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“¡Melilla or die!”
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VIAJE A GURUGÚ, PUNTO DE PARTIDA DE INMIGRANTES

“¡Melilla or die!”

Desde la primera explanada del campamento del Monte Gurugú, donde viven inmigrantes malienses y marfileños, la ciudad de Melilla luce blanca y retadora

Foto: Inmigrantes subsaharianos observan Melilla desde un campamento clandestino en la frontera de Marruecos (Reuters).
Inmigrantes subsaharianos observan Melilla desde un campamento clandestino en la frontera de Marruecos (Reuters).

Quedan tres horas para que baje el sol, pero el frío del monte ya se cuela entre los pinos. Al borde de la carretera, Mamou y Abou transportan dos grandes troncos hasta el campamento para poder hacer un fuego y hervir algo de arroz y café. Son unos veinte minutos de caminata entre piedras, pendientes y árboles. Hoy ha habido suerte porque no llueve y no hay barro. Dos chavales pasan a la carrera en dirección contraria. “Me vas a ver en Melilla, ya verás. ¿Tienes unos dírhams para comprar algo de comida?”, dicen a esta periodista.

Al llegar, la vista se pierde entre decenas de plásticos verdes y azules, mantas y sacos de arroz vacíos que usan para construir las tiendas, hechas a partir de estructuras de ramas en forma de iglú. Desde la primera explanada del campamento del Monte Gurugú, donde viven malienses y marfileños, Melilla se ve blanca y retadora.

Desde la primera explanada del campamento, donde viven malienses y marfileños, Melilla se ve blanca y retadora. Es doloroso verla ahí cada día y no poder llegar, comenta Aziz, un joven de 19 años. Lleva el nombre de su sueño, Melilla, escrito con bolígrafo en la pechera de su cazadora y camina por el campamento con las manos en los bolsillos, sorteando montañas de basura

“Es doloroso verla ahí cada día y no poder llegar”, comenta Aziz, un joven marfileño de 19 años. Lleva el nombre de su sueño, Melilla, escrito con bolígrafo en la pechera de su cazadora y camina por el campamento con las manos en los bolsillos, sorteando montañas de basura y montones de zapatos, zapatillas y chanclas raídas y abandonadas porque ya son inservibles. En un rincón, Ahmed, de Mali, les ofrece otra oportunidad, una segunda o tercera vida. Le da una puntada a una zapatilla deportiva y levanta la cabeza: “Esta me suena. Creo que ya la he cosido tres veces”, sonríe. “Cobro tres o cuatro dírhams. Aquí somos todos hermanos, no puedo pedirles un precio alto”.

Es fácil reconocer a los recién llegados de un intento de cruzar la valla, porque todavía tienen limpios los vendajes y las tiritas sobre los brazos, las manos, las piernas y los pies. Pero si no es en la valla, es el monte. Hay heridos por todas partes y zonas del bosque que parecen un hospital de guerra en un camping. Piden analgésicos. Los agentes marroquíes, acampados en guardia permanente en El Gurugú, les visitan cada día y tienen que dejar lo poco que tienen de valor enterrado en la tierra, como tesoros infantiles, o colgado de los árboles, en bolsas.

placeholder Un grupo de subsaharianos cerca del campamento en el Monte Gurugú (Reuters).

“Nos golpean en los brazos para que no podamos escalar”

“Ni siquiera nos dejan dormir. Vienen a las cinco de la mañana y hay que salir corriendo, pero bloquean todas las entradas y salidas y nos persiguen hasta el borde del barranco, nos golpean en los brazos y las piernas, para que no podamos subir la alambrada. Si no encuentran a la gente, lo queman todo y nos roban los móviles. Vivimos con miedo”, cuenta a El Confidencial Autara, de Costa de Marfil, uno de los veteranos del grupo. Tiene 32 años, lleva dos en el monte y lo ha intentado por Fnideq (Castillejos), Tánger y Melilla.

Hay heridas que no se ven. Cuanto más tiempo pasan en Marruecos, más pesada se hace la carga psicológica. El contraste entre la expectativa de una vida mejor -un trabajo, una familia- y la realidad es un golpe para muchos de estos hombres. Están presentes los sentimientos de frustración por intentar llegar a Europa una y otra vez y no conseguirlo, el fracaso y la culpa por haber recibido, en algunas ocasiones, dinero de sus familias para emprender el viaje. Y el miedo constante a ser arrestados y trasladados a Rabat o a Casablanca y tener que volver a iniciar el viaje de vuelta a la frontera.

placeholder Un grupo de inmigrantes observa un avión que parte de Melilla (Reuters).

No hay marcha atrás

Abubaker, maliense de 28 años, ejerce de entrenador animando a su equipo: “¡Tenemos que salir de aquí! Esto es inhumano. ¿Tú aceptarías vivir así aunque sólo fueran tres días? Yo he recorrido 7.000 kilómetros para llegar hasta aquí y no me voy a rendir. Melilla or die. That´s it. C´est ça”. “Yeah, ¡Melilla or die!”, corean los demás alrededor del fuego. No hay otro camino ni vuelta atrás.

Las quince muertes en Ceuta no les han desanimado sino que les han dado más valor. El precio puede ser morir intentándolo, pero el monte tampoco es vida. Hasta allíllegan las noticias de los últimos intentos. “Han pasado muchos, ¿verdad?”, preguntan. La información es fundamental para estudiar estrategias yfranquearla triple alambrada de seis metros, “pero no te las podemos contar, perdona. Es secreto”. A veces caminan durante horas, desde la tarde, para elegir un buen punto por el que saltar o se dividen en dos grupos y mientras unos lo intentan, los otros despistan a la Guardia Civil si han conseguido librarse del primer obstáculo, los marroquíes.

¡Tenemos que salir de aquí! Esto es inhumano. ¿Tú aceptarías vivir así aunque sólo fueran tres días? Yo he recorrido 7.000 kilómetros para llegar hasta aquí y no me voy a rendir. Melilla or die. That´s it. Sus compañeros corean alrededor del fuego: ¡Melilla or die! No hay otro camino ni vuelta atrás

En los últimos meses han descubierto a tres topos entre ellos que pasaban información a los agentes marroquíes. Si no, explican, no se entienden que las furgonetas les estuvieran esperando ya en el borde del campamento, a la hora a la que pensaban salir. “A cambio, los marroquíes les prometen que les llevarán a Melilla o les dan dinero”, explican. El castigo para los espías es el destierro del campamento. Ya han echado a tres.

placeholder Un subsahariano ante un fuego en un campamento clandestino cerca de la frontera (Reuters).

Bienvenidos a la ‘República Subsahariana del Gurugú’

Desparramados en el monte, hay pequeños campamentos con grupos de entre 10 y 20 personas, pero el gran campamento donde viven cientos es la capital de esta República Subsahariana del Gurugú. Fuera de ella, los blancos no distinguen nacionalidades, grupos étnicos o demandantes de asilo huyendo de una guerra. En los medios todo queda unificado en una masa informe llamada “inmigrantes subsaharianos”, pero el Gurugú, como África, no es un país, ni todo el mundo viene con la misma historia. Lo único que tienen en común es el sueño de salir del calvario de Marruecos. En cambio, a ojos de Europa son una sola nación de desarrapados de piel oscura.

Al otro lado de la valla está la tierra soñada de la que sólo conocen lo que cuentan los amigos que han llegado al otro lado y están en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) y lo que ven desde el monte: edificios altos y coches nuevos. Sin planes establecidos una vez que lleguen, el futuro se presenta nebuloso y difuminado entre dos ideas claras: buscar trabajo y llegar a un lugar donde existan los derechos humanos de los que oyen hablar y de los que carecen en sus países. La prioridad es alcanzar la primera meta. Es el primer triunfo después de meses o años de camino.

Los agentes marroquíes ni siquiera nos dejan dormir. Vienen a las cinco de la mañana, bloquean todas las entradas y salidas y nos persiguen hasta el borde del barranco, nos golpean en los brazos y las piernas, para que no podamos subir la alambrada. Si no encuentran gente, lo queman todo y nos roban los móviles

“¡Tienes que contar que la Guardia Civil nos expulsa una vez que estamos dentro!”, se indigna Abdulah, de Mali. “¡Eso no puede ser! Si llegamos, llegamos. No pueden devolvernos a Marruecos. Si quieren devolvernos, que nos devuelvan a casa”, explica mientras se calienta las manos en un pequeño fuego, entre cuatro piedras. Pero la mayoría no puede volver con las manos vacías.

Entretanto, hay poco que hacer en la capital. Para muchos, el día pasa mientras intentan esquivar a las fuerzas auxiliares, buscan algo que comer o acarrean agua desde una fuente, a unos kilómetros monte abajo. Buscan en las basuras de las tiendas más próximas del paso de Beni Enzar algo que se pueda salvar o van a la tienda de ultramarinos de Jamal, un marroquí enjuto y sonriente que les da pan y zumos de vez en cuando. “Pobrecillos”, dice Jamal, “nadie se ocupa de ellos”.

En uno de los extremos del campamento, dos jóvenes -todos lo son-juegan a las damas: “Hay que hacer algo para olvidar los problemas un rato”, comenta Aziz. Las fichas están hechas con algo perfectamente reconocible en Marruecos: los tapones de las botellas de agua de cinco litros marca Aïn Sultan y Aïn Ifran. Unos son rojos. Otros son azules. “También tenemos allí -señala una alfombra de rafia sujeta con cuatro piedras- una mezquita para pedirle a Dios que nos ayude a salir”. Aquí la mayoría son musulmanes, pero también hay cristianos. Cae la noche y algunos grupos cuecen arroz y patas de pollo en una gran cacerola. Otros se lavan pies y manos preparándose para rezar. Un avión despega del aeropuerto melillense. Todos vuelven la mirada hacia el cielo. “Llegaremos a Melilla”, dice Aziz. Melilla o nada.

Quedan tres horas para que baje el sol, pero el frío del monte ya se cuela entre los pinos. Al borde de la carretera, Mamou y Abou transportan dos grandes troncos hasta el campamento para poder hacer un fuego y hervir algo de arroz y café. Son unos veinte minutos de caminata entre piedras, pendientes y árboles. Hoy ha habido suerte porque no llueve y no hay barro. Dos chavales pasan a la carrera en dirección contraria. “Me vas a ver en Melilla, ya verás. ¿Tienes unos dírhams para comprar algo de comida?”, dicen a esta periodista.

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