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Por qué cada año 15.000 estadounidenses prefieren estudiar en China
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abundancia de becas y precios competitivos

Por qué cada año 15.000 estadounidenses prefieren estudiar en China

Las mejores universidades del mundo están en EEUU, pero son muchos los ciudadanos de este país que optan por cursar carreras en el gigante asiático, donde los precios son muy inferiores

Foto: Un grupo de graduados lanza sus birretes al aire en la Universidad Fudan de Shanghai, China, el 31 de mayo de 2016 (Reuters)
Un grupo de graduados lanza sus birretes al aire en la Universidad Fudan de Shanghai, China, el 31 de mayo de 2016 (Reuters)

Cuando Bill Edwards dejó la Universidad de East Carolina tras apenas un semestre matriculado, no podía imaginar que años después compartiría pupitre con estudiantes de, entre otros países, Corea del Norte. Bill venía de estudiar en una de los centros secundarios más prestigiosas de su estado, la Escuela de Ciencias y Matemáticas de Carolina del Norte, y las expectativas en su familia eran altas. Muchos de sus compañeros fueron a Princeton, Harvard o Yale, pero él acabó en una universidad que define como “más o menos decente” para estudiar Física. Los protones y los neutrones le interesaban, pero no lo suficiente como para dedicarles su vida profesional, así que abandonó. Seis años después, y tras haber desempeñado numerosos y variopintos trabajos (vendedor de helados, empleado de una start-up de aplicaciones móviles) estaba sentado en una clase de la Universidad Normal de Pekín, junto con compañeros de nacionalidades muy diferentes para estudiar la carrera de Lengua y Cultura China.

Bill no era ajeno a la cultura asiática: su mejor amigo es de origen chino, y a menudo visitaba su casa. Todavía en Estados Unidos, hizo un grupo de amigos entre la comunidad asiática, lo que terminó de espolear su curiosidad. Primero empezó a estudiar coreano, pero no se le dio bien. Poco después, se matriculó en cursos de chino en la sede local del Instituto Confucio. Allí conoció a varios profesores que le hablaron de la posibilidad de solicitar una beca para marcharse a estudiar a China. Por aquel entonces Bill ya tenía la idea de que el chino era algo más que un hobby para él; podía ser una carrera profesional. La decisión lógica era irse a China. “Para ser honesto, las universidades estadounidenses son mejores que las chinas, de media”, señala, “pero creo que la calidad-precio, por así decirlo, el retorno de la inversión, no son muy buenos. Las universidades cuestan muchísimo y mi familia ya tenía algunas deudas encima”. Decidido a cruzar el Pacífico, reunió todo el papeleo para solicitar la beca y la inscripción en la universidad. Le admitieron.

Bill forma parte de los casi quince mil estadounidenses que cada año cursan estudios en alguna universidad china. A priori, puede parecer una decisión llamativa. En Estados Unidos están, bajo prácticamente cualquier parámetro, las mejores universidades del mundo. En el ránking 2015 de Times Higher Education, seis de las primeras diez universidades son estadounidenses. La primera institución china, la Universidad de Pekín, no aparece hasta el puesto 42. En la conocida como clasificación de Shanghai, que elabora la Universidad Jiaotong, cae al tramo entre los puestos 101 y 150. El flujo de estudiantes entre los dos países es cualquier cosa menos simétrico. Según los datos más recientes del Instituto de Educación Internacional, en el curso 2013-14 había 13.763 estudiantes estadounidenses en universidades chinas, un 4,5% menos que el año anterior. Es una cifra que palidece frente al número de universitarios chinos en Estados Unidos: 304.040 en el curso 2014-15.

John Urban sabe bastante sobre las motivaciones de muchos estadounidenses para embarcarse en la aventura china y los desafíos que se encuentran al llegar. Tiene una experiencia de cinco años como coordinador académico de alumnos extranjeros, primero en la Universidad de Pekín y actualmente en otra ciudad china, en una universidad que prefiere no hacer pública. Según los datos que maneja, que están en línea con los del Instituto de Educación Internacional, la llegada de estudiantes de Estados Unidos a China tocó techo en torno a 2012 y desde entonces ha caído ligeramente. “Una razón fundamental es la contaminación”, cuenta a El Confidencial, “los picos de contaminación de 2013, con la consiguiente cobertura en los medios, asustaron a mucha gente”. Además, apunta que “la economía estadounidense ha mejorado, por lo que a partir de 2013 el número general de estudiantes en el extranjero empezó a caer, con la lógica de que ya no era necesaria esa experiencia extra de haber estado fuera para conseguir un trabajo”.

Urban cree que es complicado hablar de un tipo de estudiante medio que se interesa por China y que acaba dando el salto al país. “Lo cierto es que depende de la ciudad”, matiza, “en Shanghai hay más estudiantes con carreras orientadas a la economía y la empresa, mientras que muchos de los que van a Pekín están más centrados en la lengua y la cultura”. Fuera de las dos ciudades más internacionales del país, con todo tipo de facilidades para los extranjeros y residentes llegados de todas partes del mundo, es más fácil echar de menos el hogar, a menudo por razones mundanas: “El problema por el que mis estudiantes se quejan más es que no pueden conseguir la comida que quieren”.

placeholder El estudiante Bill Edwards, en una calle de Pekín (Foto: J. Gámiz)
El estudiante Bill Edwards, en una calle de Pekín (Foto: J. Gámiz)

El inevitable choque cultural

Marjorie Tanner tuvo que hacer frente a estos y otros problemas con apenas dieciséis años. A los catorce, cuando iba a la escuela secundaria en Oklahoma, decidió estudiar chino en lugar de la opción más popular, que era español (“Mi madre me dijo que estaba loca, que no me iba a servir para nada”). Era a mediados de la primera década del siglo, y al menos tal y como ella lo recuerda, había en el ambiente una cierta fascinación juvenil por la cultura oriental: “palillos en el pelo, cosas así”. Un profesor le habló de un programa de intercambio escolar con China, y a pesar de la reticencia de su familia, se marchó a Pekín a cursar el penúltimo año de instituto. Cuando volvió, algo había cambiado. “Estaba de vuelta y lo odiaba; soy de una ciudad pequeña, ni de lejos tan interesante como Pekín”, recuerda. El siguiente lustro fue un viaje constante de ida y vuelta entre sus dos hogares: dos años en la Universidad de Oklahoma, en el grado de Estudios Asiáticos y Lengua China, un tercero como estudiante de intercambio en la Universidad Normal de Pekín (al otro lado de la calle de su antiguo instituto), un último año de carrera en Estados Unidos y otro más en Pekín, éste en un programa de enseñanza de mandarín, que está acabando ahora. En otoño se mudará al sur del país, para empezar un posgrado en el centro que la Escuela de Estudios Internacionales John Hopkins tiene en la Universidad de Nanjing.

Cuando se le pide que cite algún aspecto de China al que le costara adaptarse, Marjorie responde con una queja habitual entre los extranjeros: la franqueza con la que muchos chinos ofrecen opiniones no solicitadas sobre el aspecto físico. “Esto me sigue pasando y todavía me irrita; me llaman gorda constantemente”, lamenta. “El otro día fui de invitada a un programa de televisión y me topé con que había un segmento sobre si la gente gorda puede encontrar el amor; el presentador me preguntó directamente cómo me iba en ese sentido”. Dentro del campus también se ha encontrado con cuestiones que habrían sido problemáticas en su país: “En las residencias de la universidad, literalmente dividen a la gente por etnia, todos los africanos en esta ala, los nepalíes en esta otra; esto en Estados Unidos provocaría un escándalo por racismo”.

En su opinión, la universidad china es más rígida que la estadounidense en muchos aspectos: “En los programas lingüísticos te dicen:´esta es tu carrera, este es tu año, y tú y estas otras sesenta personas vais a tener exactamente las mismas clases, día tras día, en la misma residencia, con el mismo horario´”. Por otro lado, reconoce que encontró en el personal de la universidad, tanto el administrativo como el docente, una preocupación por estar encima del alumno que nunca antes había experimentado. Es una impresión que comparte Bill Edwards: “No puedo imaginarme a un profesor estadounidense dándome su número personal de teléfono, respondiendo a mis mensajes frecuentemente o comentando las fotos que cuelgo en las redes sociales. Tengo profesores que son muy cercanos y muy amistosos, y no de una manera extraña”.

El barrio de Wudaokou, en el noroeste de Pekín, cerca del Palacio de Verano, es el gran centro universitario de la capital china. Allí se concentran los campus de varias universidades, entre ellas las dos más prestigiosas del país: la Universidad de Pekín y la Universidad Tsinghua. Muchísimos líderes políticos chinos, en activo y retirados, han pasado por alguna de las dos. Wudaokou sirve como puerta de entrada a China para muchos extranjeros, y en cierta medida el barrio está diseñado para ellos. En un radio de medio kilómetro desde la estación de metro se pueden encontrar pizzerías, restaurantes mexicanos, supermercados de productos de importación, escuelas de chino, cafeterías a rebosar de estudiantes, como 'The Bridge', o instituciones de la noche pequinesa como la discoteca 'Propaganda'.

Es el barrio de Lauren Huleatt, que cursa en Tsinghua un máster sobre Administración Pública y Gobierno Internacional. Lleva aquí apenas unos meses, aunque ya tiene experiencia en Asia, ya que cursó parte de su carrera en Hong Kong. Su razón para hacer un posgrado en China es calcada a la del resto de entrevistados para este artículo: “En Estados Unidos, si hubiera querido hacer un MBA, probablemente habría tenido que conformarme con una escuela de nivel medio. Aquí podía ir a la mejor. También quería vivir y trabajar en Asia. Tsinghua tenía sentido porque podía estar en la escuela número uno en China”. La consideración económica también fue un factor para ella: “Es mucho más fácil conseguir financiación aquí, porque hay menos candidatos. En Estados Unidos tendría que haber solicitado varios programas financieros diferentes, mientras que aquí hay una beca sino-estadounidense que me resultó fácil de conseguir”.

Objetivo, las futuras elites

Su programa está dirigido a alumnos extranjeros, 15 de países desarrollados y 15 de países en desarrollo que además tienen que cumplir un requisito curioso: haber trabajado al menos 3 años para sus respectivos gobiernos, presumiblemente una estrategia para atraer a jóvenes que formarán parte de las elites en países con los que China quiere mantener buenas relaciones. “Ellos reciben educación gratuita, las mismas clases que nosotros”, apunta Lauren, “creo que es una buena idea del gobierno chino”. En cuanto a las clases, reconoce que esperaba algo más práctico: “Es todo más teórico de lo que pensaba, y los contenidos se centran, principalmente, en cómo se ha desarrollado China. La mayor parte de lo que estoy aprendiendo trata sobre los mecanismos gubernamentales de China y por qué funcionan bien”.

El gobierno chino tiene muy presente que parte de la batalla por la influencia internacional se libra en el ámbito académico, y no escatima recursos para atraer a estudiantes de otros países y que se empapen de la cultura china. John Urban, el coordinador académico, señala que “el gobierno chino está dispuesto a invertir mucho dinero para que estudiantes extranjeros vengan aquí a cursar carreras, posgrados y doctorados, pero aun así seguirá habiendo muchos más chinos que vayan a estudiar a Estados Unidos”.

Todas las personas consultadas para este artículo responden sin meditar cuando se les pide una valoración general de su aventura china: de manera unánime, están contentos de haber venido y de haber añadido a su currículo años de experiencia en China. Piensan que el esfuerzo les servirá para labrarse una carrera internacional. Marjorie Tanner cree que intentará entrar en el servicio diplomático estadounidense cuando acabe su máster en Nanjing, aunque no tiene claro que quiera vincularse para siempre a China. Quizás atienda, diez años después, el consejo que su madre le dio de estudiar español y se marche a Latinoamérica. Lauren Huleatt tenía un plan original de trasladarse al Sudeste Asiático para trabajar en energías renovables, un sector en el que tiene experiencia, pero lleva unos meses colaborando con el centro del think tank estadounidense Brooking Institution en Tsinghua, y ha descubierto que le gusta la investigación: “estoy probando cosas diferentes, y puedo verme trabajando como investigadora relacionada con políticas gubernamentales”.

Bill Edwards, que empezó chapurreando mandarín con la familia de su mejor amigo y ahora cursa una carrera en la que estudia a literatos clásicos chinos, cree que se quedará en el país. En China ha encontrado un sentimiento de realización que durante años se le escapó en Carolina del Norte. “Fui a una escuela secundaria excelente, así que mi familia tenía muchas expectativas puestas en mí”, recuerda. Se para y tras unos segundos pensando, vuelve a arrancar: “Supongo que fracasé a la hora de despegar, fui a la universidad durante unos meses, pero no sabía lo que quería hacer, trabajé en varias cosas, pero no me sentía realizado, y mi familia lo notaba”. Cuando le dijo a su padre que retomaría sus estudios universitarios, pero que lo haría en China, se encontró con cierto escepticismo. ¿Cómo pensaba pagarlo? “Sin embargo, cuando me dieron la beca y me aceptaron en la universidad, fui a hablar con él y le dije que eso era lo que quería hacer, le dije que él me había visto mejorar en mi chino y que esa puerta se acababa de abrir para mí. Me apoyó, reconoció que al principio no había creído en mí, pero me dijo que simplemente estaba feliz de que hubiera encontrado algo con lo que me sintiera realizado”.

Cuando Bill Edwards dejó la Universidad de East Carolina tras apenas un semestre matriculado, no podía imaginar que años después compartiría pupitre con estudiantes de, entre otros países, Corea del Norte. Bill venía de estudiar en una de los centros secundarios más prestigiosas de su estado, la Escuela de Ciencias y Matemáticas de Carolina del Norte, y las expectativas en su familia eran altas. Muchos de sus compañeros fueron a Princeton, Harvard o Yale, pero él acabó en una universidad que define como “más o menos decente” para estudiar Física. Los protones y los neutrones le interesaban, pero no lo suficiente como para dedicarles su vida profesional, así que abandonó. Seis años después, y tras haber desempeñado numerosos y variopintos trabajos (vendedor de helados, empleado de una start-up de aplicaciones móviles) estaba sentado en una clase de la Universidad Normal de Pekín, junto con compañeros de nacionalidades muy diferentes para estudiar la carrera de Lengua y Cultura China.

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