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El pueblo 'indepe' que convive con una base militar: "Estamos ocupados desde 1714"
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LA ALCALDESA SE NIEGA A COLGAR LA ROJIGUALDA

El pueblo 'indepe' que convive con una base militar: "Estamos ocupados desde 1714"

Los 600 vecinos de Sant Climent de Sescebes, independentistas en su mayoría, conviven con más de 2.500 soldados. Allí la guerra de banderas está a la orden del día

Foto: Varias esteladas presiden el centro cívico del pueblo.
Varias esteladas presiden el centro cívico del pueblo.

Parece que acaban de salir de un gimnasio, pero la realidad es que acaban de llegar a una base militar. Jesús, pecho abultado y brazos del grosor de un martillo neumático, bebe una copa de vino en la terraza. “Venimos desde San Sebastián y llevamos menos de una hora en el pueblo”, comenta con acento andaluz. Es uno de los 500 efectivos que se han incorporado al acuartelamiento General Álvarez de Castro en los últimos días. “Nos acaban de trasladar y no sabemos mucho, solo que nos han comentado que la alcaldesa del pueblo no pone la bandera de España y poco más”, comenta de manera pausada, casi tímida.

La base se encuentra en el pequeño municipio independentista de Sant Climent Sescebes, en Girona, a un paso de la frontera con Francia. Un pequeño pueblo con algo más de 600 habitantes regido por ERC. Nada los distinguiría de cualquier otro de los pueblecitos que salpican el Alto Ampurdán de no ser porque está lleno de militares. Los grupos de montaña Arapiles y el regimiento Badajoz ocupan una ciudad anexa al grupo de casitas adornadas con esteladas (en todas las localidades de la zona, la rotonda de entrada recibe al visitante con una farola vestida con la bandera independentista). Hay en torno a 2.500 soldados, cuatro veces más que vecinos. Sin embargo, en apariencia, la convivencia es buena. Más o menos buena, al menos.

placeholder Apenas 200 metros separan el pueblo de la base. (Google Maps)
Apenas 200 metros separan el pueblo de la base. (Google Maps)

El pueblo está articulado en tres bares. Al norte está La Societat, el bar del centro cívico, con esteladas y señeras en todas las paredes. Es donde acuden los jubilados a ver el fútbol —en esta ocasión, la derrota de su Girona contra el Villarreal— y unos cuantos jóvenes para jugar al único billar del pueblo. Lo regenta Jordi, un hombre con sonrisa irónica que es dueño de sus silencios. Hasta que arranca a hablar: “Yo les sirvo bocadillos a los militares desde los 15 años y el tema no son ellos, aunque los hay un poco borricos, sino los que mandan”, dice apoyado en la barra y minimizando la presencia de los soldados: “Por aquí dice la leyenda que ya pasó Atila”. Su discurso siempre exculpa “a los chavales, que muchos son más bomberos que otra cosa”, pero también recuerda que nada de esto es nuevo, en su opinión: “Llevamos con ocupación militar desde 1714”. Se refiere a la Guerra de Sucesión, que concluyó en 1715 con el triunfo borbónico y el Tratado de Nueva Planta, que recortaba la autonomía catalana.

Los soldados, además de en alguno de los más de 10 grandes edificios de ladrillo de la base, también viven en casas alquiladas del pueblo. Se distinguen porque algunas tienen banderas españolas colgadas de las ventanas. De los que están terminando la comida, otro comenta sin entrar en muchos detalles que “hay tensión” y que llevan “encerrados dos semanas”, pero no se refiere a los vecinos, sino a los acontecimientos en general. “¡Qué pasa, quillo!”, dice un hombre con barba y un polo verde a otro con una camiseta azul. Se abrazan. Parece que el destino los ha vuelto a juntar. Ambos habían coincidido en un acuartelamiento del País Vasco. “Cuando yo llegué allí estaba todo lleno de ikurriñas, como ahora aquí con las esteladas, pero allí poco a poco fueron desapareciendo”.

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Otros tres chicos jóvenes charlan en un corrillo. Son chicos del pueblo. “No hay problemas con los militares, incluso tenemos que hablar con ellos en fiestas y eso”, dice el más locuaz de ellos, que claramente se alinean con las tesis independentistas. “A ver, una cosa son las ideas y otra las personas concretas”, concluye el más ecuánime mientras los otros ponen cierta cara de escepticismo. Jordi recuerda una pequeña anécdota bastante reciente que no rompe la imagen de concordia, pero sí ilustra cierta tensión entre los dos colectivos: “Ellos [los militares] el 11 de septiembre me colgaron una bandera española enorme del techo, así que el pasado 12 de octubre yo coloqué la estelada que tengo aquí”, dice, señalando la bandera que encabeza el reportaje.

La alcaldesa se niega a poner la bandera de España en las instituciones

Otro de los clientes del centro cívico, un hombre mayor con alguna dificultad de movimiento que llegó desde Aragón con su mujer “hace muchos años”, sostiene que el pueblo “es muy tranquilo” y augura que “no va a pasar nada, porque nos está mirando toda Europa. Así que si se dan hostias, serán pocas, como en el referéndum, porque más nos llaman a todos la atención desde Bruselas”. Su análisis es que “los imbéciles de Madrid fueron los que provocaron los incidentes del 1 de octubre, si hubieran actuado los Mossos, todo hubiera sido como siempre: que si las banderitas, que si la independencia y la felicidad, como siempre, y habríamos regresado a la normalidad”.

Sant Climent es un reducto independentista. En las pasadas elecciones autonómicas, el 60% apoyó opciones independentistas. Ganó ERC, con la abogada Olga Carbonell a la cabeza. Como alcaldesa, Carbonell se ha creado fama de política resistente: el pasado mes de mayo fue demandada por el Gobierno de España por pagar la cuota de AMI, acrónimo de Asociación de Municipios por la Independencia. Además, como muchos alcaldes de la comarca, se niega a colgar la bandera de España en los edificios públicos. En el ayuntamiento ondean la señera y la bandera de Europa; a la entrada del pueblo, sobre el asta, otra señera. Al lado, sobre una farola mucho más alta, la estelada blava.

placeholder Una de las casas alquiladas por soldados.
Una de las casas alquiladas por soldados.

En el centro del pueblo está el bar La Parra, que posee también la cocina más sofisticada del lugar. La Parra es terreno neutral: hay soldados, vecinos y turistas comiendo en su jardín. Algunos de los otros ediles de la zona han bromeado con que comenzaba “la invasión” cuando el pasado septiembre hubo unas maniobras militares con tanques. “Dicen que de vez en cuando tiran bombas y así, pero nosotros no oímos nada”, replica una vecina que trata con frecuencia con los soldados. “Los que viven en la montaña, los que han venido de la ciudad a vivir al campo, se quejan un montón, pero yo, que también vivo por allí, digo que no hay para tanto”, coincide Jordi en esta ocasión. "Ten en cuenta que la mayoría de la gente del pueblo ha hecho la mili en esta base, no es que sean extraños", dice la vecina.

“Ellos vienen al cuartel como el que va a una oficina y ficha, no molestan para nada”, opina el propietario de La Parra. “Vienen y se van constantemente, también aparecen soldados que hablan en inglés porque son de otro sitio y vienen a aprender de los de montaña de aquí”, afirma. Uno de sus camareros es cordobés y tiene "tres amigos en la base muy majos" que le han dejado entrar y afirma que es "gigantesco todo allí dentro".

Todo por la patria

Al sur del pueblo se encuentra el bar La Compañía. Está en una placita resguardada entre edificios, flanqueada por el río y un camino que lleva directamente a la base militar, donde los visitantes son recibidos con unas colosales letras que dicen "Todo por la patria". La Compañía, versión bar, está lleno de soldados. Acaban de llegar, la mayoría: "Nos han dado una bienvenida de media hora y nos han mandado a comer", explica sin apartar mucho la vista del teléfono móvil Jesús, que bromea con que "no es un mal comienzo para el trabajo". En la mesa contigua, cuatro compañeros echan una partida de mus. Un hombre con una camiseta del Betis e igual de musculoso que el resto, pero mucho mayor, pasa entre las sillas haciendo equilibrios con un whisky con Coca-Cola. El ambiente es un poco de campamento juvenil y dentro del local los soldados juegan al futbolín.

Al final del camino, entre los árboles, surgen unas enormes letras: "Todo por la patria"

Sin embargo, hay cierta tensión. Casi todas las conversaciones versan sobre "el tema", y otro militar con gafas de sol y un pacharán en la diestra comenta a su interlocutor: "Ya estamos un poco rayados". Los únicos que no parecen nuevos miembros de la base son dos ingleses, padre e hijo, que vienen a hacer turismo por los senderos de la comarca. Una identidad que se atribuyen cuatro chicos muy jóvenes, muy atléticos, con peinado y barba a la moda y enormes tatuajes en los brazos y las piernas (uno de ellos lleva una gigantesca virgen de la Macarena en el gemelo). Uno de ellos es quien luego saluda efusivamente a su compañero de cuartel en San Sebastián. “Somos turistas”, dicen ante nuestras preguntas, y se ríen.

Parece que acaban de salir de un gimnasio, pero la realidad es que acaban de llegar a una base militar. Jesús, pecho abultado y brazos del grosor de un martillo neumático, bebe una copa de vino en la terraza. “Venimos desde San Sebastián y llevamos menos de una hora en el pueblo”, comenta con acento andaluz. Es uno de los 500 efectivos que se han incorporado al acuartelamiento General Álvarez de Castro en los últimos días. “Nos acaban de trasladar y no sabemos mucho, solo que nos han comentado que la alcaldesa del pueblo no pone la bandera de España y poco más”, comenta de manera pausada, casi tímida.

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