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La honradez intelectual de un Nobel
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La honradez intelectual de un Nobel

Hay frases manoseadas hasta la náusea que, por más que nos repelan, resultan, sin embargo, difíciles de eludir en ocasiones. Ejemplo: el Nobel de Mario Vargas

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La honradez intelectual de un Nobel

Hay frases manoseadas hasta la náusea que, por más que nos repelan, resultan, sin embargo, difíciles de eludir en ocasiones. Ejemplo: el Nobel de Mario Vargas Llosa es, nos pongamos como nos pongamos, la crónica de un premio anunciado. Quiere decirse que el escritor peruano estaba entre los primeritos de la lista de espera del galardón sueco, y sólo faltaba por saber qué año sería el suyo. Y como Vargas Llosa, aunque tiene ya una edad respetable (74), también está lejos del tope que marca la esperanza de vida en el Occidente desarrollado, no parecía probable que se uniera al grupo de los Borges, Proust, Joyce o Kafka, ya saben, los iliustrísimos “que nunca tuvieron el Nobel” y a los que también se recuerda en un día como hoy. El autor de La fiesta del Chivo era carne de Nobel a todas luces y sin la menor discusión; tenía todos los méritos para ganar el gran premio de la literatura y, además, es un tipo educado del que nadie esperaría un desplante como el que, en su día, hizo Sartre, por más que el peruano (en su día, también) fuera devoto del autor de La náusea hasta el punto de ser conocido como “el sartrecillo valiente”.

El boom de la narrativa hispanoamericana, aquel movimiento que ya suena casi prehistórico, pero del que hay que seguir hablando (especialmente, en un día como hoy), estuvo protagonizado al principio sobre todo por tres mosqueteros: García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa (el D’Artagnan que nunca falta sería Cortázar). Los tres comparten, entre otras cosas, el hecho de que de su vasta obra se puede extraer un título especialmente representativo, sin que quepan discusiones al respecto: Cien años de soledad, Terra nostra y Conversación en La Catedral (y Rayuela). Conversación en La Catedral comparte con las otras tres la ambición, el propósito manifiesto de meter todo un mundo en ella, de hacer una obra abarcadora y autosuficiente. Sin llegar a las dimensiones épicas y míticas de las dos primeras, ni llevar el experimentalismo a los extremos de Rayuela, la novela de Vargas Llosa era mucho más que la crónica de unos años de su país, iba más allá del intento de responder a esa pregunta citada también mil veces: ¿cuándo se jodió el Perú? Era una espléndida novela de formación, que combinaba historia y psicología, política y sexualidad, narratividad y experimentalismo. Es la gran novela de un autor que ha dado muchos otros títulos importantes, tocando diversos registros. Ha cultivado el erotismo en Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, el humor en esta última y en Pantaleón y las visitadoras, la preocupación por la historia de su país y de América, y por cuestiones como el fanatismo y el poder en La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, El hablador, Lituma en los Andes o La fiesta del Chivo.

Que Vargas Llosa llegaría a ser escritor pudo ser tan predecible ya en su niñez como era predecible en los últimos años el Nobel que acaba de ganar. ¿O alguien podía dudar de que había un escritor en aquel niño que se entretenía en cambiar el final de las historias que leía o en continuarlas para no sufrir la frustración de que se acabaran? Las lecturas de la infancia le inocularon el placer por la verdad de las mentiras, por esas ficciones que nunca ha dejado de homenajear y reconocer como una forma de ampliar la vida de los hombres. Lecturas posteriores dieron una nueva dimensión a su concepto de la ficción y a su idea del intelectual. De Faulkner aprendió la complejidad y la grandeza que pueden llegar a tener las novelas. De Sartre, la idea del compromiso del intelectual, algo a lo que siempre se ha mantenido fiel, aunque haya variado su punto de vista. Vargas Llosa fue, como no podía ser de otro modo, un joven izquierdista. Hace poco, publicó una recopilación de sus artículos políticos (Sables y utopías) y tuvo la honradez intelectual de recoger en él algunos en los que defendía a Cuba. Luego (también como no podía ser de otro modo) se desencantó de la revolución caribeña y, obligado también por la honradez intelectual, se volvió uno de sus críticos más reconocidos. La izquierda le repudió, achacándole, en un alarde de imaginación, estar pagado por la CIA. Él lo vio venir y se lo dijo con lucidez a Haydée Santamaría, hermana del protomártir cubano Abel Santamaría; que aquella ruptura le iba a acarrear invectivas, pero que no serían peores que las que antes le había lanzado la reacción por defender al régimen de Fidel Castro.

Pero el compromiso sartriano lo ha seguido ejerciendo Vargas Llosa con ejemplaridad. El punto más alto fue, sin duda, su presentación como candidato a la presidencia de su país, en una campaña que acabaría perdiendo frente al infausto Fujimori y en la que alguno de sus colaboradores murió asesinado. Además (hay que hablar de nuevo de honradez intelectual), Vargas Llosa no ha dudado en defender causas que le parecen justas aunque le enemisten con quien sea o le enfrenten con la derecha en la que muchos apresuradamente le sitúan (ojalá toda la derecha fuera como él, entonces el paraíso estaría en esta esquina). El caso más claro es su defensa de la causa palestina y sus críticas a los métodos del Estado de Israel, cuyo valor como única democracia de la zona reconoce por otra parte. Vargas Llosa no es en absoluto un conformista, y no lo es, especialmente, en su literatura, esa que acaba de granjearle con tanta justicia el premio Nobel. Como ha dicho Juan José Millás, lees a Vargas Llosa y parece que es de izquierdas.

Sin llegar a la complejidad, o a las contradicciones, del protagonista de su novela a punto de salir (qué suerte, o qué cálculo, el de sus editores), El sueño del celta, Vargas Llosa, como cualquier ser inteligente, y él lo es en gran medida, no cabe en una etiqueta reduccionista. Ojalá no sufra ese síndrome de Estocolmo que parece dejar secos durante una temporada a los ganadores del Nobel. Porque las ficciones y las reflexiones de Mario Vargas Llosa seguirán siendo útiles a millones de lectores, a los que ensanchará la vida y obligará a replantearse unas cuantas ideas recibidas.

Hay frases manoseadas hasta la náusea que, por más que nos repelan, resultan, sin embargo, difíciles de eludir en ocasiones. Ejemplo: el Nobel de Mario Vargas Llosa es, nos pongamos como nos pongamos, la crónica de un premio anunciado. Quiere decirse que el escritor peruano estaba entre los primeritos de la lista de espera del galardón sueco, y sólo faltaba por saber qué año sería el suyo. Y como Vargas Llosa, aunque tiene ya una edad respetable (74), también está lejos del tope que marca la esperanza de vida en el Occidente desarrollado, no parecía probable que se uniera al grupo de los Borges, Proust, Joyce o Kafka, ya saben, los iliustrísimos “que nunca tuvieron el Nobel” y a los que también se recuerda en un día como hoy. El autor de La fiesta del Chivo era carne de Nobel a todas luces y sin la menor discusión; tenía todos los méritos para ganar el gran premio de la literatura y, además, es un tipo educado del que nadie esperaría un desplante como el que, en su día, hizo Sartre, por más que el peruano (en su día, también) fuera devoto del autor de La náusea hasta el punto de ser conocido como “el sartrecillo valiente”.

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