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Ha llegado el momento de 'invadir' el campo de fútbol y recuperar lo que nos pertenece
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ADELANTO EDITORIAL

Ha llegado el momento de 'invadir' el campo de fútbol y recuperar lo que nos pertenece

A continuación se ofrece un adelanto editorial de 'Invasión de Campo', el libro del periodista Alejandro Requeijo en contra del balompié como negocio y en defensa del aficionado

Foto: Invasión en el estadio del Rayo Vallecano. (EFE/Chema Moya)
Invasión en el estadio del Rayo Vallecano. (EFE/Chema Moya)

Me gustan las invasiones de campo porque tienen un aroma a fútbol antiguo. Cada vez es más difícil verlas, ahora la seguridad de los estadios se encarga de acordonar el perímetro del césped para que nadie salte desde el graderío. Y si saltas, te multan o te llevas un palo. Pero una invasión de campo es una expresión de júbilo incapaz de contenerse, como una botella que se descorcha para dar el pistoletazo de salida a una fiesta. Es una imagen irremediablemente feliz. Una comunidad de personas con historias particulares, pero unidas por la adhesión a una causa que celebran en masa sobre el escenario mismo de la gesta. Permite pisar el césped al menos una vez, que te impregne de lleno ese olor a hierba que normalmente solo se percibe desde las primeras filas. La invasión de campo tiene algo de conquista, de reivindicación de un protagonismo que durante el juego queda relegado a la butaca. Con la invasión, el aficionado ocupa el lugar central de los focos. Una invasión es la consecuencia natural de un estado de ánimo, el demarraje incontrolable de una emoción contenida, no solo noventa minutos, sino meses, años, incluso décadas. Hay aficiones que penan largas temporadas de sufrimiento entre una alegría y la siguiente. La primera a veces es la única. Para que una invasión cuaje, es necesario que haya un pionero que asuma el riesgo de que su acción no vaya más allá del calabozo. Basta que uno ponga su pie sobre el verde para que la multitud interprete la señal y todo se desborde.

Ha habido invasiones históricas grabadas en la iconografía como aquella de la Tartan Army escocesa en 1977 en el estadio de Wembley. Entre ellos estaba un tal Rod Steward. Los goles de Gordon McQueen y Kenny Dalglish dieron la victoria a los caledonios, y la gente asaltó el tapete sagrado del templo inglés. Se llevaron hasta las porterías. En España, una de las últimas grandes invasiones fue la que protagonizaron los coruñeses cuando el Dépor conquistó la Liga, seis años después de la tragedia del penalti marrado por Djukic en la última jornada. Hoy esa imagen con miles de personas cubriendo el verde es casi imposible, en parte porque también tapan la publicidad en un momento de máxima audiencia televisiva. Ahora es más habitual la foto de los jugadores en pequeñas celebraciones privadas ante los ojos de todos, pero de espaldas a todos. Haciéndose selfis cada uno por su cuenta con sus parejas o jugando sobre el césped con sus hijos pequeños en lugar de girarse y celebrar con la grada y el resto de sus compañeros.

placeholder El libro de Alejandro Requeijo, 'Invasión de Campo'. (Sergio Beleña)
El libro de Alejandro Requeijo, 'Invasión de Campo'. (Sergio Beleña)

La invasión de campo tiene algo de rebeldía frente a todo eso. Diluye de golpe las barreras que impone el fútbol para igualar a los ídolos con sus aficionados, que les arrebatan las camisetas y los dejan en calzoncillos. Los reyes van desnudos. Pocos momentos son equiparables a los segundos previos a una invasión de campo. Es como si la victoria no quedase certificada hasta que el terreno de juego se llena de banderas como acta notarial de que lo que ha sucedido es real y nadie puede dar ya marcha atrás. Este no es un libro sobre fútbol. Al menos no sobre ese fútbol que muchos entienden como un tablero de hierba donde confrontar estrategias sin importar si juegas con blancas o con negras. Aquí los colores van a ser importantes. Este libro no reducirá el fútbol a un mero espectáculo ni discutirá entre sistemas ofensivos y defensivos. Lo que pasa en el césped es relevante, pero no tanto.

El tributo al equipo

No consideraremos tampoco el fútbol como una mera opción de ocio de fin de semana. Es una religión laica a practicar de lunes a domingo y reconoce al aficionado de estadio como portador fundamental de un legado familiar, cultural, incluso estético. Se entiende como aficionado de estadio al que acude al campo a acompañar a su equipo sin tener en cuenta el rival, el frío o el calor. Va al estadio simplemente porque hay que ir. Porque forma parte de algo superior a él que trasciende edades y clases sociales. Se va porque se es parte de algo, y eso es una actitud como la de quien se consagra al rock and roll y a una vida en la carretera. El carnet de socio significa mucho más que un plástico que presentar en los tornos de entrada. El aficionado de estadio no ejerce en condición de cliente. No calienta la butaca sino la grada. No pedirá que le devuelvan el dinero de la entrada si no queda satisfecho con el juego de su equipo. Se cabrea si no le gusta lo que ve, claro. Pero vuelve la semana siguiente porque el fútbol, como la vida, siempre da revancha.

Vamos por la camiseta. Queremos que nuestro equipo gane, obvio. El gol, el abrazo del gol, sigue siendo el punto álgido de la liturgia, pero también se rendirá culto a la previa. Y al pospartido si se tercia. El aficionado de estadio quiere divertirse. Pero eso no dependerá necesariamente de que presencie una goleada o el balón se mueva muy rápido sobre el pasto. Aquí entretenerse o aburrirse son conceptos muy pequeños frente a identidad, pertenencia, compromiso, adhesión, comunidad. El aficionado de estadio que se reivindicará aquí no se pregunta qué pueden hacer por él los jugadores, sino qué puede hacer él por los once que están ahí abajo. Agitar una bandera. Recorrer kilómetros. Animar más. Hacer horas de cola. Quedarse tras el pitido final para rendir tributo al esfuerzo. El aficionado de estadio tiene su propio calendario. Viajes, planes y vacaciones están condicionados al partido de su equipo. El aficionado de estadio asume que tiene la capacidad, el derecho, de influir de forma directa en el resultado final. Por eso considera innegociable su presencia hasta el pitido final y después toda la semana. De ahí que los entrenadores pidan una olla a presión cuando se complica una eliminatoria en el partido de ida.

placeholder Los aficionados del Deportivo no dejan solo a su equipo, esté en la categoría que esté. (EFE/Biel Aliño)
Los aficionados del Deportivo no dejan solo a su equipo, esté en la categoría que esté. (EFE/Biel Aliño)

El aficionado de estadio se resiste a asumir el papel meramente decorativo que le concede el fútbol moderno, temeroso siempre de todo aquello que no puede homogeneizar, prever o anticipar en estudios de mercado. El aficionado tiene derecho a ser escuchado con voz propia. Debe tomar conciencia de clase dentro del circo de actores que hoy enturbian el ecosistema de este deporte. Sí, más bufandas y menos corbatas. El seguidor que asiste al estadio es libre por definición, su mirada no dependerá nunca del plano que elija un realizador de televisión. Cada grada tiene sus códigos, su idiosincrasia, suena diferente. Resulta una aberración diluirla con megafonías de speakers sin alma que reproducen mensajes idénticos en todos los estadios hasta imponer un paisaje norcoreanizado, carente de pluralidad. A eso lo llamaremos simplemente censura.

Un patrimonio a proteger

Aquí no diremos tampoco que el fútbol es una marca. Mucho menos una marca global. No secundaremos las coartadas de quienes sacrifican nuestras certezas en el falso altar de la evolución. Un máster en marketing deportivo avanzado cursado en una escuela de negocios de pago no da derecho a vulnerar los símbolos que nos explican. Un escudo no es feo ni bonito, es el tuyo. Y el estadio es tu casa, tu historia, tu ciudad, tus recuerdos. Aquí no entenderemos el fútbol como un producto a exportar a nuevos mercados. A eso lo llamaremos simplemente expolio y señalaremos a los culpables con nombres y apellidos. Tampoco tragaremos con la estafa de justificar el saqueo en presuntas misiones redentoras por países carentes de derechos humanos. La diplomacia deportiva es el lucrativo blanqueamiento de dictaduras. El fútbol es un patrimonio inherente al entorno en el que se desarrolla. No se puede plantar un olivo en el polo norte ni ver crecer pinos en el desierto.

Los equipos pertenecen a los barrios que les dotaron de una esencia, a las ciudades donde se forjaron rivalidades, a las aficiones que poblaron las bancadas de sus estadios construidos a veces con sus propias manos. No, cualquiera no tiene el mismo derecho a poseer algo que no le pertenece por el hecho de tener la posibilidad de pagarlo. El fútbol español es un patrimonio cultural a proteger y las instituciones políticas deberían ser conscientes de ello. Despojado de su hábitat, el fútbol se convierte en un simulacro desvirtuado y sin futuro. Se muere. Tu pasión no es una moda sujeta a coyunturas. Es precisamente la adhesión incondicional el suelo sobre el que se debe construir todo lo demás. Si el fútbol es una moda, corre el riesgo de quedar eclipsado por la siguiente cuando menos se lo espere.

placeholder Las aficiones de Athletic y Real conviven siempre pacíficamente en los derbis. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Las aficiones de Athletic y Real conviven siempre pacíficamente en los derbis. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Un manifiesto de grada

Si se maltrata al aficionado de estadio, si se le sigue expulsando de la ecuación por no considerarlo rentable, mañana no quedarán siquiera cenizas que recoger. Solo ruina. Nada hay más previsible y duradero que la lealtad, nada es más confortable para el dinero que la estabilidad de un plazo fijo. Y este es para toda la vida, varias generaciones. Porque fueron, somos, y porque somos, serán. Se puede cambiar de todo menos de pasión. La adhesión incondicional que promete el aficionado de estadio, su vocación de preservarla y cuidarla a través de generaciones representa una inversión más robusta que cualquier mercado sin arraigo dispuesto a consumir solo mientras dure la ola, ya sea un jugador en forma o una racha de victorias. Subastar el tesoro al mejor postor entre sátrapas de medio mundo es solo el ejemplo extremo de un modelo especulativo, cortoplacista y suicida. No es el único. Fondos de inversión, comisionistas insaciables, prioridad por el aficionado de sofá y plataforma de pago, los clubes Estado, finales en lejanas sedes sonrojantes, precios prohibitivos, relatos mediáticos excluyentes que abocan a la frustración, dirigentes sin escrúpulos, legislaciones opacas, jugadores ensimismados en sus fortunas de nuevo rico.

El objetivo no debe ser un pastel más grande para tener más porciones a repartir, sino la calidad del pastel en sí mismo, cuidar los ingredientes, controlar el exceso de levadura. Este no es un libro sobre fútbol, es un manifiesto de grada. No es un ejercicio de nostalgia del pasado, sino un grito de rabia contra el pesimismo para tomar conciencia pensando en el futuro. Los aficionados de estadio estamos hartos, pero no nos vamos a rendir fácilmente. Este es un diagnóstico con vocación de contragolpe frente a todo lo que no nos gusta. Desde el convencimiento de que otro modelo es posible en el fútbol español. Hay solución y ejemplos en otros países. Asociacionismo, cultura de grada, construcción de relatos alternativos. El árbitro no ha pitado todavía el final, aunque ha llegado el momento de invadir el campo y recuperar lo que nos pertenece.

*Alejandro Requeijo (Madrid, 1985) es periodista de investigación en El Confidencial y profesor en la Universidad Francisco de Vitoria. Ahora publica Invasión de Campo (Penguin Libros, 2023), su primer libro en el que defiende la figura del aficionado en el fútbol y critica la homogeneización impuesta por las televisiones y el mercado.

Me gustan las invasiones de campo porque tienen un aroma a fútbol antiguo. Cada vez es más difícil verlas, ahora la seguridad de los estadios se encarga de acordonar el perímetro del césped para que nadie salte desde el graderío. Y si saltas, te multan o te llevas un palo. Pero una invasión de campo es una expresión de júbilo incapaz de contenerse, como una botella que se descorcha para dar el pistoletazo de salida a una fiesta. Es una imagen irremediablemente feliz. Una comunidad de personas con historias particulares, pero unidas por la adhesión a una causa que celebran en masa sobre el escenario mismo de la gesta. Permite pisar el césped al menos una vez, que te impregne de lleno ese olor a hierba que normalmente solo se percibe desde las primeras filas. La invasión de campo tiene algo de conquista, de reivindicación de un protagonismo que durante el juego queda relegado a la butaca. Con la invasión, el aficionado ocupa el lugar central de los focos. Una invasión es la consecuencia natural de un estado de ánimo, el demarraje incontrolable de una emoción contenida, no solo noventa minutos, sino meses, años, incluso décadas. Hay aficiones que penan largas temporadas de sufrimiento entre una alegría y la siguiente. La primera a veces es la única. Para que una invasión cuaje, es necesario que haya un pionero que asuma el riesgo de que su acción no vaya más allá del calabozo. Basta que uno ponga su pie sobre el verde para que la multitud interprete la señal y todo se desborde.

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