Media por el enorme deshonor que comportaba.

En resumen, la iglesia ganaba otra vez, mientras la supuesta herejía era perseguida implacablemente. La bula Ad extirpanda promulgada en 1252, de una crueldad sin par, lleva a los cátaros a la clandestinidad y a muchos de ellos a morir heroicamente en el famoso castillo de Montsegur, donde los que son capturados en condiciones de inanición extrema tras el largo asedio, son quemados vivos sin contemplaciones.

Aragón, un activo inmortal para la historia de España, quedaba descabezada y su orientación estratégica de futuro, quedaría reducida al ámbito Mediterráneo, donde el tiempo y su tenacidad mercantil, la harían más grande si cabe.

Una fina capa de lluvia penetrante e inmisericorde, como bruma suspendida a ras de tierra a modo de “orballo”, “sirimiri” o calabobos, impregnaba desde el amanecer los alrededores de Muret, pequeña ciudad en las cercanías de Toulouse. La noche anterior, una ingente masa de subidos y motivados cátaros, cuyo número era muy superior al del ejército papal de Simón de Monfort (un asesino en serie con licencia para no dejar títere con cabeza), celebraban una victoria que todavía no se había producido. La expansión catalano aragonesa en la Occitania (mediodía o sur francés actual), alcanzaba su apogeo cuando el rey aragonés, Pedro el Católico o Pedro II de Aragón, acudía al llamado de sus vasallos transpirenaicos.

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