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Hernando de Soto, la odisea de un hombre que sólo poseía un escudo y una espada
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las consecuencias del descubrimiento

Hernando de Soto, la odisea de un hombre que sólo poseía un escudo y una espada

"Hay un momento en que hay que abandonar las ropas que tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan a los mismos lugares". Es lo que pensó el extremeño de joven

Foto: "Descubrimiento de Misisipi", por William H. Power, 1847.
"Descubrimiento de Misisipi", por William H. Power, 1847.

Dante dijo una vez que los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que en un periodo de crisis moral mantienen su neutralidad.

–John Fitzgerald Kennedy ante el Congreso de EEUU

Suele ocurrir que los ideales, en el caldo de su propia naturaleza, son pacíficos, pero su materialización, por lo general y salvo honrosas excepciones, es con frecuencia bastante violenta. La traducción de esta secuencia no tiene por qué ser necesariamente lógica y obedece a sus propias leyes.

El shock que supuso el Descubrimiento de América, no solo en la península, sino en el conjunto de reinos europeos, fue de tal magnitud que hubo que darle al mapa una vuelta del revés como si de un calcetín se tratara.

Ptolomeo en primera instancia, Brahe, Copérnico y Galileo más tarde, salieron triunfantes ante las descalificadoras invectivas que todo lo fiaban a la religión, mientras, desde foros protegidos por la carta blanca de las excomuniones, se les defenestraba inmisericordemente. Esto o algo parecido fue lo que le ocurrió a Hernando de Soto en su intento de explorar la enormidad de los mundos fantásticos que pululaban en su jovencísima cabeza.

Decía Pessoa, el gran poeta y hermano luso, que “hay un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares. Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos". Eso es al parecer lo que debió de pensar Hernando de Soto al abandonar su encogida y depauperada tierra extremeña. Era un chaval cuando volvió la vista atrás por última vez y esto ocurría en el año 1514. Sus únicas posesiones eran un escudo, una espada y un enorme capital de sueños en la Republica de la Utopía, en la que una criatura de tan solo 14 años en el momento del adiós, tenía por delante muchas apuestas por ganar y ningún miedo que lo atenazara.

En uno de sus primeros lances, allá por el año 1523 en lo que hoy es Panamá, metido de lleno en uno de los tantos conflictos de intereses a los que se abonaban los conquistadores con bastante facilidad, este extraordinario líder natural y táctico incontestable, se vio sometido a su bautismo de fidelidad. Fue entonces cuando defendiendo los intereses de “Pedrarias”, Pedro Arias Dávila, tuvo que enfrentarse a un rival de su “jefe”, que quería hacer negocios por su cuenta. Al final, el resultado es que los reflejos y la cintura de este soldado y diplomático convencieron al desafecto, eso sí, tras una soberana paliza en las llanuras de Toreba, allá por donde está Honduras, ante una ingente masa de espectadores nativos que asistían atónitos al enfrentamiento entre españoles.

Amigos para siempre

El caprichoso azar le llevaría un tiempo más tarde a codearse con Pizarro, personaje avieso donde los haya, que ni de lejos tenía la talla de Cortés. El caso es que Hernando de Soto y Pizarro se hicieron amigos de toda la vida y este, entre otras acciones, le otorgaría el cuidado de Atahualpa tras su rendición e ingente y tremebunda redención aurífera.

Pizarro, como quien no quiere la cosa, aprovechando un despiste de Hernando de Soto, le hizo una avería de tamaño natural al Rey Sol local

Como es sabido, Atahualpa prometió a Pizarro que a cambio de su libertad le daría todo el oro que cupiera en la celda en donde estaba en cautividad hasta donde le alcanzara la altura del brazo extendido generosamente, y de puntillas por si acaso. Atahualpa cumplió lo suyo rigurosamente, pero Pizarro en un despiste no solamente no lo liberó, sino que fue más allá y ordenó ejecutarlo. Es necesario destacar en este punto que Hernando de Soto, a la sazón capitán en la tropa de Pizarro, había trabado una sólida y sincera amistad con el inca en cautiverio, y hasta le enseñaría a jugar al ajedrez. Cuentan las crónicas que de Soto se plantó ante Pizarro argumentando que Atahualpa había cumplido lo pactado y tenía, por ende, derecho a la libertad. Pero Pizarro, que al parecer había tenido una noche toledana con la hermosa y díscola hermana del rey inca, dada como presente de buena voluntad al conquistador, no había consumado de manera satisfactoria su exigente y libidinoso repertorio horizontal, de tal manera que al día siguiente como quien no quiere la cosa, aprovechando un despiste de Hernando de Soto, le hizo una avería de tamaño natural al Rey Sol local y lo mandó a la región de donde nunca se vuelve.

Pero el soñador no daba abasto en su fértil factoría de aventuras. En 1536, con 100.000 pesos de oro –su parte de la tarta en la conquista del imperio inca–, vuelve a España en olor de multitudes. De Soto es famoso por la captura de Atahualpa en Cajamarca. Su presencia se convierte en un acontecimiento desbordante y las multitudes lo tocan como si de un semidiós se tratara. La dulce, bellísima y etérea Inés de Bobadilla, mujer creada en medio de un éxtasis estético por el intangible y elusivo Dios de los humanos, hija de Dávila, y de familia de rancio abolengo con fuerte influencia en la corte española –Carlos I estaba por entonces al timón–, cae rendida ante el conquistador y firma en Sevilla con las dos manos.

Pero la llamada de la fama y su arrolladora reputación de explorador forjado y militar avezado, buscaban una Tenochtitlan o Cuzco para rematar la gloria incomparable de Cortés o Pizarro.

Las primeras piedras de la nación americana

Nuestro enorme imperio que por entonces no padecía aún de avitaminosis y funcionaba a pleno rendimiento con las pilas de ese famoso anuncio tan en boga hace unos años, enviaría a Hernando de Soto en uno de esos alambicados procesos de decisión de la caprichosa lotería regia y tras algunas diferencias añadidas con Almagro –otro grande–, a unos miles de kilómetros más allá: hacia el norte, creando parte de los fundamentos de otro gran imperio, hoy negados por sus despistados y en ocasiones desagradecidos habitantes para con aquellos que formaron parte de su espíritu medular como la gran nación que son hoy, EEUU.

Aunque bien es cierto que Hernando de Soto bien podía haber seguido jugando en la Liga Sudamericana, él no era un segundón, por lo que tras una serie de carambolas acabaría financiando su gran sueño. Con una madurez asentada y con el aún vivo joven soñador que había salido pensativo del vientre de esa austera pero digna madre que ha sido siempre Extremadura, una involuntaria centrifugadora de nobles hijos que han dado lustre a esta gran nación, Hernando de Soto maridaría el salto a la gloria con una odisea heroica.

Las tropas de Hernando De Soto fueron bastante más educadas. No esclavizaron indios, cosa bastante normal por aquel entonces

Hacia 1539 desembarca en el sur de Florida con 700 hombres con la pretensión de emular a los grandes cuando su fama ya le había hecho justicia y sin aparente necesidad de más. Pero como Shakespeare decía en su infinita sabiduría, “en la vida de cada hombre hay una ola que debidamente tomada conduce a la fortuna”. Unos años antes, la expedición de Pánfilo de Narváez había pasado por allá con resultados más que discutibles en lo tocante al tratamiento de los indios nativos.

Estos habían tenido malas experiencias con la mencionada expedición anterior y estaban algo calentitos y ojo avizor. Las tropas de Hernando De Soto fueron bastante más educadas. No esclavizaron indios, cosa bastante normal por aquel entonces, fueron respetuosos con las féminas, y no saquearon ni incendiaron como lo había hecho profusamente la expedición de Narváez.

Quiso la fortuna que Juan Ortiz, prisionero de los nativos en una accidentada historia que merece capítulo aparte, estaba allá en el momento preciso. La hija del jefe indio local, en un romántico arrebato, había intercedido por la vida del español prisionero, habida cuenta de que su recio padre quería hacerle vuelta y vuelta en una improvisada barbacoa. Esta gentil Pocahontas local salvaría al desdichado de una muerte segura. Pero Ortiz sobreviviría a las malas intenciones del emplumado jefe tras un largo cautiverio y el tarambana tomaría las de Villa Diego en cuanto hizo su aparición por aquellos pagos Hernado de Soto, dejando compuesta a la pobre princesa india.

Una noche estrellada, los españoles, discretamente y para que no se descubriera el entuerto, lastraron el cuerpo del interfecto para hundirlo en la mitad del río

Al final, la lógica de la guerra se impone y los héroes tienen sus flaquezas. El hambre, la sed, los mosquitos locales de tamaño king size, de a poco fueron erosionando a la aguerrida tropa; y para colmo, estaban los cabreados indios a los que les “levantaban” el ganado para paliar los efectos secundarios de tanta adversidad . El hambre apretaba.

A partir de ahí, el acoso permanente de literalmente miles de nativos que se turnaban en el noble oficio de cortar cabelleras, hizo que la ordenada retirada se convirtiera en una pesadilla. Llegando al Misisipi, a Hernando de Soto le dio un ataque de lucidez y se daría cuenta de que aquello se estaba convirtiendo en una insensatez. Además, el personal estaba algo cabreado.

Quiso la mala fortuna que al despuntar la primavera de 1542 aquel mozalbete extremeño que se fue de su tierra sin mirar atrás, cogiera unas fiebres palúdicas. Los indios, que le creían inmortal, impidieron un funeral de primera. Una noche estrellada, limpia y profunda, los españoles discretamente y para que no se descubriera el entuerto, lastraron el cuerpo del interfecto para hundirlo en la mitad del río.

La leyenda de Hernando de Soto ya era para entonces gigantesca.

Hernando de Soto, junto a Pánfilo de Narváez, Cabeza de Vaca y otros muchos insignes e ilustres exploradores españoles en sus correrías por lo que hoy es EEUU, pondrían las primeras piedras de la gran nación americana. Gracias a aquellos hombres y muchas otras circunstancias de largo enunciado, probablemente hoy el español es la segunda lengua más hablada en esta jaula de grillos. Montesquieu, uno de los padres fundadores de la nueva Francia, y de perfil un pelín cabroncete, ironizaba sobre el sentido último de las posesiones del rey de España, al que llamaba despectivamente el señor de las selvas y desiertos. A lo mejor es por ello que el elegante idioma francés a pesar de las generosas lluvias que riegan su feraz territorio, no está entre los diez idiomas más hablados en el mundo.

Dante dijo una vez que los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que en un periodo de crisis moral mantienen su neutralidad.

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