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El paisaje que deja el terremoto: ¿hay realmente opciones de una Turquía sin Erdogan?
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El paisaje que deja el terremoto: ¿hay realmente opciones de una Turquía sin Erdogan?

Cuando usted lea esto, el balance de víctimas del terremoto de Turquía seguramente será mucho más alto ya, quizá llegue finalmente a 100.000. O más. Nadie lo sabe

Foto: Aftermath of the deadly earthquake in hatay
Aftermath of the deadly earthquake in hatay

Treinta mil muertos. Treinta y nueve mil. Cuando usted lea esto, el balance de víctimas del terremoto de Turquía seguramente será mucho más alto ya, quizás llegue finalmente a cien mil. O más. Nadie lo sabe. La catástrofe del siglo, dicen en Turquía, y lo es, sin duda. Ha destrozado no solo la vida de muchas decenas de miles de personas y los sueños y aspiraciones de otros cientos de miles, sino también todos los pronósticos sobre el futuro del país.

Los daños sobre la economía se pueden calcular: se habla de pérdidas muy superiores a los 10.000 millones de euros, quizás llegando al 10% del PIB (de unos 700.000 millones en 2022), se teme que el crecimiento del 3% previsto para este año se quedará en cero. Lo que nadie sabe predecir por ahora quien ganará en las elecciones previstas para junio. Ni siquiera es seguro ya que haya elecciones. Todas las encuestas elaboradas en los últimos meses son ahora papel mojado.

Foto: Uno de los edificios derrumbados después del terremoto en Turquía. (EFE/Refik Tekin)

Siempre se temía que lo iban a ser. Porque nadie sabía muy bien hasta dónde puede llegar el presidente, Recep Tayyip Erdogan, que lleva dirigiendo el país desde hace 20 años y está decidido a repetir mandato una vez más. Por última vez, promete, pero la oposición teme que también podrían ser las últimas elecciones para el país: con una deriva autoritaria que ha ido poniendo todos los poderes del Estado bajo su mando, la cita con las urnas quizás ya no tenga valor alguno dentro de cinco años. Hoy aún lo tiene. Si Erdogan pierde, dejará el cargo. Y por eso mismo lleva meses haciendo lo imposible para ganar, sumergiendo la vida pública en una única larga campaña electoral, con cada inauguración de alguna infraestructura local convertida en mitin.

Las encuestas no acusaban recibo: la intención de voto a Erdogan y a la coalición de su partido, el islamista AKP, con el ultranacionalista MHP, iba bajando de forma inexorable. La oposición, formada por el socialdemócrata CHP y el nacionalista IYI, escindido del MHP, junto a cuatro formaciones menores, no tenía siquiera candidato pero tampoco lo necesitaba, cualquiera que proclamara iba a atraer los votos de esa mitad del país —o quizás la mitad más uno— que solo tiene claro que no quiere otro mandato de Erdogan. Con la coalición AKP-MHP alrededor del mismo 40% que alcanza la suma de CHP y IYI ya parecía prácticamente imposible una victoria electoral de Erdogan, porque del resto de votos, gran parte irá al izquierdista HDP, el más castigado por el Gobierno y dispuesto a apoyar la coalición opositora desde fuera. La derrota se divisaba. Salvo algún suceso inesperado, algo que de golpe cambiase todas las dinámicas. Una guerra quizás, una invasión de Siria que enfrentara a kurdos con nacionalistas y rompiera la oposición por la mitad. Se vivía con la incómoda situación de que algo iba a ocurrir, seguro, sin saberse qué.

Y entonces ocurrió. Pero no era lo inesperado que esperábamos. Era un golpe de la naturaleza, con consecuencias todavía inconmensurables.

De la naturaleza, he dicho, y Erdogan lo expresó en términos similares, habló del destino y lo imprevisible. Provocando frustración e ira entre muchos que sí sabían que el momento de un terremoto no se puede prever, pero sus efectos sí, y que por eso la arquitectura ha desarrollado medidas antisísmicas y estándares de calidad de hormigón y la política ha hecho leyes para que sean obligatorias. Lo son en Turquía. Pero a menudo no se aplican. Y quienes no los aplicaron tienen nombre y apellidos: son arquitectos, contratistas, ingenieros. En las primeras dos semanas, más de 80 pasaron a prisión preventiva. ¿Un gesto de depurar responsabilidades? Más bien una caza de brujas para desviar la culpa, opina la oposición. Porque fue el propio gobierno que en 2018, semanas antes de las elecciones de aquel año, legalizó por decreto unos 7 millones de edificios en el país que no contaban con los permisos necesarios. Con publicidad y fanfarrias, además, felicitándose de resolver los problemas de gente que vivían desde hace años en edificaciones ilegales. No sabemos cuántos de ellos incumplían la normativa sísmica, porque entonces nadie quiso preguntar por este detalle.

Foto: Una fosa común para los fallecidos en Jandaris, al norte de Alepo, zona controlada por las facciones de oposición siria. (Reuters)
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También la tardía llegada de ayuda a las zonas afectadas por el terremoto —en muchas zonas más de 24 horas después del sismo— ha creado mala sangre. No falta quien lo achacara a motivos políticos. "Saben que aquí somos todos de la oposición y por eso pasan de nosotros", se queja una mujer en la ciudad de Iskenderun, cuarto puerto industrial más importante de Turquía, con el muelle destruido por un incendio que duró cinco días. "Como aquí muchos somos alevíes, y el Gobierno está dominado por suníes ortodoxos, nos dejan de lado", busca un hombre explicaciones en la misma ciudad. Pero la sensación de abandono era palpable también en Osmaniye, feudo del MHP, el único aliado que le queda a Erdogan. Y fue igualmente grave en la provincia de Adiyaman, donde el AKP siempre gana con amplia mayoría. Quizás no haya que buscar motivos políticos donde simplemente hubo descoordinación. Y una falta de preparación en general ante un desastre de una magnitud que habría puesto en jaque cualquier país: once provincias sacudidas, con una destrucción masiva a lo largo de una falla geológica de 300 kilómetros de longitud, desde Malatya en Anatolia interior hasta Iskenderun y Antioquía en la costa mediterránea donde, en un curioso fenómeno geofísico, las ondas sísmicas parecían potenciarse, como ola que rompe en una costa, para no dejar piedra sobre otra. Cien mil kilómetros cuadrados, equivalente a Portugal entera.

Quizás ningún país habría estado preparado para un desastre de esta magnitud. Pero la sensación de fracaso se añadió a otras, como la incapacidad de prevenir las riadas del verano de 2021, con más de 80 muertos, y la falta de respuesta ante los incendios del mismo verano que calcinaron una enorme región del sur... con los aviones apagafuegos oxidándose en el hangar por decisiones políticas. Y los intentos del Gobierno de canalizar toda la ayuda al terremoto a través de los canales oficiales, poniendo trabas a organizaciones independientes o incluso, denuncian algunos, confiscándoles material para evitar que otros se llevaran la fama, no ha ayudado para nada a cambiar esta impresión. Tampoco la detención de decenas de personas acusadas de difundir en las redes sociales mensajes "provocativos", es decir desfavorables para la gestión del Gobierno. Ni el bloqueo casi total de Twitter dos días después del terremoto, que el Gobierno nunca asumió oficialmente pero que guardaba una relación tan sospechosa con bloqueos similares ocurridos tras atentados terroristas o desgracias similares, que cabían pocas dudas: el habitual ejercicio de limitación de daños... a la imagen, no a las víctimas. Con el agravante de que mucha gente utilizaba Twitter para dar mayor difusión, un poco al azar, a ubicaciones en las que creían que había supervivientes atrapados.

placeholder (EFE/Martin Divisek)
(EFE/Martin Divisek)

No, el terremoto no enterró las tensiones políticas ni creó una solidaridad frente a la tragedia. La oposición tuvo el tino de no entrar mucho al trapo; mantiene cierto silencio y anuló el acto previsto de anunciar por fin su candidato. De todas formas, pocos dudas quedaban de que iba a ser Kemal Kiliçdaroglu, un probo funcionario con gafas al que todo el mundo le achaca una tremenda falta de carisma. Pero aunque en las encuestas queda por debajo de los competidores en su propio partido, como el alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, o el de Ankara, Mansur Yavas, quizás sea el mejor candidato. Precisamente porque sus compañeros rivales, más carismáticos, son más populistas. Y a Erdogan no se le puede ganar en populismo. Ni es recomendable, sería iniciar un mandato bajo los mismos auspicios de los que la mitad —o la mitad más uno— de los turcos ya han tenido suficiente.

El candidato es lo de menos

Al final, el candidato es lo de menos. Una semana antes del terremoto, la Mesa de Seis, esa coalición de CHP e IYI con cuatro partidos menores, dos de ellos fundados por ex altos cargos del AKP, ahora disidentes, anunció un extenso programa electoral, que quizás pocos se leyeron al completo, pero que garantiza cierto consenso de la coalición alrededor de cuestiones básicas, como la vuelta al sistema parlamentario, con un primer ministro al mando y el presidente limitado a funciones ceremoniales, como antes de la reforma de 2017 que concentró todo el poder en Erdogan. Para muchos votantes, con eso es suficiente: saben lo que no quieren.

Salvo Antioquía y su provincia Hatay, todas las zonas golpeadas por el terremoto son feudo del AKP, más del 50% de los votos ha ido a sus candidatos en los últimos comicios, los de 2018. Entre el 60 y el 75%, si se suman los de su socio de coalición, el MHP. Aquí, los inevitables fallos de un Gobierno frente al desastre, y los no tan inevitables aspavientos políticos para tapar los fallos pueden convender a parte de la población que lo que siempre han querido no les conviene. Es obvio que el desastre no va a subir la popularidad a Erdogan, ni tampoco erosionar a la oposición. Si hay elecciones en junio, el destino del presidente parece sellado.

¿Habrá elecciones? Técnicamente es inexorable, la Constitución no permite atrasar unos comicios más allá de los 5 años precisos desde la última cita con las urnas, en este caso el 18 de junio próximo. Salvo en caso de guerra. Pero un terremoto no es una guerra, y no parece haber margen jurídico para darles a unas placas tectónicas el estatus de enemigo. La presencia militar turca en Siria tampoco ha sido una guerra hasta ahora; Ankara siempre ha insistido de que se trata de simples operaciones antiterroristas transfronterizas. Convertir esta situación en una guerra formal exigiría una votación en el Parlamento, y pese a que la mayoría AKP-MHP bastaría para ello, sería difícil declarar de repente Siria como Estado enemigo, y más difícil aún dar a unos "terroristas" el estatus de adversario acorde a las reglas de Ginebra. En todo caso, un gesto así no haría más que subrayar la arbitrariedad del poder.

Foto: Un edificio destrozado después del terremoto en Jableh, Siria, el 15 de febrero. Amr Alfiky / REUTERS

Ganas no le faltan al Gobierno. Esta semana, un viejo y bastante respetado cofundador del AKP, Bülent Arinç, muy apartado ya del poder y descontento con sus compañeros de viaje, pero aún fiel a ellos, hizo flotar el globo sonda de atrasar las elecciones porque sería "imposible en la práctica" realizarlas en las regiones devastadas, donde no quedan en pie ni los colegios para colocar las urnas. "La Constitución no es un texto sagrado", adujo. La reacción de la oposición fue tan rotunda que el propio AKP se apresuró a explicar que Arinç no hablaba en nombre del partido. Pero al asegurar que tal cuestión se debería discutir en los órganos adecuados, también evitó descartar la opción.

Quizás nada ilustre mejor la situación de la política en Turquía que el hecho de que a cuatro meses de las elecciones no sepamos aún si se van a celebrar o no. La opción de adelantarlas, cosa siempre legal, ya estaba tomada y anunciada —iban a ser a mediados de mayo, en un aparente intento de acortar un poco la sangría de votos— pero aún no decretada formalmente y parece descartarse ahora por motivos prácticos. Pero si Erdogan declara un aplazamiento de un año, porque sí, porque la Carta Magna no es sagrada, y el Tribunal Constitucional —como toda la Judicatura ha dado ya más de una muestra de acomodarse a las directrices de Palacio— lo refrenda, ¿quién podrá impedirlo?

Sin embargo, la decisión sería un nuevo y mayor riesgo para Erdogan, que pese a utilizar todos los mecanismos del Estado a su favor, deriva su legitimidad, a ojos de sus propios seguidores, de las urnas, de las elecciones que ha ganado y que debe volver a afrontar para mantener esa legitimidad. Nada hace pensar que un año más tarde, ni aún terminadas y entregadas nuevas viviendas en las zonas afectadas, vuelva a subir en las encuestas. Sobre todo porque la economía nacional seguirá en ruinas, tras años de una política de corto plazo que no parecía tener otro objetivo que el de aguantar unos meses más, gastando reservas del Banco Central para aplazar el descalabro hasta después de la cita con las urnas.

Tras años de buscar réditos electorales en un discurso nacionalista, perfilándose como líder imprescindible de una nación enfrentada con el resto del mundo, buscando enemigos allende las fronteras, desde Siria a Grecia, pasando por Suecia y ese indefinido "ellos" de los mercados, quizás haya llegado el momento de reconocer que nadie puede enviar sus naves a luchar contra los elementos.

Treinta mil muertos. Treinta y nueve mil. Cuando usted lea esto, el balance de víctimas del terremoto de Turquía seguramente será mucho más alto ya, quizás llegue finalmente a cien mil. O más. Nadie lo sabe. La catástrofe del siglo, dicen en Turquía, y lo es, sin duda. Ha destrozado no solo la vida de muchas decenas de miles de personas y los sueños y aspiraciones de otros cientos de miles, sino también todos los pronósticos sobre el futuro del país.

Estambul