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La increíble historia del navarro que conquistó Japón con su palabra
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LA COMPLEJA EVANGELIZACIÓN EN ASIA

La increíble historia del navarro que conquistó Japón con su palabra

Cuando el papa Pablo III da su plácet a la influyente Compañía de Jesús, alumbra lo que con el transcurso de los años será un paradigma de revolución permanente en el seno de la Iglesia

Foto: Francisco Javier, patrono de todos los misioneros.
Francisco Javier, patrono de todos los misioneros.

Junto al árbol carcomido mil flores reverdecen…

Tao.

Eran dos amigos del alma en una encrucijada vital sin parangón. En un dique del embarcadero de Murano, en la laguna de Venecia, aguardaban una señal del Divino para poner en marcha la inquebrantable fe que impelía su ambiciosa misión.

Los otomanos arrasaban cualquier brote de vida en su sostenida y terrible ofensiva hacia el oeste, y el oriente europeo padecía las calamidades de su poder omnímodo. Pero el problema añadido donde gravitaba el desastre era en el terreno de las comunicaciones. El Mediterráneo estaba colapsado. Las galeras turcas bloqueaban la integra actividad mercantil del continente, en la yugular misma de las bocanas de los puertos. Como perros de presa, sus fustas y bergantines hacían prisioneros por todo el ancho mar, y estos acababan de esclavos en los mercados más ignotos. Embarcar era un temeridad. ¿Qué hacer entonces?

Iñigo de Loyola, guipuzcoano y Francisco Javier, navarro, decidieron recuperar el mensaje del gran profeta palestino y universal

Era el año 1539, cuando el papa Pablo III daba su consentimiento para la creación de la que desde su fundación ha sido la orden religiosa más vanguardista y conflictiva de la Iglesia Católica. Por aquel entonces, el Vaticano era un escenario de depravación, conspiraciones, mala praxis religiosa, mercadeo de prebendas, compraventa de cargos, y retorcidas, alambicadas y torticeras interpretaciones del sencillo y enorme mensaje, de aquel inconmensurable filósofo llamado Cristo.

En estas, dos universitarios sustanciados en La Sorbona, Iñigo de Loyola, guipuzcoano y Francisco Javier, navarro, deciden recuperar el mensaje del gran profeta palestino y universal, y ponerlo en valor a través de la acción directa. En Roma, se funda la que posiblemente sea la más culta y preparada de la miríada de organizaciones internas que configuran el laberinto de la estructura vaticana.

Cuando el papa Pablo III da su plácet a la influyente Compañía de Jesús, alumbra lo que con el transcurso de los años será un paradigma de revolución permanente en el seno de una Iglesia literalmente esclerotizada institucionalmente e instalada en un sobresalto y escándalo tan erosivos, para lo que debería de ser una imagen impoluta, si nos atenemos a la literalidad del evangelio a la que están tan acostumbrados a invocar sus orondos prebostes.

Un buen lugar para hacer proselitismo

La fiebre evangelizadora de los reinos católicos era imparable en el siglo XVI. El navarro encontraría en el filántropo rey portugués Juan III a su sosias perfecto en esta magna empresa. La travesía hasta Goa, la bella colonia lusa en la costa malabar, en el oeste de la India actual, no fue una empresa fácil. Las bajas en las cinco naves al mando del virrey Martin de Sousa estaban a la orden del día. Más de cien marinos de la malhadada expedición fueron echados al océano Índico envueltos en precarios sudarios, afectados por la malaria, el escorbuto y otros temas de comorbilidad. Enfermedades que generaban un desasosiego penal en las tripulaciones que no tenían donde escapar en aquel escenario donde el ancho azul era el amo absoluto de la vida y de la muerte. Mientras los parásitos hacían su agosto, los roedores se ponían las botas. El fantasma de la locura se había instalado en muchos de los navegantes en aquel escenario de abandono rumbo hacia la nada. Cerca de seis meses tardarían en concluir la travesía, cuando la visión de las tierras asiáticas se les comenzaba a antojar una alucinación.

Era el momento de cristianizar a diestro y siniestro, y nadie más indicado que Francisco Javier y sus dotes de prédica y oratoria impecables

Goa era por aquel entonces el puerto de mayor movimiento comercial de todo el Oriente –desde la perspectiva antropocentrica europea–. Su diócesis abarcaba desde Las Molucas hasta el Cabo de Buena Esperanza y era la zona de confluencia de las tres corrientes religiosas dominantes: el hinduismo, el budismo y el efervescente y arrollador Islam. Una melé indescriptible.

¿Por qué?

El hinduismo, como es sabido, tiene un 'overbooking' imponente de dioses en su panteón celeste y casi todos se llevan bastante bien, a pesar de la saturación demográfica de divinidades y el fondo de armario cósmico inagotable que más parece un paritorio en hora punta. El budismo, más interiorista y minimalista, se complementaba con las demás religiones, siendo en sí mismo una filosofía de vida que nada impone, más allá de la voluntad de entenderse mejor con uno mismo y desarticular ese yo que a veces parece una jaula de grillos. En cuanto al Islam que conoció este enorme jesuita en el siglo XVI en India, había perdido fuelle expansivo, y, aunque tenía todavía implantación y predicamento y seguía bastante combativo, ya no era la doctrina del arte, la ciencia, la literatura y la belleza arquitectónica de antaño y se había vuelto algo más prosaico e intransigente. Era el momento de cristianizar a diestro y siniestro, y nadie más indicado que Francisco Javier y sus dotes de prédica y oratoria impecables.

En su labor de proselitismo, este enorme apóstol de la compasión, humanista, filósofo doctorado en La Sorbona y tripulante de ocho idiomas, que guarda un parangón tremendo con otro grande, el padre Pedro Páez –excepcional figura que merece capítulo aparte y tiene artículo propio en este mismo medio–, llegaría a recorrer la escalofriante cifra de 90.000 km, todo esto sin sumar los que anduvo por tierra en Malaca, las Molucas, China insular y Japón, quizás un récord en toda regla.

Tras poner una pica en Ceylan y Malaca (enorme emporio portugués en aquel momento), y persuadir sin ninguna coacción ni apoyo de arcabuces, y sí con mucha convicción, a los atónitos locales que veían en este hombre de Dios a un alucinado; el cristianismo empezó a convivir sin mayores conflictos vecinales entre las mayorías paganas y budistas de esta zona sur asiática. Pero el mundo era pequeño para este hombre idealista y justo por naturaleza. Su santidad, entendida de manera meritoria y en un sentido estricta y rotundamente merecido, y no adjudicada contra natura como tantas veces ha ocurrido en el seno de la Iglesia Católica, comenzó a adelantársele en su ruta hacia la conquista de uno de los proyectos más ambiciosos jamás abordados.

Japón: un país difícil de evangelizar

Esta fuerza de la naturaleza cristianizaba sin mayores contratiempos allá por donde pasaba. En las Molucas, una tribu muy dada a rebanar cabezas y ponerlas en salazón para su posterior mejora de estatus y de paso dar prestigio a sus palafitos con una más que discutible decoración, se convirtieron 'ipso facto' ante los encantos del misionero español. Pero la cosa no queda ahí.

De vuelta a Malaca, era el año 1547, a la puerta de la misión, le estaba esperando un samurái, sí, así como suena. Angiro –que así se llamaba el elemento–, tenía un pasado más que turbulento y deseaba redimirse emprendiendo el camino espiritual. Desde su Japón natal, había oído que un maestro singular y de avales indiscutibles por su conducta y praxis andaba por esos pagos y, sin más, se recorrió los 5.000 km desde su Kagoshima materna hasta la puerta del misionero. El resultado fue un amor a primera vista.

Las peripecias de este jesuita no se pueden resumir en un par de hojas. Haría falta toda una enciclopedia dedicada a su persona, pero su humildad ilimitada nunca quiso ilustrar –cosa que no pudo evitar–, libros por docenas, estudios antropológicos de referencia, guías de viajes en la época, presentaciones por millares en las más famosas universidades europeas del momento y un reconocimiento unánime a su forma de enseñar sus convicciones religiosas sin menoscabo del paganismo y otras alternativas tan respetables.

El monje explorador, el místico navegante, el renunciante, sólo reclamó licencia para predicar, que le fue otorgada 'ipso facto'

Japón era otra cosa. Alejado del caos visto en las anteriores visitas de conversión, se encontró con un país organizado, con monasterios de bonzos, espectaculares templos y una organización que los Daimyos o gobernantes locales alimentaban para prestigiarse en una sabia competición hacia el perfeccionismo. Pero, por primera vez, el misionero mordía piedra.

El sofisticado animismo tan arraigado en las raíces más profundas del milenario Japón se había levantado en pie de guerra con su Diosa del Sol, Amateratsu al frente, contra el aguerrido misionero español. La cosa no pintaba bien.

Lo que más llamaba la atención a los nativos era la pulcritud de sus formas y su elevada cultura, en oposición a su renuncia a cualquier forma de oropel. Era un renunciante al uso y no aceptaba la pompa del Vaticano, que iba contra los principios básicos del mensaje esencial del cristianismo.

La última asignatura pendiente

El caso es que tras una fallida expedición a Kioto, la antigua capital imperial –fallida porque se estaban dando cera en abundancia dos Daimyos–, a su vuelta a Yamaguchi decide cambiar totalmente el rol de pobre de solemnidad. Se adecentó, y se fue al gigantesco palacio del Daimyo local, llamado Yhositaka. Tras él, venía una cohorte de elegantes y atusados sirvientes muy purpurados y con unos cofres misteriosos. Uno a uno se fueron acercando al gobernador haciéndole entrega de unos presentes absolutamente desconocidos en aquellos parajes:cristalería de Murano, impecables arcabuces austriacos, catalejos de Flandes, mantelería florentina, relojes de Kloten, anteojos, pergaminos con cartas de navegación actualizadas..., vamos, el acabose. ¿Qué de donde había salido todo esto? El impecable hombre honrado había hablado con el piloto de la nave portuguesa que le había traído a Japón y le había hecho un reconocimiento de deuda con un vencimiento ventajoso que tiempo más tarde pagaría íntegramente, amistad obliga. Entonces, como si la cosa no fuese con él, el jesuita quiso retirarse de la sala de ceremonias, pero con un gesto presto, el gobernante le pidió que manifestara un deseo. El monje explorador, el místico navegante, el renunciante, sólo reclamó licencia para predicar, que le fue otorgada 'ipso facto'. Minutos antes, el gobernante nipón le había querido cubrir de oro y plata, cosa que el clérigo rechazó mientras el piloto portugués se hacía cruces.

Ninguna nave portuguesa quiso comprometer sus licencias mercantiles por llevar a este adelantado e iluminado de la fe cristiana hacia su último destino

En el monasterio de Daidogi sentó sus reales este hombre santo donde los haya, porque del santoral, se podrían descolgar unos cuantos que inmerecidamente lo habitan . La predica acompañada de actuaciones prácticas y ejemplares convenció a los locales de que el “bonzo europeo” era uno de los suyos. Pero este hombre de altas miras, un ser espiritual avanzado y alejado de lo mundano, tenía una asignatura pendiente, China .

En su intento por llegar a las costas de la primera historia, por abordar la gran nación de naciones, el todopoderoso imperio oriental Ming, el país del Gran Canal, de la Gran Muralla, de la Ciudad Prohibida, le cerraría sus puertas tajantemente. Ninguna nave portuguesa quiso comprometer sus actuaciones y licencias mercantiles por llevar a este adelantado e iluminado de la fe cristiana hacia su último destino.

Sin respaldo diplomático, embarcaría en solitario en la nao Santa Cruz hacia las islas Sancian, territorio chino de ultramar y una especie de gigantesco distribuidor de mercancías en la periferia oeste del Pacífico. En medio de la nada y abandonado a su suerte en una miserable cabaña de bambú techada de palma, bajo una lluvia impenitente y cruel, este jesuita de acción, ejemplar único de una estirpe en extinción, tras una pulmonía galopante, entregaría su alma inmortal al ubicuo Dios que todo lo ve, pero que nunca se sabe dónde está. Es de suponer que en ese señalado día su creador estuviera despierto.

Junto al árbol carcomido mil flores reverdecen…

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