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Anatomía de una rivalidad insana: el odio visceral que hizo eternos a Karpov y Kasparov
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DOS LEYENDAS DEL AJEDREZ

Anatomía de una rivalidad insana: el odio visceral que hizo eternos a Karpov y Kasparov

Dos de los mejores jugadores de ajedrez de todos los tiempos vivieron una rivalidad única que marcó, durante muchos años, los designios ideológicos de un país sobre un tablero

Foto: Karpov vs. Kaspárov, el duelo que marcó una época. (EFE/Kai Försterling)
Karpov vs. Kaspárov, el duelo que marcó una época. (EFE/Kai Försterling)

Uno de los grandes duelos que nos ha brindado el ajedrez a lo largo de la historia se produjo en la década de los años 80 del siglo pasado. Karpov, un jugador boa, afecto al régimen soviético cuando este desembocaba en su final de ciclo, tenía capacidades innatas para agotar a cualquier adversario, posicional y seguro, de jugadas firmes e irrefutables. Y combatió a cara de perro contra el emergente Kaspárov, un adversario implacable, incendiario, de cálculo infinito, imaginación desbordante, sorprendentes combinaciones y sacrificios, de belleza solemne y creador de castigos de alambicada confección.

La Unión Soviética, asfixiada por un proceso de degradación económica imparable producto de una economía centralizada cuyo espíritu era totémico y sacralizado, canónico hasta la saciedad, pero que en la práctica la estaba conduciendo hacia un abismo de agónicos estertores, plantaba cara a duras penas a una opción que era más flexible. Era la economía de mercado y su jungla de amoralidad manifiesta, donde la productividad y la competencia eran las señales de identidad.

A Mijaíl Gorbachov, con sus reformas tardías, le había tocado firmar el certificado de defunción de aquella descomunal unión de repúblicas socialistas con rumbo a una extinción anunciada.

Foto: Un joven malagueño juega al ajedrez en la calle Larios. (EFE/Carlos Díaz)

Por aquel entonces, Anatoly Karpov, un jugador excepcional, aunque extraordinariamente conservador y con estrategias más propias de un congelador, asistía a la demolición de su patria tras idealizarla hasta la médula. El espejismo de una Unión Soviética que tan heroicamente había vencido a las hordas nazis a costa de poner en el debe del balance de la II Guerra Mundial 27 millones de muertos y desaparecidos encima de la mesa, se había esfumado ante una compleja gestión de una economía utópica. El socialismo de corte comunista no daba para más.

Era un jugador de una habilidad extrema explotando ventajas mínimas que otros darían como tablas, que se había erigido como campeón del mundo durante el periodo de 1975 a 1985. Gracias a su sólido estilo y preparación del repertorio de aperturas y, sobre todo, a su irrefutable habilidad para los finales, se convirtió en un temible contrincante, hasta que oficialmente dejó esta arcana disciplina en el año 2007.

El advenimiento de Karpov a la mística del ajedrez fue tan temprano que durante cerca de ocho años anduvo con pantalones cortos en un país en el que esto era una temeridad ante escenarios donde una mera exhalación podía convertirse en virutas de agua sólida. El maestro de maestros y tetracampeón mundial de ajedrez Mikhail Botvinnik, a los 12 años, lo incorporó en el Palacio de Pioneros de Moscú al selecto club del Dream Team soviético. En 1969, el barbilampiño y escuálido joven se convirtió en Maestro Internacional de ajedrez y, once meses después, en Gran Maestro, un título sagrado al que solo asiste un selecto club de jugadores de todo el mundo.

Dos vidas condenadas a enfrentarse

El primer encuentro entre ambos jugadores fue antológico, duraría algo más de cinco meses y el nivel al que se jugó podría ser calificado de brillante. Era un 10 de septiembre en Moscú. Pero donde quizás se comenzó a escribir uno de los episodios más brillantes de la historia del ajedrez del siglo XX fue cuando dos estilos contrapuestos se enfrentaron a lo largo de 144 partidas sin poder establecer con rigor cuál de los dos rivales era mejor que el otro. Finalmente, uno de ellos se impondría por la mínima.

La otra cara de la leyenda era un tal Garry Kaspárov, un azerbaiyano natural de Bakú donde las piscinas se llenaban con petróleo. Si uno era un especialista en juego posicional e ignífugo, el otro era un táctico excepcional y flamígero. Durante el decurso de sus confrontaciones, se dieron 104 intervenciones de tablas, con 21 victorias para Kaspárov por 19 para Karpov. Esta rivalidad se convirtió con el tiempo en un clásico del ajedrez en el que la FIDE llegó a suspender uno de los torneos entre ambos por el agotamiento psicológico de los jugadores. Después de 6 meses y 48 partidas, tal que un 9 de febrero del año 1985, se suspendió el match. El controvertido presidente de la FIDE, Florencio Campomanes, dictó sentencia en medio de un escándalo monumental en el que ambos contendientes apostaban por seguir jugando. Hay muchas conjeturas sobre el veredicto del filipino, pero eso da para una tesis.

Ocho años después, tras perder el campeonato del mundo en el año 1985, Karpov recuperaría el trono de los grandes iluminados del ajedrez. Mantendría el título hasta el año 1999, en el que tras un fuerte enfrentamiento con la FIDE en protesta por un cambio de reglas que le pareció inaceptable, abandonó las competiciones internacionales, centrándose en las simultáneas y exhibiciones.

La deriva de ambos jugadores se orientaría años después hacia la política. Karpov, como representante del establishment comunista en la Duma, y Kaspárov, un contestatario irredento armando follones a diestro y siniestro. Karpov pasará a la historia del ajedrez como el paradigma de un metódico y frío estratega; Kaspárov, como un impredecible, explosivo, letal creador de inverosímiles partidas de alta tensión. Ambos se tenían un odio casi visceral, pero al mismo tiempo tenían claras sus dotes de generosidad. Era el tiempo del desastre de Chernóbil, los dos, de mutuo acuerdo, donaron íntegramente la bolsa del torneo a los afectados.

Si algo eleva al ajedrez a la cumbre del conocimiento es la magia que lo sustenta: la creatividad inherente al ser humano, quizás, un patrimonio único de nuestra especie. En el año 1985, en un enfrentamiento entre ambos colosos en Moscú, Kaspárov creo una de las joyas más recordadas de esta disciplina, una joya repleta de osadía, la partida número 16, tal vez una inmortal. Sin ánimo de entrar en sesudos análisis que competen a otros más preparados, solo decir que la belleza no solo reside en los museos o en la contemplación de un día amable. No, el ajedrez da para eso y más. Pasen y vean.

Uno de los grandes duelos que nos ha brindado el ajedrez a lo largo de la historia se produjo en la década de los años 80 del siglo pasado. Karpov, un jugador boa, afecto al régimen soviético cuando este desembocaba en su final de ciclo, tenía capacidades innatas para agotar a cualquier adversario, posicional y seguro, de jugadas firmes e irrefutables. Y combatió a cara de perro contra el emergente Kaspárov, un adversario implacable, incendiario, de cálculo infinito, imaginación desbordante, sorprendentes combinaciones y sacrificios, de belleza solemne y creador de castigos de alambicada confección.

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