"Inmune" en la primera ola, desbocada en la segunda: es el turno de Europa Central
Muchos se preguntaron por qué países de Europa Central consiguieron salir casi indemnes de la primera ola. Ahora, la pregunta es cómo es posible que hayan llegado al extremo contrario
Muchos se preguntan aún por qué los países de Europa Central consiguieron salir casi indemnes de la primera ola de la pandemia. Ahora, muchos se preguntan cómo es posible que estos países (Polonia, República Checa, Hungría y Eslovaquia) hayan llegado al extremo contrario, con miles de nuevos casos, fortísimos incrementos porcentuales y cientos de muertes diarias. Con la reciente reimposición de restricciones y un pavoroso horizonte a corto plazo, los gobiernos populistas que se atribuyeron el relativo éxito de la primera ola culpan ahora a sus ciudadanos de los estragos de una segunda oleada que no ha hecho más que empezar.
Lejos quedan las comparaciones triunfalistas con países como España o Italia que las televisiones públicas de estos países difundían para comparar su “éxito responsable” con el “caos de muerte” que se vivía en el resto de Europa en primavera. Ahora, con números similares a de España (el 7 de octubre hubo 74 muertes en Polonia y 76 en España), se recurre a gráficos con datos acumulados que difuminan la realidad de las últimas semanas. El índice de nuevos casos por cada 100.000 habitantes de República Checa es el más alto de toda la UE, 591, muy por encima de España (299) o Países Bajos (387). Entre el 6 y el 9 de octubre han muerto en Polonia unas 260 personas por el covid-19; más de 120 en la República Checa; 86 en Hungría. En la propia Hungría se ha registrado un incremento del 600% en las hospitalizaciones durante la última semana. En todos estos países se informa de hospitales a punto de ser desbordados, falta de personal y suministros y, lo que es peor, una falta de preparación inexcusable. El sentimiento de inmunidad que meses de indolencia y optimismo habían dejado en la población ha desaparecido por completo.
El caso polaco es significativo. El primer ministro Morawiecki convocaba elecciones presidenciales este verano diciendo que “el virus está en retirada, animo a todo el mundo, especialmente a las personas mayores, a acudir a votar en masa”. Él mismo tuiteaba fotos en las que se le veía en restaurantes y sitios públicos sin mascarilla. Llegó el comienzo del curso escolar sin más medidas que distribuir un bidón de desinfectante por escuela y medidas de seguridad discrecionales, al criterio de cada centro. “Nunca veremos en Polonia escenas tan terribles como las de España”, dijo Morawiecki. Ahora, con un tercio de los tests que se llevan a cabo en España, Polonia se asoma al abismo de una segunda ola comparable a la primera española: el 8 de octubre se llevaron a cabo menos de 22.000 tests, de los cuales 4.280 fueron positivos (el 20%). El mismo día se reportaban 76 muertes. Para poner en perspectiva este dato, hay que recordar que el 30 de agosto solo murió una persona por covid-19 en Polonia.
Algunos hospitales han pedido a las monjas que acudan a ayudar en labores de enfermería por falta de personal sanitario
En cada vez más puntos del país se dan casos de hospitales incapaces de prestar un servicio normal, a pesar de que durante los últimos seis meses las consultas de seguimiento a pacientes crónicos o chequeos habituales han quedado prácticamente en suspenso. Polonia se quedó sin remdesivir, un fármaco usado contra el covid-19, hace más de una semana, y algunos hospitales han pedido a las monjas que acudan a ayudar en labores de enfermería por falta de personal sanitario. De las aproximadamente 8.000 camas que el gobierno asegura tener disponibles para pacientes de coronavirus, el 60% por ciento están ocupadas.
La dimisión hace un mes del ministro de Sanidad Szumowski, que fue acusado de comprar equipamiento a un traficante de armas, de pagar precios exagerados por suministro sanitarios a la empresa de un amigo suyo o la adquisición de material defectuoso, ha dejado un caos que parece superar al ejecutivo polaco. Morawiecki ya ha advertido que “el sistema se acerca al límite de sus posibilidades”, y mientras la investidura de los nuevos miembros del gobierno se ha retrasado por varios casos positivos entre ministros y diputados, ha anunciado “tolerancia cero” con quien no cumpla las nuevas normas: mascarilla en espacios abiertos y menos aforo en locales públicos. Sin embargo, medidas como limitar las celebraciones familiares a 75 personas o cerrar los bares a las 10 de la noche en el peor de los casos no parecen demasiado duras para un país con una red sanitaria más anticuada, peor equipada y más anticuada que la media europea.
Beata Z., una economista de Cracovia de 35 años, conoció hace dos semanas a un chico con el que mantuvo contacto y que resultó tener coronavirus. Cuando ella decidió ir a un hospital público para hacerse un PCR, prueba que cuesta unos 100 euros en un centro privado, descubrió que debía esperar una cola de más de tres horas para ser atendida. “Esperas al aire libre, pasando frío, y rodeada de gente que en muchos casos puede tener el virus; si no lo tienes, es casi seguro que en esa cola te vas a infectar”, explica antes de aclarar que finalmente desistió de hacerse el test.
También asegura que se le están acabando las excusas para no ir a visitar a su abuela, que vive en un pueblo de las montañas, y a quien quiere evitar para no contagiarla… o que le contagie. Beata dice que, en el pueblo de su abuela, de 7.000 habitantes, solo hay un centro de salud donde hay que golpear la ventana con un palo para que uno de los dos doctores se asome a entregar recetas. “En el pueblo hubo algunos casos en septiembre y todo el mundo sospecha que medio pueblo está infectado, así que ni los doctores se fían”. Polonia acumula unos 120.000 casos y casi 3.000 muertes por coronavirus, aunque el gobierno ha empezado a descontar a los fallecidos con afecciones previas, lo que elimina a gran parte de las víctimas del registro oficial, en contra de las recomendaciones de la OMS.
Los médicos "no somos soldados"
En Hungría, con una proporción similar de infectados, una curva creciente pese al cierre de fronteras, y donde se practican aún menos tests, uno de los mayores restos para afrontar esta segunda ola está en el sistema sanitario. Tras una reforma sanitaria que Víktor Orbán calificó de “históricamente relevante”, los médicos húngaros pasaron a tener el estatus de “trabajadores civiles del Estado”, lo que permite que, por ejemplo, se les obligue a establecerse y ejercer en cualquier punto del país donde el gobierno considere necesario. Tras una serie de protestas bajo el lema “no somos soldados”, cientos de médicos están dejando el país y disminuyendo la eficacia de una red sanitaria que ya estaba en cuadro.
El trasvase de facultativos a la sanidad privada acentúa aún más el problema, aunque según cuenta Gabriella Lantos, que dirigió un hospital privado en ese país, “muchos doctores se prestan a trabajar gratis un día a la semana para la sanidad pública porque saben que los pacientes les sobornarán para ser atendidos antes o mejor; algunos de estos doctores se han convertido en auténticos 'barones' y se han forrado a cambio de adelantar operaciones”.
La crisis económica que ha seguido a la pandemia ha llevado a mucha gente a perder su empleo en Hungría, pero el gobierno de Orbán se ha negado a ampliar sus limitadísimas prestaciones por desempleo. Para cobrar más subsidios o durante más tiempo, el parado debe acceder a trabajar en algún programa social. Orbán ha sugerido a los jóvenes parados que se alisten en el ejército si no encuentran un trabajo pronto: “no se puede vivir más de tres meses de las ayudas sociales”, ha dicho el premier húngaro, “el ejército espera a los jóvenes (en esa situación)”.
Al comienzo de la pandemia, el gobierno húngaro se arrogó la facultad de gobernar indefinidamente a base de decretos, con la excusa de capear mejor la situación y agilizar cualquier decisión en unos tiempos difíciles, pero con las cifras de muertos e infectados batiendo un nuevo récord casi cada día, muchos dudan sobre la verdadera intención y efectividad de esa medida.
La imagen de fuerza que los gobiernos populistas han creado de sí mismos pueden funcionar muy bien en términos electorales o políticos, pero nada pueden contra un virus. El primer ministro checo, Andrej Babiš, desautorizó en agosto la decisión de su ministro de Sanidad de obligar a llevar mascarilla en lugares cerrados. Babiš esgrimió una supuesta “demanda social” para tomar esta decisión, tal vez porque cualquier tipo de restricción podría interpretarse como un signo de vulnerabilidad. El 'premier' checo, a quien gusta que le llamen “el Donald Trump europeo”, ha anunciado la vuelta al estado de emergencia. La República Checa, con una de las tasas relativas de infección más altas de Europa, registra más de 5.000 nuevos casos diarios y con 521 infectados por 100.000 habitantes, supera desde hace semanas a cualquier otro país europeo. El total de víctimas mortales por el covid-19 en la República Checa ronda las 1.100, más de doscientas solo en las últimas dos semanas. La curva de la epidemia en Chequia es explosiva: dos de cada tres checos infectados por el virus lo han contraído en las últimas tres semanas.
Muchos se preguntan aún por qué los países de Europa Central consiguieron salir casi indemnes de la primera ola de la pandemia. Ahora, muchos se preguntan cómo es posible que estos países (Polonia, República Checa, Hungría y Eslovaquia) hayan llegado al extremo contrario, con miles de nuevos casos, fortísimos incrementos porcentuales y cientos de muertes diarias. Con la reciente reimposición de restricciones y un pavoroso horizonte a corto plazo, los gobiernos populistas que se atribuyeron el relativo éxito de la primera ola culpan ahora a sus ciudadanos de los estragos de una segunda oleada que no ha hecho más que empezar.