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Elogio de la gordura
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ANTONIO BERNABÉU PUBLICA EN LOS PRÓXIMOS DÍAS 'CON LA BOCA ABIERTA'

Elogio de la gordura

Con la boca abierta es un libro singular, un visión mordaz de la cultura atenuada por la gastronomía, como reza el subtítulo, que se inscribe en

Foto: Elogio de la gordura
Elogio de la gordura

Con la boca abierta es un libro singular, un visión mordaz de la cultura atenuada por la gastronomía, como reza el subtítulo, que se inscribe en la tradición de las miniaturas biográficas, iniciadas por el curioso John Aubrey, a mediados del siglo XVII, en Inglaterra, continuadas, también en Inglaterra, por Lytton Strachey, y sacadas de quicio por Edith Sitwell con sus personajes excéntricos. La cumbre de este género la constituyen, sin lugar a duda, las Vidas imaginarias, del francés Marcel Schwob, obra que, reconoció Borges, está en el inicio de su narrativa.

La obra de Antonio Bernabéu, que se pondrá a la venta en librerías en los próximos días, aporta a esta estructura minimalista un fuerte acento cultural, una vinculación a la mesa de todos sus actores y un cierto distanciamiento irónico que quiere desnudarlos de cualquier fetichismo. Para ir abriendo boca les dejamos uno de los capítulos del libro: Epílogo para gordos. Disfrútenlo.

Sin ánimo de arriesgarnos por las derivas de la morfología, conviene, cuando menos, poner en claro que la naturaleza siente fascinación por las geometrías en curva y, precisamente por ello, al distribuir los perfiles de los seres humanos, se decanta en favor de los gordos y obesos. De los segundos, hablaremos muy poco, prácticamente nada, porque la terapéutica de mórbidos los excluyó de las viejas retóricas, los sacó de las dulces nostalgias y los condujo a la leprosería de las diez plagas bíblicas. En cambio, nuestra vacilante cultura tendría que esforzarse en devolver su apagado prestigio a esos gordos sencillos, de cintura turgente, carrillo tumefacto y culo abovedado, sometidos a un trato de  arcángeles caídos, criaturas malditas que arrastraron con ellas, en su declinación, la antigua fantasía de los sueños celestes, el hechizo del banquete platónico, el brillo de la próspera cornucopia, el discurso sin método, la imagen exultante, la trasgresión sin duelo y el exceso glorioso.

Y es que, cuando la tuvo, la supremacía del gordo nunca llegó a basarse, o al menos no tan sólo, en el ofensivo contraste que marca la opulencia frente al mundo del hambre. Porque, sin dejar de ser cierta, a esta imagen le falta envergadura para contener la riqueza semántica de un modelo social y un espléndido encanto que adornaron a Europa antes de nacer Adolf o la señora Merkel.

Y, es que el gordo de los tiempos pasados fue todo un prototipo y un símbolo admirado, como los santos del primer milenio, cuando las gentes sabían apreciar ese sacrificio del Gólgota que fueron las comidas de hasta veinte mil calorías, con el riesgo de accidentes gravísimos, como el que acabó con la vida del buen De la Mettrie, por una indigestión al devorar entero, después de una gran cena, un paté de faisán con trufas añadidas, según explica Giacomo Casanova, con su amenidad habitual, en sus ricas Memorias.

Y, suponiendo que la princesa Palatina, de pródigas mantecas, no nos deje mentir, el almuerzo diario de su cuñado Luís XIV, después de una jornada de trabajo de no más de tres horas, lo iniciaban cuatro platos de sopa, seguidos por el jabalí en ensalada, dos lonchas de jamón, una paletilla de cordero con salsa y un poquito de ajo, además de algunos huevos duros. Para beber, una mezcla de vino rebajado con agua, mientras la operación era llevada a cabo con pocas herramientas; el cuchillo y los dedos.

Pero, desde las disecciones anatómicas de Vesalio sobre los cadáveres oscilantes de ahorcados, el cuerpo comenzó a resultar sospechoso como habitáculo del mal y caverna del vicio. Aunque algunos filósofos ilustres se esforzaron en devolver al gordo, al menos de manera teórica, su inmaculada identidad. Porque fue Baruch Spinoza quien sostuvo con notable firmeza que el apetito desatado, incluso hasta la gula, constituye una intensa pasión, y la pasión no se vincula al vicio sino, por el contrario, a una poderosa virtud del mundo natural. Y, todavía, resulta más explícito Descartes al descubrir que las pasiones vividas en el alma no se han de interpretar como solitarias y viudas, sino revueltas y transformadas, luego, en acción por el cuerpo. Puede, incluso, también, yendo tan lejos como algún tratadista, que la pasión por la comida tenga un origen prenatal.

Y, es que el cuerpo, no lo olviden los gordos, es algo más que los flujos de sangre, los paquetes de músculo y la red de los nervios; el cuerpo, sobre todo, es el gran escenario donde se representa lo social, se perfila el deseo y el verbo se hace carne. Hasta que la medicina, en su error, ha llegado a imponer su triste dictadura del “¡déjese cuidar!”, y la amenaza de la apoplejía, y la abultada contabilidad sanitaria. Pero, casi nadie recuerda que el amargado siglo XVI fue el siglo de la melancolía, por culpa de un cretino llamado Castiglione que recomendó la flacura en uno de los libros más tediosos que existen. En cambio, que alegres esas carnes de Rubens, con la soltura de la libertad y el abandono babilónico.

Por cierto, que siempre hemos buscado, en los revueltos capítulos del placer, cierto paralelismo de lubricidad entre sexo y cocina. Pues bien, parece que no hay tal, al menos según el escritor Roland Barthes, quien, en su prólogo a una edición de Brillat-Savarin, observa que: “Entre los dos placeres existe una diferencia capital….El placer de la mesa no supone ni arrobo, ni transporte, ni éxtasis, ni agresiones; el goce no lleva al paroxismo: no hay incremento del placer, ni cumbres, ni episodios de crisis; tan sólo duración”.

Y de este modo nos viene a confirmar lo que ya sospechábamos; que el gordo, de acrisolada castidad y estremecida sotabarba, es un ángel de Dios que goza de un lugar a su diestra, aunque corre, sin duda, peligro de extinción.

Con la boca abierta es un libro singular, un visión mordaz de la cultura atenuada por la gastronomía, como reza el subtítulo, que se inscribe en la tradición de las miniaturas biográficas, iniciadas por el curioso John Aubrey, a mediados del siglo XVII, en Inglaterra, continuadas, también en Inglaterra, por Lytton Strachey, y sacadas de quicio por Edith Sitwell con sus personajes excéntricos. La cumbre de este género la constituyen, sin lugar a duda, las Vidas imaginarias, del francés Marcel Schwob, obra que, reconoció Borges, está en el inicio de su narrativa.