Bruselas, el G-7 y el impuesto de sociedades: la conveniencia de un frente común
La reunión del G-7 llega en medio de un clima de creciente consenso sobre la necesidad de establecer unas reglas mínimas que eviten la fuga de recursos por la competencia fiscal
Un alcance geográfico algo limitado, un umbral de facturación demasiado elevado o garantías excesivas para evitar el daño en competencia de la medida son algunas de las críticas que se han vertido sobre la nueva norma europea por la que las empresas de la región (o filiales de empresas extranjeras presentes en la región) que ingresen más de 750 millones de euros al año tendrán que detallar los impuestos que pagan en cada uno de los países del bloque (así como en aquellas regiones consideradas paraísos fiscales). Pero al margen de las críticas que se puedan verter sobre su diseño, el movimiento sacado adelante por el Parlamento Europeo y el Consejo representa una prueba más de la voluntad de los gobiernos internacionales de estrechar el cerco para lograr que las grandes empresas paguen un nivel de impuestos apropiado.
En esa lucha, la reunión que celebran este fin de semana los miembros del G-7 en Londres se presenta como la primera etapa en un proceso que debe conducir más pronto que tarde a la adopción a nivel global de una tasa mínima de impuestos corporativos, tal y como viene defendiendo desde hace meses la Administración estadounidense de Joe Biden.
La crisis del coronavirus ha supuesto el aliciente definitivo para que los gobiernos internacionales decidan asumir una cuestión sobre la que llevan mucho tiempo dando vueltas sin demasiados avances. La escasez de recursos a que se han enfrentado muchas administraciones públicas a la hora de responder a los desafíos generados por la pandemia, en contraste con el incremento de ganancias que han venido registrando —también durante la crisis— algunas de las mayores multinacionales, ha dado una fuerza adicional al deseo de cerrar las puertas a las fugas de impuestos que, se sospecha, sufren las arcas públicas por las argucias con que las empresas reducen sus facturas fiscales. Algunos estudios cifran en más de 500.000 millones de dólares (unos 410.000 millones de euros) el dinero que anualmente se estarían ahorrando las empresas al aprovecharse de las jurisdicciones que ofrecen un marco fiscal más favorable. En España, los cálculos hablan de hasta 12.400 millones.
Algunos estudios cifran en más de 400.000 millones el dinero que se podría recaudar
A estas alturas, son pocas las voces que se atreven a negar que la competencia fiscal en que se han sumido, con mayor o menor agresividad, muchos países (y en el seno de la UE hay sobrados ejemplos) ha acabado resultando nociva para la estabilidad de las cuentas públicas, retrayendo recursos a las administraciones, al tiempo que han favorecido que durante varias décadas las tasas efectivas que enfrentan las empresas a nivel global hayan evolucionado incesantemente a la baja. Cualquier intento unilateral de oponerse a esto ha chocado con el temor a una fuga de empresas o, cuando se ha focalizado sobre determinadas empresas, la amenaza de represalias por parte de otros gobiernos, como la que acaba de lanzar sobre España y otros países la propia Administración Biden, a propósito del reciente impuesto digital.
Es por eso que resulta un gran paso adelante la imagen de cooperación que empiezan a trasladar las principales economías en esta materia. En una economía global como la actual, en la que la digitalización difumina al máximo las fronteras de los negocios, cualquier brecha en el esfuerzo por obligar a las empresas a pagar unos impuestos mínimos sobre sus beneficios puede dar al traste con el mismo. Así se explica que la propuesta inicial estadounidense de una tasa mínima del 25% se ha ido diluyendo hasta un más modesto 15%, en que parece encontrarse un mayor consenso.
Lo fundamental de esto es establecer un campo de juego con unas reglas comunes, que eviten que esa lucha fiscal entre distintos países acabe resultando en detrimento de muchos para beneficio de unos pocos, y que al menos haya un suelo claro sobre el mínimo que deben pagar las empresas parece un avance significativo, aunque esto no suponga un nivel suficiente, según voces de renombre como la del Nobel Joseph Stiglitz, que aboga por elevarlo al 25%.
En aras de un consenso, EEUU ha rebajado sus ambiciones a una tasa mínima del 15%
No puede desligarse este debate de las preocupaciones que se han ido azuzando en los últimos años, en torno al incremento de la desigualdad y la concentración de la riqueza en unas pocas manos, y el temor a que la creciente digitalización y automatización de la actividad exacerbe aún más esta tendencia. Ante ese horizonte, hacer del impuesto de sociedades una palanca más relevante en la financiación de los servicios públicos en relación con las tasas individuales puede llegar a plantearse como una necesidad para el reequilibrio de oportunidades y la contención de las crecientes brechas sociales.
Pero tampoco puede perderse de vista que de lo que se trata en este terreno es de obtener por esta vía unos ingresos apropiados, que faciliten la provisión de servicios públicos con un reparto justo de las cargas, pero sin excesos que puedan resultar contraproducentes. Al fin y al cabo, buena parte de los esfuerzos fiscales que están realizando las administraciones públicas desde el estallido de la crisis ha estado enfocada en conservar de la mejor manera posible el tejido productivo y, ahora, impulsar la actividad tras el 'shock' de la pandemia. El éxito de estos planes solo será posible si las empresas cuentan con los recursos suficientes y los incentivos para acompañar esa reactivación con inversiones que hagan funcionar de nuevo a pleno rendimiento la rueda del crecimiento.
Son, por lo tanto, muchas las cuestiones que deben abordarse e importantes las variables a considerar a la hora de valorar el nivel apropiado de tasas corporativas en una o en otra región. Pero esto no debe ser óbice para que —de forma conjunta, a nivel global— se establezcan unas reglas comunes mínimas que eviten que el de los impuestos de sociedades siga siendo un terreno de lucha entre países del que muy pocos saldrán beneficiados.
Un alcance geográfico algo limitado, un umbral de facturación demasiado elevado o garantías excesivas para evitar el daño en competencia de la medida son algunas de las críticas que se han vertido sobre la nueva norma europea por la que las empresas de la región (o filiales de empresas extranjeras presentes en la región) que ingresen más de 750 millones de euros al año tendrán que detallar los impuestos que pagan en cada uno de los países del bloque (así como en aquellas regiones consideradas paraísos fiscales). Pero al margen de las críticas que se puedan verter sobre su diseño, el movimiento sacado adelante por el Parlamento Europeo y el Consejo representa una prueba más de la voluntad de los gobiernos internacionales de estrechar el cerco para lograr que las grandes empresas paguen un nivel de impuestos apropiado.
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